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Segunda oportunidad para familias al límite

Menores

Padres y forma de educar no son el único factor que está haciendo que cada vez haya más adolescentes en conflicto, pero sí son esenciales para que las terapias de 'rescate' funcionen

En los centros de Adinfa el trabajo con los chicos y con los progenitores es paralelo

Adolescentes internados en el centro que Adinfa tiene en Coria del Río. / M. G.
Trinidad Perdiguero

14 de junio 2021 - 06:10

La educadora social y pedagoga Inmaculada Campanario y la psicóloga Judit Pérez, parte del equipo de Adinfa, una entidad que trabaja con adolescentes en conflicto, lo dejan claro: el fenómeno de los chicos y chicas con trastornos de conducta y dificultad para convivir con sus familias y entorno es un “problema real, muy creciente y que se ve cada vez en niños más pequeños”, independientemente de las características o nivel sociocultural de los padres, aunque tiene poca visibilidad.

De mala manera, el mediático caso familiar de Rocío Carrasco lo ha podido dejar entrever, pero sin profesionales y terapeutas que lo explicaran y pusieran en su contexto social tal y como es y lo que supone. Porque, según lamentan, no se está abordando de una forma global con suficiente información y formación entre el personal que trabaja con menores, como orientadores, profesores, equipos sanitarios o del sistema de justicia.

Según Campanario, directora del centro de internamiento que Adinfa tiene en Coria, es un problema social en el que los chicos se ven influidos y “desorientados” en su desarrollo y maduración por la pérdida de valores, mensajes que les llegan por la publicidad y redes sociales o el entorno de amistades en un mundo en el que, en apariencia, pueden tener lo que desean sin esfuerzo, donde hay una pérdida de autoridad de antiguos referentes, como los propios padres, profesores y autoridades.

También se pueden sumar condicionantes personales o de carácter biológico, mientras que las familias –elemento clave para ordenar y canalizar– fallan no por falta de afecto o voluntad de educar sino normalmente por la sobreprotección o la falta de información sobre qué es educar bien: “Los padres deben plantearse desde antes de nacer el niño cómo va a afrontar su educación y llevarla a efecto”, advierte como premisa generalista.

Señalan que las familias son sólo un elemento más que influye en esa realidad, pero sí son determinantes para que, una vez que se toma conciencia de que el menor necesita ayuda muy específica –suele ser cuando ya hay episodios graves de violencia verbal o física, encontronazos con la policía– se pueda revertir el talud por el que se precipita todo. En los dos tipos de tratamientos que realizan, ambulatorios o de internamiento, el trabajo con los padres es parte del proceso. No como algo complementario. Es una pata sin la que el reequilibrio será posible.

Inmaculada Campanario (educadora social y pedagoga) y Judit Pérez (psicóloga). / José Ángel García

En la intervención con estos chicos, la primera valoración se hace con los padres y el menor. Luego, la familia realiza un proceso paralelo en el que va superando sentimientos de culpa, fracaso o miedo ante lo que ocurre y que se vive como un “tabú”, que incluso se oculta a la familia extensa. “La familia asume cómo es el proceso cuando ve que su hijo no es malo, sino que estaba desorientado”, apunta Judit Pérez.

Se trabajan las expectativas, porque tras los primeros avances, crece la idea de que los hijos van a volver siendo otra persona y relajan normas y pautas, vuelven a querer “llevarle la mochila”. Como en problemas psicosociales, lo aprendido, rutinas y respuestas, deben seguir. “Es un proceso para toda la vida. Largo y cíclico”.

Hay una primera fase de seminarios informativos para las familias sobre cuestiones que van desde las características de los adolescentes a técnicas para ganar autoridad, pasando por cómo comunicarse, aplicar normas y consecuencias. Luego hay terapia grupal y grupos autoayuda, por los que padres y madres van pasando, en su caso, juntos y por separado. Muchos padres, al principio, se muestran convencidos de que sí han puesto normas y exigido que se cumplan, hasta que asimilan los matices.

