El poeta pide a Poveda que le cante
Flamenco
El cantaor catalán, 'enlorquecido', firmó una cita de tres horas con el Concert Music Festival
Cádiz/No hubo luna roja de sangre, sí un techo de estrellas, tres puñales y amores oscuros. No hubo luna roja de sangre, sí la pena negra de una seguiriya, el verde que te quiero verde de unos ojos verdes y todos los colores de ciertos alfileres. No hubo luna roja de sangre la noche del sábado, sin embargo, fue una noche mágica, una noche donde el espacio-tiempo se plegó desobedeciendo las leyes de la física y dos hombres de distintos lugares, de distintos tiempos, se pusieron frente a frente, y se tocaron.
El poeta pide a Poveda que le cante. Como en los rótulos de algunos de sus Sonetos del amor oscuro, Federico habló en la noche larga que parecía corta. Miguel Poveda enlorquecía en la primera edición del Concert Music Festival y, con él, su público. Porque los treinta minutos que distaron entre la hora anunciada de la cita y el momento en el que el cantaor puso un pie sobre el escenario del poblado de Sancti Petri, quedaron en una queja lejana (como de otra vida) cuando el respetable, calado hasta los huesos de Lorca y Poveda, hizo mutis por el foro pasadas las dos de la madrugada.
Tres horas de recital donde el catalán se dejó la piel no sólo invocando la palabra del genio de Fuente Vaqueros sino también siendo él mismo en su magnífica dupla, el Poveda cantaor y el Poveda coplero, y nunca cobró más sentido ese llamamiento a nuestras más hondas raíces musicales que rimado con el espíritu del más flamenco de los poetas. La palabra de Federico en el centro y todos los vestidos musicales tejidos por Poveda y su magnífica compañía orbitando en el aire, formando un nuevo universo donde se desdibujan los años, los lugares, los anhelos para que sólo brillen la muerte, el amor y la belleza.
“Un viaje por los miles de Federicos”, dijo Poveda. “Un viaje por los miles de Poveda”, veo y sumo. La voz cristalina para que llegue el mensaje, los pies dispuestos al camino para que no quede rincón del escenario sin explorar, y los brazos abiertos, siempre abiertos, para llenarse de los oles y de la gracia del piropeo de una provincia que lleva “clavada en el corazón”, confesó.
Un periplo que comenzaba con la más cruel de las premoniciones, No me encontraron, la versión musicada de un fragmento de la Fábula y rueda de los tres amigos. Estremecedora cuando se lee, hermosísima cuando se escucha. La pieza contenida en Poeta en Nueva York inauguraba la hora, y algo más, que Poveda dedicó a Enlorquecido, su último trabajo, basado en los poemas del granadino universal. Potente con la banda al completo en escena dirigida con maestría por el indispensable Joan Albert Amargós, sonó este No me encontraron que daba paso a las más calmadas Alba y, casi al oído en sus postrimerías, El silencio, para volver a zamarrear al público con ese Federico y las delicadas criaturas donde caben desde Los cuatro muleros a Los Pelegrinitos pasando por Anda jaleo, y donde el protagonista de la noche (con permiso de García Lorca) aprovechó para presentar a su guitarrista, el portentoso Jesús Guerrero que brilló sobremanera en una cita también muy especial para el músico de San Fernando pues, como revelaría Poveda, su hijo con apenas unos meses de vida acudía por primera vez a ver a su padre.
Se iluminaron los Ojos verdes de Rafael de León justificados en esta enlorquecida parte del show por aquel encuentro que se produjo entre el autor y el poeta en el Café de Oriente, en Barcelona, a la salida de un espectáculo de Miguel de Molina. Ojos verdes de caros requiebros que levantaron al público haciendo sitio para El poeta pie a su amor que le escriba (uno de los clásicos de la relación Poveda-Lorca), El amor duerme en el pecho del poeta (a solas con el piano de Amargós), Ay voz secreta del amor oscuro y Oda a Walt Whitman arropada por bulerías al golpe marcadas por las acompasadas palmas de Carlos Grilo, Dani Bonilla y El Londro que rodeaban a Miguel Poveda ("¡no te detengas!") en una de las más hermosas estampas de la noche, sin desmerecer la que dejó el fin de fiesta…
Y ahí estaban todos los Lorca. El Lorca obsesionado con la muerte (fragmento de la reveladora Carta a Regino Sainz y Canción de la muerte pequeña), el Lorca comprometido (Grito hacia Roma desde la Torre Chrysler Building) y el Lorca más divertido (Son de negros en Cuba) con el que, ondulándose de un lado a otro de la escena, Poveda daba por concluida la presentación (al completo, no se dejó ni un tema) de su nuevo disco.
Pero la noche tenía ganas de noche y se sacaron las sillas de enea y se cantó por horas demostrando donosura en la rondeña, seriedad en la seguiriya, compás en los fandangos de Lucena y sabor y candencia en los tangos de Pastora que mueren en Triana. La noche tenía ganas de noche y se bañó en el Atlántico por guajiras para regresar por la plazuela y el Tardón de Lole y Manuel y venir a morir cómo y dónde se muere un gaditano, por alegrías y en el Faro de La Caleta (mira qué bonito está…)
Que no, que no, que la noche no se iba, que estaba rumbera porque “mulatito" nació el hijo de un andaluz figurín y una negra criolla. Que no, que no, que a la noche perdía la cabeza, como Adela la Chaqueta, por tu amor en el cuplé por bulerías. Que no, que no, que la noche pedía épica. La de la Leyenda del tiempo del mito que no está o la de las leyendas vivas como Rancapino que salía a escena para fundirse en un abrazo con uno de sus mayores admiradores, el propio Miguel Poveda, y para cantar por bulerías como cantó cada uno de los intérpretes que acompañaron al artista en la mágica noche en la que no hubo luna de sangre pero sí un cantaor que devolvió todo el amor que un poeta pedía. Y merecía.
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