¿Quiénes se salvaban en los naufragios de la Carrera de Indias?
Antes que las personas, la obligación era salvar la plata y el oro del rey. La lenta partida de la flota de Magallanes¿Fue Sevilla la ciudad de Tartessos?
Aunque los naufragios apenas afectaron al 5% de los viajes que se realizaron en la Carrera de Indias, los relatos de los mismos siempre llamaron la atención del gran público, bien por su condición moralizante o bien por el evidente morbo de situaciones desesperadas que no estaban exentas de episodios de extrema violencia, canibalismo, actos de heroísmo y villanía, etcétera. Entre los historiadores que han estudiado estos accidentes marítimos destaca el americanista, profesor emérito de la Universidad de Sevilla y académico de Buenas Letras, Pablo Emilio Pérez-Mallaína, autor de una obra de lectura obligatoria sobre la materia: Naufragios en la Carrera de Indias durante los siglos XVI y XVII. El hombre frente al mar (Editorial Universidad de Sevilla)
En su interesante obra, el profesor Pérez-Mallaína contesta una pregunta crucial: ¿cuál era el orden en el que se debían salvar mercancías y personas? La respuesta es posible que indigne a un ciudadano actual, pero lo cierto es que estaba plenamente asumida por la sociedad de la época, aunque, como veremos, la realidad, como suele pasar, era bastante distinta. Dejemos que hable el marino y cartógrafo Juan Escalante de Mendoza (1529-1596), quien en su libro Itinerario de navegación de los mares y tierras occidentales deja claro el orden a seguir:
"Lo primero que se ha de fondear [depositar en los botes y en otras embarcaciones] debe ser la moneda de oro y plata y las perlas y todas las demás cosas de poco volumen y mucho valor. Lo segundo todas las mujeres, niños y viejos enfermos e impedidos, clérigos y religiosos que dentro hallaren. Lo tercero todos los pasajeros y esclavos. Lo cuarto los pajecillos de la nao y los más viejos e impedidos marineros. Y cuando solamente quedasen el capitán, maestre y piloto y contramaestre y los demás mandadores marineros y grumetes, entonces si se pudieren fondear en las otras naos algunas mercaderías de precio y valor como sedas, grana y cochinilla y todo lo demás que se pudiere, débese hacer conforme a espacio... los que últimamente deben salir de ella son el capitán, maestre piloto, contramaestre, despensero, guardián y los marineros más apreciados"
Vemos, por tanto, que a lo que se daba mayor importancia en un barco era al oro y la plata del rey y, solo una vez salvados estos, se procedía a evacuar a las personas de una forma muy similar a la que marca la norma actual -si exceptuamos a esos pobres pajecillos de la tripulación con tan pocos derechos-. La prioridad de los esclavos no se debía a convicciones humanitarias, sino a que eran mercancías de gran valor económico.
Pese a lo dicho, la realidad era muy distinta. Lo normal era que los naufragios, sobre todo si eran repentinos, conllevasen la ruptura del orden social y la aparición del pánico. Por lo pronto, como refleja la documentación estudiada por Pérez-Mallaína, vemos que las mujeres y niños, pese a ser los que tenían la máxima prioridad, sobrevivían menos a los naufragios que los varones adultos. Su mayor debilidad física los incapacitaba para el "sálvese quien pueda" y la lucha -a veces a muerte- que se producía para conseguir un sitio en uno de los botes salvadores. Como se indica en el libro, llama la atención que en naufragios como el de la flota que mandaba el general Andrés Serrano, "donde perecieron cerca de 700 personas, no hubiese una mujer entre los 39 supervivientes"
Lo habitual era que en estas situaciones trágicas se quebrase el estricto orden estamental y que los nobles -que por ley tenían el privilegio de salvarse primero- llevasen las de perder frente a la "gente ordinaria". Esto se debía a dos cuestiones: a la moral caballeresca que obligaba a los hidalgos a ayudar a las mujeres y a no huir despavoridos ante el peligro y a los motines que se solían producir entre los miembros de las tripulaciones, quienes en no pocas ocasiones se hacían por la fuerza con los botes salvavidas y dejaban al pasaje abandonado a su suerte. Los numerosos relatos de naufragios que se escribieron en la época están repletos de este tipo de casos.
Ejemplo de muerte caballerosa fue el de los nobles que viajaban en el Nuestra Señora del Juncal, que se hundió cerca del Yucatán. "Durante el naufragio la tripulación estaba intentando sin conseguirlo sacar una barca que estaba bloqueada, por lo que los nobles decidieron ayudar. Al ver que no se lograba, decidieron que no iban a morir como unos menestrales, por lo que se retiraron para vestirse con sus mejores galas y se pusieron a recitar poemas y a leer la Biblia hasta que perecieron ahogados", aseguró Pérez-Mallaína en una entrevista concedida a este Diario. Lo curioso es que la tripulación, finalmente, consiguió salvarse, aunque luego fue juzgada por abandonar a los nobles.
Pero no siempre la nobleza estuvo a la altura. Es muy conocido el fragmento del libro Naufragios en el que Alvar Núñez Cabeza de Vaca cuenta la respuesta que recibió del gobernador Pánfilo de Narváez cuando le pidió instrucciones ante la inminencia del definitivo desastre de la expedición a la Florida de 1527:
"Él me respondió que ya no era tiempo de mandar unos a otros; que cada uno hiciese lo que mejor le pareciese que era para salvar la vida; que él así lo entendía de hacer, y diciendo esto se alargó con su barca".
Aparte están los relatos llenos de morbo y horror en los que se narran los casos de canibalismo de aquellos que navegaban a la deriva en los botes salvavidas, con sorteos para elegir a un sacrificado que debía servir de comida a los demás o el nombramiento de un dictador que eligiese a quiénes se tiraban por la borda para aliviar el peso de la embarcación. Los más débiles eran siempre los que tenían las de perder. Pero todo esto se contará oportunamente en otra entrega de El Rastro de la Historia.
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