Rutinas y horarios

Varias familias explican qué les aporta ese trabajo. Luis es padre de un chico de 15 años diagnosticado de TDHA. Señala que su hijo siempre tuvo un comportamiento difícil, pero pensaba que era una característica que había heredado de él mismo, diagnosticado de hiperactividad y déficit de atención ya de adulto.

Tuvo problemas de aprendizaje, pasó por muchos centros, en los que se topó con el rechazo de compañeros –que no lo inviten a cumpleaños se repite en los testimonios–. No ayudó un divorcio difícil y una mala relación con la madre. La custodia es del padre.

Uno de los centros por los que pasó, con buenos profesionales, pero malas compañías, “el Bronx” resume el progenitor, lo complicó todo para un chico alto, corpulento, bien parecido y que parece mayor de lo que es: con 14 años tuvo una novia de 23 y su mejor amigo tenía 25. El padre tuvo que llamar a la Policía una vez que empezó a insultarle en el coche. Cayó en una depresión. Buscó, casi a la desesperada, y encontró el recurso de Adinfa. Pese a las diferencias, contactó con la madre para ir de la mano en esto.

“Encontrar una respuesta es una mezcla de alivio y de pena, por dejarle en el centro”. Pero señala que la evolución de su hijo es “tremenda”. En cuanto a su propio proceso como padre, asegura haber tomado conciencia de que necesita ser más disciplinado. Es autónomo con taller propio, solía trabajar a veces hasta la madrugada y dormía hasta tarde, le costaba cumplir un horario fijo de comidas o las improvisaban fuera. Ahora cuando su hijo vuelve a casa tan cambiado “todo lo veo bien”, pero desde Adinfa le dejan claro que tiene que fijar normas y penalizaciones, sin permitirle “jugar con la pena”, como tiene la sensación que sí hizo antes.

Sobreprotección por las dificultades del hijo

También tiene TDHA el hijo de Fernando y Ana. Cumplió 18 años recién internado en Adinfa. La madre apunta que los colegios no están preparados para esos trastornos, “discapacidades” que no se perciben desde fuera y ante las que hay incomprensión y rechazo. Su hijo sufrió bullying con un profesor, que lamentan no haber sabido afrontar. Estuvo seis meses haciéndose pipí encima. Ya en el instituto quiso dejar de ser el niño rechazado y comenzó destacar entre las “juntiñas”.

Tras el confinamiento, salió “como los toros” a la calle, “desbordado”. No han llegado a denunciarlo, pero la Policía sí ha acudido a casa por insultos y amenazas. Los padres explican que el proceso en el que están inmersos les ha servicio para cambiar su forma de actuar ante conflictos, a entenderlos y tratarlos. La madre apunta a que han asimilado que quizá eran “demasiado protectores” por cómo es y lo que pasó a su hijo, sin dejarle madurar.

Un trastorno que hay que afrontar

Más compleja es la situación del hijo de Enrique, de 16 años y adoptado en Rusia con 3. Pronto comprendieron que sus dificultades eran más que la “adaptación”. No dejaron de estar encima, de buscar profesionales. El primer diagnóstico fue TDHA, hasta que confirmaron un Trastorno del Espectro Alcohólico Fetal con trastornos de conducta y que arrastran otros niños adoptados en países del Este por aquellos años. Enrique, que forma parte de una asociación, reclama más cobertura sanitaria y educativa.

Fue una psicóloga que lo trataba la que, cuando todo “explotó en la adolescencia” – no había forma de que respetara las normas, se escapaba del cole, respondía con agresividad y varias veces tuvieron que llamar la policía– les recomendó un centro terapéutico. “Supuso un rescate para el niño, por su seguridad y protección”. El trabajo con Adinfa ha supuesto “bajar a la realidad”, ser conscientes de cuál es la situación de su hijo, “vivirlo de manera menos angustiada”, intentando hacer lo mejor que puedan las cosas.

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