La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
El Macero
En Sevilla lo efímero se hace eterno. Sí, seguro que esta frase -de un existencialismo que empalaga- la han escuchado más de una vez a la hora de hablar de las Fiestas Mayores. De pregoneros y abrazadores del atril nunca andamos escasos por estos lares (provincia incluida). Hay quienes le tienen cogido el gusto a eso de declamar e impostar la voz hasta el espasmo. Pero no, no vengo a darles la barrila con los juglares de las esencias hispalenses. Cuando les digo que en esta ciudad lo efímero se hace eterno me refiero a esas imágenes que la casualidad las graba en la memoria. Se lo pueden preguntar al mismísimo San Fernando, cuya estatua ecuestre en el centro de la Plaza Nueva ha servido estos días de improvisado sostén a una señal de tráfico abandonada a su suerte. Una composición digna de ser plasmada en el altillo del recuerdo.
La señal en cuestión indica el sentido del tráfico. El color amarillo de la flecha evidencia su empleo durante alguna obra. Con toda probabilidad, de las que se ejecutan desde abril en la cercana calle Zaragoza, que han obligado a cambiar varias veces la ordenación de la circulación por el entorno. Un día nos levantamos con sensación de deja vu. De nuevo los coches pasando por la Plaza de la Magdalena, enclave supuestamente recuperado para los sevillanos, pero donde desde su inauguración la doble fila de taxis y furgonetas dificultan el tránsito de los peatones, que han de ir sorteando vehículos estacionados y maniobrando, así como macetones y otros elementos que delimitan las generosas terrazas de las que disfruta el hotel que puso la morterá para reurbanizar este enclave histórico.
Precisamente, por estos lares hemos contemplado estos días otra señal de tráfico arrumbada, en este caso, en el suelo. Se ve que en esta urbe estamos sobrados de señalética y nos podemos permitir el lujo de ir abandonándolas a su suerte. Postrimerías de una movilidad insostenible.
Volvamos con San Fernando. Les decía que sobre su pedestal habían apoyado una señal de circulación. La flecha es todo un símbolo. Parece indicar la salida de las entrañas de una ciudad donde el papel de los sevillanos se limita cada vez más al de convidados de piedra. El ejemplo más evidente de la servidumbre turística lo experimentamos (y sufrimos) estas noches veraniegas, cuando el mercurio no baja de los 30 grados. Poner un pie en la calle antes de las diez de la noche conlleva el riesgo de perder al instante el efecto del desodorante. Pero, ojo, no cometan la imprudencia de demorarse en ir a cenar. La cerveza previa al condumio juega en contra. Los fogones se apagan poco después de las once y, aunque el sol se haya ocultado apenas media hora antes, las cocinas echan el cierre justo cuando el gusanillo del hambre empieza a picar.
Lo comprobamos esta última semana de junio en la citada calle Zaragoza, abierta en canal desde hace meses. Una pareja de mediana edad entra a las 23:25 en un restaurante de cierta fama. Preguntan si pueden cenar en la barra. La respuesta es taxativa: "la cocina ya está cerrada". Es jueves y 60 minutos antes el sol estaba fuera. Las personas encargadas del servicio ni siquiera ofrecen la posibilidad de tomar alguna tapa fría. El establecimiento ha de estar apagado a las doce de la noche. Los últimos clientes apuran las viandas y piden la cuenta. Entre ellos hay quienes optan por tomar el postre fuera, en alguna de las heladerías cercanas. Otra ingrata sorpresa. Todas las de la calle Reyes Católicos y el Arenal tienen las persianas echadas. El reloj marca las 23:45 y la posibilidad de tomarse un helado en las inmediaciones se reducen prácticamente a cero. El comentario del grupo no se hace esperar: "la próxima vez habrá que quedar en los barrios, lo del centro es imposible".
La foto de San Fernando y la señal de tráfico constituye una metáfora de tal aseveración. Ante un Casco Antiguo pensado por y para el turista, al sevillano no le queda otra alternativa que buscar la periferia, incluso la denominada área metropolitana (esa Gran Sevilla con la que tanto nos embadurnaron los oídos hace décadas), para, al menos, cenar cuando se vaya el sol y no en horas de merienda. Será, quizás, en esto en lo que más nos hayamos adaptado a los usos y costumbres europeas. Especialmente a los hábitos de esos visitantes de piel blanquecina que viven como turismo de experiencia derretirse al sol mientras comen algo que les venden como paella y refrescan el gaznate con un bebedizo bautizado como sangría.
No resulta extraño que, con tal premisa, hasta el propio rey santo (los expertos dicen que sólo beato) busque la salida de un centro que obliga a cenar con luz solar. La nueva reconquista. La ciudad hace tiempo que cayó en manos de maletas (y chanclas). Sus nuevos señores.
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