Las palabras en la historia

XII Premio Manuel Clavero | Consuelo Varela y Juan Gil

Nos enseñaron que era posible una escritura de la historia liberada de etiquetas y escuelas

Cuando los enamorados saben latín

XII Premio Manuel Clavero | Consuelo Varela y Juan Gil
XII Premio Manuel Clavero | Consuelo Varela y Juan Gil / Dpto. de Diseño
Jaime García - Profesor titular de Historia Moderna

01 de septiembre 2024 - 03:16

TIENEN en común Consuelo Varela y Juan Gil el esmero por el detalle. En cualquier línea, elegida al azar entre sus obras, brilla la erudición útil, sin que por ello se resienta el discurso, cimentado en una insobornable exigencia de rigor científico. Ya era así desde los primeros estudios de la profesora Varela sobre la colonia florentina de Sevilla que pudimos conocer en un inolvidable coloquio celebrado en La Rábida que nos lanzó a buscar su Colón y los florentinos (1988). Y lo ha seguido siendo, cada vez que hemos tenido ocasión de leerla, ya fuera sobre la personalidad de Colón, sus amigos y enemigos, los celebérrimos cuatro viajes del almirante y las maniobras editoriales que su círculo más íntimo procuró impulsar para dar a conocer sus hazañas en el extranjero. Con Juan Gil sucede otro tanto. Leyendo su recientísimo comentario a textos inéditos de Mateo Alemán que nos descubre una dimensión hasta ahora poco conocida del escritor áureo como administrador del almojarifazgo de la saca de lanas, no hemos podido evitar recordar sus trabajos sobre los conversos sevillanos, o en un orden muy distinto, sobre las comunidades mozárabes españolas. El mismo rigor. La infinita paciencia con las palabras hasta hacerlas inteligibles. La relevancia que atesora el detalle.

¿Se pusieron de acuerdo? ¿En qué momento estos dos astros del firmamento humanista comenzaron su rotación ligada, como hacen la Tierra y la Luna, iluminándonos a los historiadores con su conocimiento? Tengo para mí que fueron los textos quienes los acercaron y, al mismo magnetismo, terminamos por sucumbir también sus lectores. Iban apareciendo, como luminares, en los escaparates de las librerías que frecuentábamos: Cristóbal Colón. Textos y documentos completos (1982), Cartas particulares a Colón y relaciones coetáneas (1984), Los cuatro viajes y el testamento (1986), Diario del primer y tercer viaje de Colón (1989), todos ellos en Alianza, y la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de fray Bartolomé de las Casas que años más tarde publicó Castalia. Eran el resultado de la laboriosa tarea de edición crítica que había emprendido la profesora Varela, en alguna ocasión, acompañada por Juan Gil, quien terminó orbitando por el mismo derrotero de las palabras antiguas, explorando en su caso la tradición clásica y del medievo occidental que poblaría de monstruos el imaginario colombino: El Libro de Marco Polo editado por Colón (1987), En demanda del Gran Kan: viajes a Mongolia en el siglo XIII (1993) y La India y el Catay (1995).

En paralelo, el latinista, acometía su trilogía sobre los mitos del descubrimiento: Colón y su tiempo. El Pacífico. El Dorado. Los tres tomos aparecidos en 1989 y de muy difícil acceso hasta hace pocos años que los reeditó Athenaica (2017-2018), convenientemente revisados por el autor, se han convertido en títulos fundamentales para conocer las utopías del Renacimiento europeo: auténticos clásicos del siglo XX. La americanista, por su parte, esgrimía por entonces la pluma abundando en la personalidad del navegante, descubriéndonos al descubridor: un hombre enfermo en la madurez de su vida, de carácter desabrido, mal político y con ribetes despóticos que le conducen a la desgracia: La caída de Cristóbal Colón: el juicio de Bobadilla (2006). Gracias a sus libros tuvimos cabal idea del contexto vital y generacional que hizo posible el descubrimiento de América a partir de la previa experiencia acumulada en sus viajes portugueses por África: Cristóbal Colón: retrato de un hombre (1997) y, sobre todo, Cristóbal Colón, de corsario a almirante (2006).

La irrupción de los libros de Juan Gil y de Consuelo Varela en el panorama de la ciencia histórica que campeaba en los años 80 y 90 del pasado siglo constituyó para muchos historiadores de mi generación una sugestiva novedad. Era posible una escritura de la historia liberada de etiquetas y de escuelas, cercana a las palabras originales a las que había que saber escuchar, desconfiada en cambio de excrecencias y postizos. Del mismo modo, urgía desmitificar a Colón, destapar sus coartadas, haciendo limpieza en la casposa guardarropía con que la peor historiografía le revistió. Volver en suma, como es propio de la formación humanista, al sentido de los términos que aquellos hombres habían deslizado en las cartas y en las crónicas; o cuando no había esa suerte, tratar de inferirlos entre los fríos formulismos del Archivo de Protocolos o a partir de las probanzas del Archivo General de Indias.

Había -y sigue habiendo- en la propuesta de los profesores Consuelo Varela y Juan Gil un afán crítico por desentrañar la madeja de los testimonios que narran, nunca inocentemente, los sucesos y episodios, asunto peliagudo que se suma al no menos delicado de discernir la transmisión de los originales antiguos, advirtiendo de las palmarias manipulaciones, empezando por los colombinos y el controvertido Diario del almirante que Varela consiguió fijar en la mencionada edición crítica de Alianza a partir de las Historias de su hijo don Hernando y la Historia de las Indias de fray Bartolomé de las Casas. Este modo de presentarnos los hombres que vivieron hace cinco siglos y de desvelar sus sueños nos sigue fascinando todavía. Han pasado los años pero la conjunción astral de estos dos grandes investigadores nos ilumina.

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