El ideal (de emprendedor) andaluz
Siempre tuvo presente la figura de su padre, se esforzó por recuperar sus hábitos. Estaba orgulloso de su infancia, de la que te contaba vivencias con todo lujo de detalles
Sevilla/TODA su vida fue un intento de honrar a su padre y exaltar a su familia. Tenía todo tan planificado que se ha permitido el lujo de morir en plenitud. Tanto repetía que de 20 a los 30 años se aprende, de los 40 a los 50 se ejecuta y de los 50 a los 60 se enseña a los demás, que Pepe parecía haber acabado con todas sus tareas a los 67. De chico le debieron preguntar qué quería hacer con su vida: “Montar un imperio para volver a ser un niño”. Y Persán es hoy ese imperio que creó de la ceniza. La inmensa mayoría de sevillanos ignora la verdadera dimensión de la proeza empresarial de Pepe Moya. Tenía que montar el imperio para cumplir su sueño. El camino era largo, pero todo buen sevillano sabe que en las bullas de la vida, como en las de Semana Santa, se tarda menos cogiendo la curva que tratando de tomar la recta.
Siempre tuvo la habilidad de no darse nunca un martillazo en los dedos, ni de pegarse un tiro en el pie. Calculador y organizado, no gastaba ojana. De voz tronante, capaz de escrutar a todos los asistentes a un acto con un barrido de mirada, y con un punto de vehemencia, sobre todo si tocaba hablar de los problemas del Betis. Tenía una fuerza de voluntad certera a la hora de controlar la ansiedad que llevaba en el ADN. “Me he pasado la vida perdiendo kilos, soy el hombre que más kilos ha perdido”, decía socarrón en referencia a la de veces que se ponía a régimen. La primera vez fue siendo niño y lo llevaron a la consulta del doctor Juan Fernández Rodríguez García del Busto.
A Pepe Moya le gustaba comer. Sin complejos. Siempre fue de la Cofradía del Acordeón, de los que pierden y gana peso según períodos, por lo que debía tener dos armarios en función de si el cuerpo era de picador o de banderillero.
Fue criado en la disciplina y en la austeridad, con un físico más corpulento que espigado por ser más Sanabria que Moya. Se colocaba enfrente de la despensa de la casa familiar al término del almuerzo para forzar que su madre –que jamás revelaba su edad– le diera más de comer. Al ver un día que su demanda no era satisfecha, el niño José se hizo con el carné de identidad de doña Margarita, que tuvo que ceder para que no revelara el dato más celosamente guardado.
Levantó un imperio a base de tesón y de convertir la ansiedad en fuerza productiva. Cada vez que un español pone el lavavajillas o conecta la lavadora, usa un producto fabricado en sus dominios en un 90% de los casos. Si otros sevillanos hubieran hecho la mitad que Pepe Moya, estarían en la cola del Palacio de San Telmo y de la Plaza Nueva reclamando una calle en el nomenclátor, medallas y homenajes, andarían subidos en los enganches de la vanidad y estarían mirando por encima del hombro al resto de los mortales. Pero Pepe se conformó con la Medalla de Sevilla que recogió el pasado septiembre. Él disfrutaba, por encima de todo, con ver a su mujer, Concha, recogiendo galardones.
El verdadero lujo que se permitió quien había triunfado en la vida fue la crianza de toros bravos en El Parralejo (Zufre), donde hay un ventanal privilegiado desde el que se otea media Sierra de Huelva. Los toros han sido su lujo, porque los toros al fin y al cabo comen en la dehesa, pero también se comen parte de los beneficios de los detergentes y suavizantes. Los toros se llevaron los últimos mimos de un empresario que dio un paso atrás en Persán para retornar poco a poco a los orígenes, para retomar sin decirlo la senda de su padre, don Juan Moya García, maestro de abogados y persona de máxima confianza y prestigio en la curia y en las cofradías.
