Toca guardar el Belén. Es hora de llamar a las cosas por su nombre
No estaría de más reflexionar sobre la posibilidad de recuperar ese viejo pero evocador principio de llamar a las cosas por su nombre: El Nacimiento del Niño Jesús
Ahora que todo ha pasado, toca guardar el Belén, término que ha venido a sustituir el tradicional de Nacimiento, que, al parecer, ha dejado de llevarse, incluso hasta por las propias instancias religiosas. Sin embargo, no estaría de más reflexionar sobre la conveniencia o no de usar ese término, dado que si por la infinita providencia de Dios, Éste hubiese marcado otro designio a la vista de cómo están las cosas en la llamada Tierra Santa, a lo mejor hubiese escogido para el Nacimiento de su Hijo, segunda persona de la Santísima Trinidad, un lugar más estable y próspero, como por ejemplo, Alemania, y dentro de ella, un pueblito tan entrañable como es Llanfairpwllgwyngyllgogerych (en castellano, según Evasión, se podría traducir simplemente como Iglesia de Santa María en el hueco del avellano blanco cerca de un torbellino rápido y la iglesia de San Tisilio cerca de la gruta roja). Entonces los niños hispanos podrían decir a sus papás alegremente, cada año, qué cuando se va a montar el… eso que acabamos de citar.
Dada su aparente dificultad, también Dios podría haber determinado otro lugar, por ejemplo, en Francia, y la ciudad elegida tal vez hubiera sido Burdeos. ¿Por qué? Por bañarla un río como el Garona que riega abundantemente las vides de tan afamada bebida espirituosa. Ello hubiese hecho más impactante el conocido como primer milagro de Jesús al convertir el agua en vino. Y, además, en los momentos actuales en los que el marketing se ha erigido en una herramienta tan necesaria en el mundo empresarial, posibilitaría la proyección y venta aún mayor de esos caldos tan estimados en todo el planeta.
Pero si no fuese ese el designio de nuestro Creador, otro lugar apto para ubicar este Nacimiento único para nuestra condición humana, se podría situar en Inglaterra y en ella, nada como York, urbe de la que derivan tanto Nueva York como el mismo jamón de York. Sería verdaderamente convincente poder rememorar esa efeméride cristiana, asociada a tan exquisito manjar.
Ahora bien, al hilo de esta posibilidad, cabría pensar, aunque remotamente, que el lugar designado por Dios, fuese “Este País”, así puesto con mayúscula, al que algún trasnochado aún sigue llamando España. Y asociándolo a la tierra del sucedáneo inglés, nada como el equivalente hispánico de Jabugo, tierra del más genuino jamón de verdad. Ahora bien, esta opción sería de todo punto imposible en los momentos actuales, porque desde Cataluña, nacionalidad histórica por antonomasia, se reivindicaría este ancestral derecho, y llevar el Nacimiento a un lugar tan singular y genuino como es la Vilanova i la Geltrú, alejándonos así de la posibilidad de celebrar el Natalicio en el pesebre de un simple pueblo charnego.
Y ello sería aceptado sin rechistar, renunciando a poner cada año el germano y familiar Llanfairpwllgwyngyllgogerych, o el evocador y caldoso Bordeaux, ni incluso, el anglo y apetitoso York y, ni que decir tiene, el sabrosísimo y andaluz término de Jabugo. No, nos veríamos abocados a rememorar esa entrañable estampa navideña a la que daríamos forma, montando un la Vilanova i la Geltrú, ejemplo del auténtico espíritu que representa la Natividad al catalán modo.
Eso sí, las pancartas anunciadoras en templos y lugares en los que se montarían, deberían ser algo más alargadas que las escuetas y caducas cinco letras actuales. Y los pastorcillos con sus ovejas al hombro serían conocidos como simples paisanos, integrados en este país autonómico y poliédrico, donde deberían reconocerse todas y cada una de las realidades poblacionales y variedades ovejunas, superando viejos atavismos de lo que ciertos reaccionarios conocían como españoles y su bien ganada fama inquisitorial, amén de las simples ovejas de toda la vida. Olvidándonos, sin duda, del reconocido ripio acuñado en esta península:
Paisanos, oh, paisanos
mal que le pese a Ferraz
y no deja de ser verdad,
venimos de los hispanos.
Para huir de esta atroz pesadilla no estaría de más reflexionar sobre la posibilidad de recuperar ese viejo, pero evocador principio de llamar a las cosas por su nombre: El Nacimiento del Niño Jesús, olvidándonos por un momento del lugar donde acaeció. Milagro revivido cada año, cuando sacamos de los más profundo de los altillos esas manidas cajas de cartón, llenas de virutas y amarillento papel de periódico donde, con tanto esmero y cariño, están envueltas y reposan las entrañables figuritas del Nacimiento.
Ojalá que, desde las instancias adecuadas, empezando por la Iglesia, comencemos a llamar a las cosas por su nombre y al envolver un año más esas delicadas piezas, pensemos que atesoramos una vieja tradición de Amor al Redentor en esa imagen irrepetible de su Nacimiento.
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