El resto lo resolveremos nosotros

Alfonso Jiménez

25 de enero 2012 - 01:00

SOSPECHO que soy el arquitecto de la Catedral, de entre los cuarenta censados desde 1433, que más veces ha hablado con el arzobispo hispalense, en mi caso don Carlos Amigo, y tengo por seguro que ninguno de mis antecesores ha tenido el privilegio de hacerlo de una manera tan informal ni tan afectuosa ni tan libre. En ese convencimiento me atrevo a aceptar este envite, que sólo puedo resolver sumando anécdotas en torno a la realidad que nos vincula: la conservación y difusión de los valores de la Catedral.

Conocí a don Carlos en un lugar exacto, la azotea de la capilla de San Andrés, quizás en el otoño de 1982, cuando yo fotografiaba los dibujos medievales que la convierten en una gigantesca mesa de dibujo. Le acompañaba un buen número de canónigos que resoplaban al borde del infarto, la mayoría de ellos agobiados por la edad, las sotanas y las escaleras de caracol, algunos muy sorprendidos por las azoteas y por mi existencia. Con escaso protocolo le expliqué como pude el significado de aquellas líneas incisas: su expresión, la del arzobispo, pasó de una atención levemente sorprendida, quizás por el tono apasionado y militante de mi plática, a una abierta e irónica sonrisa cuando algunos de los capitulares discreparon de mis certezas, para finalizar con un ofrecimiento, pues si le encontraba un guardapolvo de su talla se vendría conmigo a calcar dibujos. Ni siquiera intenté saber si existía semejante prenda, pero sospecho que desde entonces los canónigos entendieron que el arzobispo estaba dispuesto a sobrellevar con humor al irreverente arquitecto.

Lo extraño del encuentro no fueron sus resultados inmediatos, sino el conjunto de circunstancias que a lo largo de vida me habían llevado hasta allí.

Yo tenía once años cuando murió el cardenal Segura; los maestros de mi colegio, a pesar de que era de barrio y laico, nos llevaron en formación a la Catedral puesto que aquella muerte tenía tintes de cataclismo bíblico o síntoma del Apocalipsis. El edificio me pareció lo que realmente era, una montaña inmensa y geométrica, oscura y descuidada. Seguramente no volví hasta que estuve en la Universidad, salvo los Sábados Santos y con un cirio en la mano. Hasta el año 1979, en que gracias a la Giralda y a una casualidad, empecé a restaurar el edificio precisamente por las alturas, mis intereses profesionales estaban centrados en obras de restauración en la sierra onubense, mientras la conservación de la fábrica de la Catedral sencillamente no existía: ni el Cabildo ni el Arzobispado ni los poderes públicos la tenían entonces entre sus prioridades, ni había necesidad de conservar nada, pues sus muros, pilares y bóvedas eran como un grandioso fenómeno geológico, eterno e inmejorable, incluso el retablo mayor acababa de ser restaurado para siempre.

Aquella primera conversación coincidió con un cambio en la Catedral que sólo con el tiempo hemos valorado adecuadamente, y en cuya génesis don Carlos tuvo un papel decisivo; eso sí, en su estilo, sin que se notara mucho; un grupo de capitulares, algunos de los cuales lo eran desde tiempo inmemorial y otros estaban recién elegidos, tomó la dirección de la más antigua de la instituciones sevillanas, decidiendo acto seguido una profunda reorganización de los espacios y las funciones, los horarios y los accesos. En este nuevo proyecto contaron conmigo, a veces como gestor, otras como arquitecto y siempre como crítico. Así bajé de las azoteas y de la Giralda para ocuparme de cuantas cosas me encargaron y, dicho sea sin exageración, de muchas de las que se me fueron ocurriendo. Entre éstas últimas pronto estuvieron las de carácter técnico y las de investigación, siempre a remolque de los problemas, y en muchas de las cuales sólo intervine para facilitar la tarea de otros profesionales aunque, sin duda, las más espectaculares fueron las de carácter público.

No me entretendré en enumerar las exposiciones, que han sido brillantes rupturas en la rutina patrimonial y organizativa de la Catedral, pues me parece mucho más importante el cambio, o duplicación, del centro de las ceremonias catedralicias, con la ubicación del Altar de Plata en un extremo del crucero, la construcción de amplios espacios litúrgicos delante de él y el montaje de los medios técnicos necesarios para seguir las ceremonias. Creo que estos últimos veinte años de la Catedral no se entienden desde un punto de vista arquitectónico sin analizar esta instalación de geometría variable, resuelta sin las estrecheces y daños colaterales de otras catedrales gracias a la desmesurada extensión de la nuestra.

Las decisiones dependían de un número muy reducido de personas: don Carlos y algunos de los canónigos que tomaron las riendas en 1983, pero me interesa resaltar que fue un proceso en el que las ideas fluían y se modificaban de manera muy informal, sin que, en apariencia, nadie decretara nada. Sabemos que el lema de este príncipe de la Iglesia, Carlos, cardenal Amigo Vallejo, O.F.M., titular presbítero de Santa María de Montserrat de los Españoles, es un saludo apostólico, Gratia et Pax, pero en lo que concierne al edificio que ha sido su sede durante tantos años, y las actividades de quienes hemos cuidado de su fábrica, sospecho que su consigna in péctore ha sido la vieja receta fisiócrata Laissez faire et laissez passer, le monde va de lui même.

Quisiera terminar con el recuerdo de una de las escasas iniciativas que no se han llevado a cabo. La escena, tal como me viene a la memoria, parece inventada ante una fotografía en blanco y negro. Don Carlos, con el hermano Pablo unos pasos detrás, se dirige a la Sacristía Mayor; a su derecha va el deán, con su pulcra sotana, invariablemente bien afeitado y con una misteriosa cartera de cremallera que siempre llevaba. Me cruzo con ellos ante la reja de la capilla de la Concepción Grande y tras el saludo de rigor ("¿Qué se cuenta el maestro mayor?", que en el dialecto de la casa quiere decir, "Alfonso ¿en qué lío nos vas a meter hoy?"), expuso el arzobispo su deseo de ser enterrado, en su momento, en ese lugar. Ante la visible reacción del deán, a quien la idea no entusiasmaba, aduje varias dificultades expuestas a mi manera: que en la cripta enterraron a Cabarrús, el traidor afrancesado al que luego arrojaron a un carnero del Patio de los Naranjos, que en tan oscura capilla estaría acompañado por el desterrado Cienfuegos, que si bien era carlista, no creo que fueran muy afines, y en fin, otras razones del mismo tenor, incluso alguna medianamente atendible. El deán, cada vez más nervioso con el giro de mis argumentos y sin advertir la creciente sonrisa cómplice de don Carlos, cerró la discusión por las bravas: "¡El señor arzobispo, que se ocupe de morirse, que el resto lo resolveremos nosotros!". Me alegro de que el deán se equivocara tantísimo.

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