La fabulosa decoración de la Giralda: así fue su restauración en el siglo XVIII
Un artículo de Elena Escuredo y Enrique Muñoz, investigadores de la Universidad de Sevilla, relata con todo detalle cómo fue el complejo proceso que al Cabildo a encargar la reparación de los frescos realizados por Vargas en el siglo XVI
Restauración de la Giralda: Salen a luz los restos de la decoración almohade
La Giralda sigue recuperando su cromatismo gracias a la restauración
Los colores de la Giralda
Unas pinturas en muy mal estado, los estragos del paso del tiempo y ciertos usos contrarios a la conservación del patrimonio, una compleja decisión para su restauración, el mejor pintor de su tiempo y una posterior pérdida irreversible. La Giralda, el emblema de la ciudad de Sevilla, no deja de deparar sorpresas. Tras descubrirse en la restauración de su cara este que restos de la pintura almohade y que los muros eran macizos de ladrillo, ahora un reciente artículo de investigación arroja luz sobre cómo evolucionó la decoración mural de la torre desde que Luis de Vargas la acometiera en el siglo XVI, hasta la restauración de Domingo Martínez, ya en el XVIII. Los autores de esta investigación son Elena Escuredo y Enrique Muñoz, ambos de la Universidad de Sevilla, y ha sido publicada en Archivo Español de Arte con el título Pretender ser lo que fue: Domingo Martínez y la restauración de las pinturas murales de la Giralda.
Con su llamativo y hoy inimaginable color almagra, la Giralda había sido sometida a una profunda transformación en el siglo XVI. Tras suplementarse con el campanario, el proyecto de Hernán Ruiz se remató con la instalación del Giraldillo y con los frescos de Luis de Vargas, "que a finales de 1565 estaban ya avanzados o, al menos comenzados", como resaltan Escuredo y Muñoz. El programa inconográfico de Vargas estaba ejecutado para "exaltar a la Iglesia sevillana". La ornamentación quedó determinada por 75 obras, como señala el artículo. En la zona superior, bajo el cuerpo de campanas, los ocho arquillos ciegos de cada una de las caras se decoraron con los apóstoles, evangelistas, doctores de la Iglesia y varios santos mártires y confesores de la diócesis hispalense. En el cuerpo medio, los arcos ciegos situado a ambos lados del tercer y del quinto balcón quedarían ocupados por figuras, algunas sedentes, que se han interpretado por los historiadores como evangelistas. Finalmente, en la zona inferior de la fachada norte, mirando hacia la calle Placentines, se disponían emparejados las santas Justa y Rufina y los santos Isidoro y Leandro, y bajo el primer balcón, en un tondo más menudo, había una escena con el martirio de San Hermenegildo. Asimismo, en el interior del arco polilobulado del primer balcón existía un fresco en el que podía distinguirse un crucificado entre la Virgen y San Juan Evangelista.
"Estos trabajos de pintura no sólo resultaron relevantes desde el punto de vista técnico, triunfo definitivo del fresco a la romana, sino que también tuvieron una gran trascendencia para la ciudad. El viejo alminar vio completada su metamorfosis: espigó con el campanario, se coronó con la veleta, emblema de la fe; y el proyecto arquitectónico de Hernán Ruiz fue completado figurativa e iconográficamente por los frescos de Vargas. Si visualmente la torre se había convertido en el perfil más reconocible de la silueta urbana de Sevilla para todos aquellos que llegaban desde el Aljarafe o Carmona, el enlucido ornamental añadió un sacro deleite a contemplación ", subrayan los autores. Uno de los testimonios contemporáneos más valiosos que da cuenta de ello fue el de Juan de Mal Lara.
El paso del tiempo y los malos usos
Las pinturas renacentistas de Luis de Vargas se fueron deteriorando con el tiempo. A su exposición a la intemperie hay que sumar los fuegos y las luminarias que se hacían en determinadas festividades, efemérides o eventos de relevancia, como la visita de un monarca o la llegada de un nuevo arzobispo. "Desde que Vargas realizase los frescos, hasta que fuesen restaurados en el siglo XVIII, se emplearon en más de ciento cincuenta ocasiones, algo que da muestras de la cotidianeidad y de lo normalizado de su uso. Las crónicas y los documentos consultados informan que los fuegos de artificio eran lanzados desde los primeros balcones de la Giralda, junto a los que se encontraban los dos grupos pictóricos principales".
Los andamios y los anclajes y estructuras necesarios para realizar estos espectáculos pirotécnicos fueron alterando y degradando el estado de la epidermis de la Giralda al mismo tiempo que se acrecentaba la preocupación del Cabildo Catedral: "Quizá fue este el motivo por el que sería ahora y no antes cuando los capitulares se toparon con la realidad de unas pinturas maltrechas, igualmente necesitadas de una restauración".