La figura de su padre
En sus últimos años, este sevillano de ojos claros y gesticulación elocuente, dejó asomar su perfil más intimista, desprovisto ya de la coraza de acero de la que se revistió para crear un imperio empresarial del sector químico. Consiguió vivir en la casa donde nació, donde ha tenido habilitado su despacho en el mismo sitio que lo tenía su padre. Se hizo hermano de la Caridad, donde cumplía con sus obligaciones asistenciales con los acogidos de Miguel Mañara, como hacía su padre. Siempre se volvía a citarse con la memoria cada Martes Santo como nazareno en la Lonja de la Universidad, la cofradía a la que tantas horas de trabajo entregó su padre. Y hasta buscó en Portugal la tela apropiada para hacerse un traje de mil rayas en O´Kean, como el que tenía su padre.
Uno de sus lemas era que Sevilla debe cultivar sus valores tradicionales, adaptados a la modernidad, la innovación y el progreso. No tenía complejos en defender la Semana Santa en reuniones hostiles donde se emitían juicios desde la frivolidad y el prejuicio. Se rebeló muchas veces contra la indolencia de los sevillanos, incapaces, por ejemplo, de organizar un homenaje al Cardenal Amigo, cuyo pontificado duró casi treinta años. Era el ideal andaluz por su fuerte carácter emprendedor, no ya de cara a su empresa, sino con los demás, a quienes retaba a hacer más cosas cuando comprobaba que alguien tenía un talento desaprovechado.
Hubo un tiempo en que los cantos de sirena de la presidencia del Betis sonaron fuertes en los oídos de este empresario. Muy fuertes. Fue elevado a la condición de esperanza blanca de un club que entonces sufría los estertores del loperismo. Era el hombre de consenso. Pero cuentan que quien bien lo quiere se opuso con firmeza a la aventura.
Pudo vivir en palacios, pero prefirió el dormitorio de la infancia. Presumió muy poco, mucho menos de lo que podría hacerlo. Dicen que si pidiera una nota simple de todos sus inmuebles, habría que cambiar el tóner de la impresora del Registro de la Propiedad.
Cuentan que ante una mesa cargada del mejor marisco, trufada con cestillas de patatas fritas y cuencos con aceitunas, se tiraba hacia las patatas con pasión indisimulada. Han sido su perdición, el punto débil de quien era capaz de frenar la ansiedad de fumar hasta dejarlo, y de reprimirse al comerse las uñas, pero que perdía los estribos ante un buen paquete de patatas fritas.
Siempre se decía que fabricaba suavizantes pero que no tenía nada de suavón. Cuando España se metía en el túnel de la crisis económica y pisaba la raya del rescate, Persán seguía recogiendo los frutos de la cosecha de años de trabajo de quien entendió siempre la condición de empresario como un sacerdocio.
Su vida ha sido siempre disfrutar de un aperitivo en el entorno de la Puerta Jerez, de un almuerzo en una sociedad gastronómica de Bilbao con un menú a base de cabrito, cocochas, merluza, pimientos del piquillo sin relleno y chipirones; de una tertulia bética con Gerardo Martínez Retamero o Luis Carlos Peris; de una carroza de Gaspar desde la que lanzar caramelos a su hermano Juan, y de la melodía de una canción de Serrat.
Siempre guardó con cariño la fotografía sepia donde aparecía un simpático monaguillo regordete junto a un nazareno adulto: su padre y él en el patio de la antigua Universidad en la calle Laraña. En su última etapa procuró disfrutar de la ganadería y de todas esas cosas pequeñas que suponían el retorno a los felices orígenes. Sin dejar de ayudar a quienes acudían pidiendo apoyo. “El dinero se gana con la cabeza y se gasta con el corazón”. Siempre tuvo claro que dar trabajo a una persona era concederle la dignidad. Prefería presionar, para sacar lo mejor de cada uno, antes que compadecerse de alguien. No perdía un minuto en lamentos. Al grano, siempre al grano.
Quedarán en el recuerdo su pasión bética, los elegantes ternos que lucía en la caseta familiar de Joselito El Gallo, su fidelidad y compromiso con la Iglesia, cómo se perdía entre la bulla para ver su cofradía de Los Estudiantes, evitando la exhibición en el balcón; su gusto por las obras de arte, la lectura detenida de la prensa bien temprano... y tantos hábitos que hacen a una persona única y distinta.
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