El triunfo de la sencillez, el crédito del prestigio
El minuto de oro de una noche para el recuerdo fue la declaración de Consuelo Varela: "No somos trepas, no buscamos premios"
La “fecundidad intelectual” de un matrimonio
Los verdaderos sabios lo son por sencillos, no por currículum. Los intelectuales de verdad necesitan concentración y estar lejos de los focos. No buscan medallas, no pierden tiempo en los tío-vivos de los actos sociales donde los caballitos son siempre los mismos, solo cambian de posición. No se hacen acompañar por asesores, jefes de gabinete y todos esos personajillos que son el predicado de todo sujeto pretencioso necesitado de pedestales y lacayos para ser alguien. Juan Gil y Consuelo Varela prestigian el Premio Clavero, que no es poco. Que lo es todo. Y lo prestigian porque son de verdad. No buscan honores, tampoco los rehúyen. Estilo se llama. Son trabajadores de archivo, perseverantes, constantes, sacrificados. Todos esos valores en desuso. Son quizás los últimos de una generación que conoció y trató con maestros, de una Universidad con, al menos, más fuste que el modelo actual. Son gente, señores, vecinos e intelectuales a los que se puede admirar en una sociedad en la que, como ha lamentado alguna vez José Joly, ya no se admira a casi nadie. Son una suerte de últimos mohicanos, de representantes de un tiempo que se evapora en una sociedad que ha sustituido el esfuerzo, la memoria y el sacrificio por la rapidez, la inmediatez y el pelotazo.
La reflexión inicial de Consuelo Varela fue demoledora para muchos: "No somos trepas, nunca lo hemos sido. No somos de premios porque no nos movemos en esos ambientes. Estamos abrumados". No se puede decir más en menos, no se puede dar un aldabonazo tan estruendoso con tanta naturalidad, no hay mayor prueba de autenticidad. El uso de la primera persona del plural en la sociedad del yo, el empleo del calificativo "trepa" y la alusión a ciertos ambientes fueron las grandes perlas australianas de la noche.
En varios momentos se reconoció que el jurado valoró la posibilidad de premiar al matrimonio tras una entrevista realizada a los dos personajes por Luis Sánchez Moliní, que cumplió a la perfección el ruego que Antonio Muñoz Molina hace en su libro Todo lo que era sólido, cuando pide a los periodistas que difundamos la labor de profesionales que hagan cosas sustanciales por el bien común.
La conclusión es clara: hay que sacar menos chuflas en los medios de comunicación y más personas que en su parcela contribuyan a una sociedad mejor. La defensa de las lenguas clásicas y los estudios americanistas (máxime en una ciudad como Sevilla) deberían ser fundamentales en un sistema educativo que no sólo orilla demasiadas veces a los profesores, sino que arrincona irresponsablemente las humanidades. Lo más triste es cuando nos topamos con profesores de Universidad que menosprecian determinados estudios por su supuesta escasa utilidad. El enemigo habita dentro. Como siempre. Por eso el Premio Clavero ha sido más que nunca un acierto absoluto, porque concede protagonismo a quienes lo merecen por méritos, no por cargos temporales, porque enaltece el trabajo intelectual y destaca la sencillez. Gil y Varela atesoran el valor del prestigio, tan denostado hoy pero que, en el fondo, todos sabemos que no depende de una notoriedad forzada ni de posiciones de poder transitorias, sino del trabajo bien hecho, del rigor y de la fuerza de la vocación, todos esos factores que, al final, crean escuela y generan admiración. Sabios por sencillos, como el inolvidable don Manuel Clavero, presidente del Consejo Editorial de Diario de Sevilla, que después de las entrevistas en su siempre acogedora casa de la Plaza de Cuba, preguntaba al redactor con recato: "Antolín ¿y esto cuándo sale publicado? Para estar pendiente. No se olvide de dar recuerdos en casa". Como uno más. Por eso era un sabio. Porque el día que dimitió del Gobierno, como siempre recordamos, le preguntaron con asombro y extrañeza cómo se había ido del Ministerio. "Pues me he ido en un taxi". Evocar aquella declaración y evaluar la legión de carguillos públicos de hoy conduce inevitablemente a la frustración. Y noches como la del jueves son un agradable soplo de aire fresco. Sin la banda sonora de los vencejos del Alcázar, pero con el brillo acompasado de las arañas del Alfonso XIII. El galardón sienta como un traje a medida a los premiados.
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