Cerca de la Puerta del Perdón, lejos de la del Olvido
27 aniversario del asesinato de Alberto Jiménez-Becerril y Ascensión García Ortiz con misa en la Catedral y ofrenda floral en la calle Don Remondo
Un paciente del Hospital San Juan de Dios de Sevilla visita en camilla al Gran Poder: desde que cumplió su deseo "ha mostrado signos de mayor bienestar"

La generación del 27 para los que murieron en el 98. “Parece que fue ayer”, decía Teresa Jiménez-Becerril bajo la placa en la esquina de las calles Don Remondo y Cardenal Sanz y Forés donde hace 27 años dos etarras asesinaron cobardemente a su hermano Alberto y a su cuñada Ascen un 30 de enero de 1998. “Siguen presentes en nuestra memoria personal y colectiva”, había dicho antes el arzobispo de Sevilla, José Ángel Saiz Meneses, en la homilía pronunciada en una abarrotada Capilla Real. Y así es. Cada año que pasa da la sensación de que Alberto Jiménez-Becerril y Ascensión García Ortiz van ampliando la familia, como esos indianos que regresaban de América.
El sol por fin sustituyó a la lluvia en esta tarde de dolor y tributo. La plaza de San Francisco eran unos palcos de nibelungos y walkirias libando cerveza; en la puerta del Perdón, un grupo de turistas escuchaban atentamente a la guía, que les hablaba de “las mujeres de mala vida”.
Girando a la plaza Virgen de los Reyes, los curiosos se preguntarían que a qué obedecía tanto revuelo de hombres y mujeres, casi todos de negro. Si era una boda, ¿dónde estaban los novios? Si un entierro, dónde el coche fúnebre. Pues era boda y entierro al mismo tiempo. Como escribió horas después del crimen Fernando Iwasaki, amigo y vecino del matrimonio asesinado, “no podía ser de otro modo: sus nombres estaban escritos en la misma bala como una alianza mortal”.
A aquel mes de enero le sobró un día, al siglo XX le sobraron dos años. Ésas serían las cuentas de Teresa Barrio, la madre de Alberto, Teresa y Paco Jiménez-Becerril. Ha sido el primer 30 de enero que ha faltado al pacto de lealtad de la ciudad con su hijo biológico y su hija política. Para Teresa no deja de ser un consuelo que ya lo viva desde el antepalco del paraíso.
Le hubiera gustado mucho la entereza y gallardía con la que se dirigió a la gente su hija Teresa desde este Gólgota de la sevillanía. Un legado del horror vigente “hoy más que nunca que se nos quiere imponer un olvido cobarde”. La Catedral de Sevilla tiene una Puerta del Perdón, pero no existe Puerta del Olvido. “Nosotros no hemos firmado ningún pacto de vergüenza, nosotros somos libres, como lo fueron Alberto y Ascen”.
No necesitaba ni micrófono. A capela, como los cantaores valientes. “A ver si se enteran de que la mayoría de los españoles no somos esclavos de nadie… nunca vamos a olvidar lo inolvidable ni a admitir lo inadmisible”. Por ejemplo, que “se pacte con quienes no han condenado el terrorismo”; que se permitan homenajes a los asesinos o se autoricen manifestaciones de quienes no han mostrado “ni arrepentimiento ni voluntad de colaborar con la Justicia”. “No vamos a admitir que se silencie el terrorismo de Eta para que los jóvenes no sepan quiénes fueron Alberto y Ascen”. O Miguel Ángel Blanco, que ya empieza a ocurrir, el joven concejal de Ermua asesinado seis meses antes que este matrimonio, que acudieron los dos al aeropuerto de San Pablo para recibir a Carlos Totorika, alcalde de dicho municipio, cuando llegó a Sevilla en su gira por toda España para agradecer la respuesta con el vil asesinato de su concejal. “Que no nos engañen”, dijo Teresa, “no hay que premiar a Eta por dejar de matar”.
Para el partido de Alberto este día es un momento de unidad, de compromiso. En la Catedral y en don Remondo estaban muchos de los que fueron sus compañeros de corporación: Ricardo Villena, Luis Miguel Martín Rubio, Ricardo Tarno. Otros de camadas más jóvenes, como Rafa Belmonte, hoy diputado en el Congreso. Javier Arenas, que entonces estaba en el Gobierno de José María Aznar, acudió al acto de la catedral. Por esa concentración de pesos pesados del PP tiene un valor añadido la presencia de Antonio Muñoz, ex alcalde socialista de Sevilla. Se dieron cita tres alcaldes: Soledad Becerril, Antonio Muñoz y José Luis Sanz. A la ceremonia también acudió la portavoz de Vox, Cristina Peláez.
Mucha gente de ese partido en un acto que no tuvo ninguna connotación partidista. Alberto no lo habría permitido. Su sentido de la política, del servicio público, encaja en la definición de tan cuestionado oficio que hace el Concilio Vaticano II, en palabras que recordó monseñor Saiz Meneses, “una de las más altas posibilidades morales y profesionales del ser humano”. Soledad Becerril, su alcaldesa, que también estaba en la lista de los terroristas, fue con su concejal Lola Meléndez, la más cosmopolita y divertida de la corporación, la que redactó el texto que desde hace 27 años está en esta fatídica esquina de la calle Don Remondo donde cada año se coloca una nueva corona de laurel.
Es alentadora la presencia de mucha gente joven, los que no aceptan la trágala del olvido o la indiferencia. La madre de Alberto murió el día de san Clemente del año pasado. Ayer se la echó en falta junto a la urna de San Fernando, entre los monumentos funerarios de Alfonso X el Sabio y Beatriz de Suabia. Los asesinos dejaron tres niños huérfanos: Ascen, Alberto y Clara, que vive en Nueva York y es la que los hizo abuelos.
“El que se ama a sí mismo se pierde”. La carta de San Pablo a los Romanos lo dice bien claro. Es la esencia de servidor público: darse a los demás. Alberto hubiera sido un magnífico ponente de las jornadas que anualmente organizan en Sevilla Arturo Pérez-Reverte y Jesús Vigorra y que este año llevan por título: “Políticos, ¿solución o problema?”.
En la misma calle Don Remondo está el hotel Doña María donde se alojó el argentino Borges cuando vino a Sevilla para participar en un Seminario sobre Literatura Fantástica. El poeta que jugaba a los bastones con Torrente Ballester y escribió versos como éste: “¿Dónde está la memoria de los días / que fueron tuyos en la tierra, y tejieron / dicha y dolor y fueron para ti el universo?”.
Murieron jóvenes pero no perdieron el tiempo. “Siempre me sorprendía cómo se las ingeniaban para tener tiempo para todo: para trabajar cada uno en lo suyo, para estar con sus hijos y para salir juntos una vez por semana”, escribía Iwasaki en su artículo más triste y más difícil. Sus asesinos conocían sus hábitos, sabían de esa alegría casi estajanovista que casi siempre pasaba por Trifón. Y convirtieron la Giralda en una vela gigante de rabia y de dolor. Muy pronto, sus hijos empezarán a tener la edad de sus padres. La generación del 27 que murió en el 98.
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