La peste de 1649: Un punto de no retorno
La cruz colocada en el Arenal recuerda la epidemia del XVII que redujo a la mitad la población de Sevilla. La ciudad entró con ella en una larga fase de declive.
Un hito dramático. Un punto de no retorno. Así podría definirse lo que supuso la peste de 1649 para la historia de Sevilla, una dramática fecha que ha vuelto a ponerse de relieve con la inauguración esta semana del pedestal con la cruz del Baratillo -financiada por la Junta, el Ayuntamiento y la Confederación de Empresarios de Andalucía (CEA)- que, al margen de la polémica sobre su conveniencia y estética, sirve de recuerdo a todos los sevillanos que fallecieron en dicha epidemia, que asoló la ciudad en apenas cuatro meses.
Uno de los problemas a los que se enfrentan los historiadores a la hora de abordar la peste de 1649 son los pocos datos concretos que existen sobre la época y los efectos que provocó la enfermedad contagiosa. El catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Sevilla, Juan Ignacio Carmona (autor del libro La Peste en Sevilla, publicado por el Ayuntamiento de Sevilla en 2004), incide en que uno de los aspectos que más dificulta la investigación es el hecho de que no se cuente con un registro sobre los fallecidos en dicho periodo, entre otros motivos, porque la epidemia provocó tal cantidad de muertos que los cadáveres fueron arrojados a fosas comunes sin previo reconocimiento.
Tampoco se sabe con certeza las vías de entrada de la peste de 1649. Carmona, en este sentido, rompe con muchos tópicos que se han mantenido hasta ahora. Uno de ellos, al que se recurre con más frecuencia, es que la infección llegó a Sevilla a través de dos gitanos que vinieron en barco y se quedaron en Triana, primer foco de la infección. A este respecto, el catedrático de Historia Moderna de la Hispalense especifica que el arrabal tenía muchas posibilidades de ser la primera zona afectada por la peste al quedar fuera de las murallas, pero que es "imposible" a día de hoy conocer la vía exacta por la que penetró.
Lo cierto es que la primavera de aquel año allanó bastante el camino para la catástrofe. Según el historiador José Luis Hernández, dicha estación fue bastante lluviosa y causó graves inundaciones en Sevilla, hasta tal punto que las crónicas de la época narran que podía llegarse en barco a la Alameda. Estas lluvias provocaron la pérdida de las cosechas, el desabastecimiento de la ciudad y una elevada desnutrición ante la dificultad de comprar alimentos por su encarecimiento. El caldo de cultivo estaba, por tanto, preparado para que la peste campara a sus anchas en una urbe que contaba por aquel entonces con una población aproximada de 120.000 personas y que se colocaba entre las primeras del mundo (aunque los altos tributos que la Corona exigía a los mercaderes para sufragar las constantes guerras había mermado ya bastante las riquezas generadas a través del comercio con el Nuevo Mundo).
La peste bubónica asoló a Europa durante cuatro siglos (desde el XIV hasta bien entrado el XVIII). Desde un punto de vista médico se trata de una enfermedad infecciosa causada por la bacteria Yersinia pesti, nombre que le dio en 1967 su descubridor Alexander Yersin, un bacteriólogo franco-suizo del Instituto Pasteur de París. Sus transmisoras son las pulgas de las ratas infectadas (que abundaban en una Sevilla con escasa salubridad y en los barcos que fondeaban en el Puerto), que afectan con su picadura a otros animales y al hombre. Precisamente, el principal temor que existió con la reciente gripe aviar fue que la bacteria mutara en otra que afectara al ser humano y provocara una pandemia como la de la peste, que originaba un cruel y lento deterioro hasta llegar, en el peor de los casos, a la muerte.
Aún más dantescos resultan los relatos que se hicieron de aquellos cuatro meses. El historiador Carmona hace hincapié en que tal era la pila de fallecidos que se amontonaban en las calles que pagaban a los más pobres para que los recogieran en carretillas y los llevaran a las fosas que se abrieron fuera de las murallas y en las que se arrojaban con cal viva para que los cuerpos se destruyeran cuanto antes y no provocasen más infección. Estos enterramientos también se habilitaron junto a hospitales como el de las Cinco Llagas (actual Parlamento andaluz), donde se instalaron enfermerías provisionales para atender a los apestados.
La incesante tragedia llevó a las autoridades religiosas y civiles a implorar la intercesión divina, de ahí que el 2 de julio de ese año se sacara en procesión de rogativa al Cristo de San Agustín desde su convento a la Catedral, de la que volvió al día siguiente, jornada en la que se produjo un fenómeno extraño al permanecer cubierto el sol durante varias horas con un color carmesí, parecido al de la sangre. Así lo recoge Pedro López de San Román en un libro publicado aquel año y del que se hace eco Julio Domínguez Arjona en su web La Sevilla que no vemos.
A los pocos días de esta procesión en el citado hospital (conocido entonces como de la Sangre) ondeaba una bandera blanca como señal de que la epidemia había remitido, por tal motivo se mantiene hoy día la acción de gracias a este Crucificado en esa fecha. La peste dejaba una ciudad con la mitad de su población (60.000 muertos aproximadamente) y en un claro declive (no llegó a recuperar los 120.000 habitantes hasta finales del XIX). Lo que un día fue puerto y puerta de Indias se convirtió en cuatro meses en la puerta del infierno.
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