El Fiscal
La hermosa lección de un centenario
Una mañana a 20 grados en pleno verano es un oasis en el desierto estival (pongámonos cursis). Amanece el 26 de julio con cielos cubiertos y una sensación -efímera- de frescor que hace apetecible andar por la margen del río. La de una orilla u otra. Da igual. Todas conducen este último viernes de mes a la catedral trianera, la que dicen que mandó a levantar Alfonso X (sabio y muy mariano) cuando la Abuela de Jesucristo lo curó de una ceguera. De sobra sabemos que Sevilla es ciudad dada a las leyendas. Y a esta hora, con el estómago en ayuno, viene bien embadurnar la historia con estos relatos de milagros medievales. Los operarios de Lipasam recortan el césped de la zona del barranco, a los pies del puente de Isabel II -al que el barrio más conocido por estos lares le robó el nombre- que en estas fechas luce su peculiar collar de perlas blancas y verdes que lo iluminan por la noche (sigamos con el almíbar).
En este trasiego a medio gas de un viernes aún laborable, con buena parte de los sevillanos con los pinreles en remojo playero, hay un grupo de devotas que, tras santiguarse al pasar por la capillita del Carmen, se dirigen a la catedral del arrabal que abrió bien temprano las puertas. Ni el conocido bar de esquina con el que el templo celebra onomástica está abierto aún. Los camareros se afanan ahora en colocar sillas y veladores, auténtica plaga en otros puntos de la ciudad que tiene en pie de guerra a los vecinos. Los suelos que perdimos, más que nunca en aquellos años del Covid.
Sigamos con el relato. Las calles aledañas parecen despertar de un silencio con síntomas de resaca. La víspera fue larga. Y hermosa. Los Gozos y Nanas de Santa Ana -con luminaria incluida- se han convertido con el pasar de los años en uno de los atractivos del verano sevillano. Dicho así parece estar incluido en la oferta de una agencia de viajes, de esas que llenan la vieja urbe de pieles enrojecidas por el sol, chanclas y mochilas como tribus nómadas en el horno ibérico. Pero lo cierto es que cada julio este acto con el que se inaugura el día de la Madre de la Virgen gana más adeptos, en contraposición a una mañana de visitas tranquilas y en cierta intimidad.
Las devotas, que vienen en grupo desde la estación de autobuses de Plaza de Armas, fijan sus miradas en la mesa de venta de recuerdos (merchandising por lo divino). El artículo más demandado es el novenario de Santa Ana, aunque también hay quien se interesa por el libro que contiene la historia de la real parroquia. Algunos se llevan una ingrata sorpresa. En esta era digital y del dinero de plástico, no se dispone de datáfono para las tarjetas bancarias. Las fieles de mayor edad -el género femenino resulta hegemónico-, precavidas por los años de experiencia acumulada, no corren riesgo y acuden con su monedero lleno de "chatarra" para tales asuntos.
Bajo las bóvedas ojivales de Santa Ana, un reguero de devotas toma asiento en primera fila. El rosario comienza en pocos minutos. Lo reza el párroco, don Manuel Soria, quien pide un poco de silencio y compostura. Accede a la petición de una feligresa de pasar una foto por el manto de la titular del templo. La Abuela, la Madre y el Niño están a escasa altura, a los pies de los escalones que conducen al imponente retablo renacentista con pinturas de Pedro Campaña, objeto de unas de la más importantes labores de restauración acometidas a principios de este siglo. Lo preside San Joaquín, que también está de celebración.
Todo lo que rodea al conjunto iconográfico expuesto en veneración se aleja de cualquier atisbo de sofisticación cofradiera. Macetas de pilistras, helechos y mejorana se entremezclan con las varas de nardos, dispuestas sin simetría alguna en jarrones cerámicos. Como fondo de las sagradas imágenes, el frontal bordado del siglo XVII, que, según me cuentan, sirvió de inspiración a Juan Manuel Rodríguez Ojeda para diseñar el palio de la cofradía del Gran Poder. Remata el conjunto un paño con bordados en sedas de colores, a semajanza del de los mantones de manila, que cubre la grada donde se sitúan Santa Ana y la Virgen. Enser que, a la vista está, no ha conocido una buena plancha en los últimos tiempos.
Es viernes y el párroco reza los misterios dolorosos. El coro interpreta el rosario cantado que tanto popularizó la Hermandad del Rocío de Gines. Ecos de guitarra en una mañana que acaba de salir de la cama, resacosa. En pocos minutos se celebra la misa dedicada a los abuelos, figura familiar sin la que muchos hogares no entenderían la ansiada conciliación laboral y personal. Siguen llegando devotas de ciertad edad y también algunos jóvenes, de idéntico molde: cubanas y zapatos de esparto.
Tras el oficio religioso es hora de calmar el estómago. Desayuno opíparo en el mercado de abastos. El Altozano espera el fin de fiesta de esta noche, cuando, entre otras personalidades, Susana Díaz, ex presidenta andaluza, reciba el título de Hija Predilecta de Triana. Reconocimiento dado a la que fuera líder socialista por un alcalde del PP. Díaz ha defendido estos días "el espíritu de la Transición" para tender puentes (nunca mejor dicho) entre partidos. En el suyo, el del puño y la rosa, están en alto las espadas (sin segunda intención) entre la nueva y vieja guardia. Cosas de un mundo político que provoca sofoco en este 26 de julio que pasa del frescor al bochorno. Paréntesis meteorológico ya en el olvido, como estos días señalaítos (perdonen el topicazo final) cuando se funden a negro. Ya pasó el Carmen, Santa y en nada estaremos besando las manos de la Virgen de los Reyes. El próximo hito devocional de la canícula. El verano sigue adelante. Como la vida.
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