La preocupación del Cabildo por el estado de los frescos de Vargas se hace patente cuando el pintor Bernardo L. Lorente Germán y Diego Díaz, a la sazón maestro alarife de la Catedral, realizan un informe en una fecha indeterminada entre diciembre de 1745 y noviembre de 1746 en la que ofrecen distintas opciones para su recuperación. Entre ellas, el cambio de las pinturas por azulejos o un simple retoque: "No hemos encontrado el informe concreto que dieron ambos maestros, por lo que es imposible determinar cuáles fueron sus dictámenes y, por tanto, cuál fue el factor que llevó al mayordomo a desestimar cualquier intervención, si fue una cuestión económica, logística o de otra índole".
El Cabildo, como añaden los autores del artículo, era consciente de la necesidad de restaurar las pinturas. Sin embargo, en un primer momento decidieron no hacer nada. Así lo revela un auto capitular con fecha 11 de julio de 1746 en el que se acuerda que no se “ponga mano en pintura ni se pongan azulejos” en los huecos de las pinturas de Vargas y que no se dore el Giraldillo". Sin embargo, apenas un par de meses después, de esta determinación, el 2 de septiembre, se acuerda realizar un reconocimiento de las pinturas y se consideró la posibilidad de dorar el Giraldillo. "Y diez días más tarde, habiendo escuchado el parecer de los maestros arriba citados, deciden, por razones que se nos escapan, dar luz verde al dorado de la veleta, pero rechazar toda intervención en las pinturas". Escuredo y Muñoz advierten de la extrañeza de que se consultara la cuestión con el pintor Bernardo Lorente y no con Domingo Martínez, que tenía una relación consolidada con el Cabildo.
Pasaron dos años hasta que el Cabildo retomó el asunto de restaurar las pinturas. El 15 de julio de 1748 se reúne para determinar cómo proceder. Dos fueron las opciones que se barajaron en ese momento: mejorar las pinturas o sustituirlas por bajorrelieves.
Domingo Martínez entra en escena
Domingo Martínez era el pintor más relevante de la ciudad y en el año 1739 el Cabildo le había distinguido con el doble título de pintor y maestro arquitecto de la Catedral. "Los factores que pudieron determinar su nombramiento han de buscarse tanto en su personalidad como en su valía profesional. Como ya Ceán advirtió, Martínez se caracterizó por su buen trato y amabilidad, rasgos que pudieron ser favorables de cara al desempeño de tales funciones, exigentes de trato directo con diferentes agentes. Igualmente, la estrecha relación que mantuvo con el arzobispo pudo ser determinante".
Martínez presenta su informe el 3 de agosto de 1748 en el que valora las distintas opciones planteadas por el propio Cabildo. "En dicho documento capitular, Martínez alude al hecho de haber consultado 'con los mejores artífices de esta ciudad' el posible costo de cada opción de entre las planteadas".
Domingo Martínez plantea 5 opciones al Cabildo. La primera sería realizar medio relieves, de tamaño natural, elaborados con mármol de Málaga "Para una mejor comprensión de las representaciones, el fondo debería ser de otra piedra, igualmente de gran calidad, para que también resistiese los envites propios de la climatología. No quedándose en la mera elaboración de las piezas, prueba su extraordinaria profesionalidad el detenerse en otras cuestiones, que en principio pudieran resultar menores, como el enmarcamiento que deberían tener los relieves, elaborados con la misma piedra con que se realizase el fondo, los cuales deberían estar fijos a la propia superficie arquitectónica mediante garras de bronce". El coste propuesto sería de unos 1.600 pesos.
La segunda opción, con el mismo coste, consistía en la realización de las figuras en cobre dorado. La tercera
posibilidad era sustituir las imágenes pintadas por otras realizadas en piedra caliza de Martelilla, de peor calidad -también utilizada, por ejemplo, en la portada del Palacio Arzobispal, levantada entre 1703 y 1705-. En ese caso, la tasación sería ligeramente inferior: unos 1.500 pesos.
La cuarta propuesta sugería hacer las figuras en terracota. "Merece especial atención el argumento al que se refiere Martínez: el barro cocido había sido utilizado en las distintas portadas de la catedral por ser el material más duradero, sirviendo como prueba su buen estado de conservación. Aun habiendo podido costear entonces el Cabildo la utilización de piedra, según Martínez, prefirieron la terracota, por cuestiones de durabilidad: 'de no ser del mármol más superior, nada es mejor que la materia dicha de barro". El enmarque que sostendría estas figuras podría realizarse con ladrillo recortado, con un precio de 600 pesos, o piedra de Martelilla -ascendería a los 700 pesos-.
La última de las posibilidades planteadas fue la intervención pictórica. "Es entonces cuando se detiene en la comparación del estado de conservación de estas pinturas y del Cristo de los Ajusticiados, realizado por el propio Vargas en las mismas fechas. Mientras que los murales de la torre, totalmente a la intemperie, estaban muy ajados, el Cristo, por su ubicación más resguardada, se encontraba en mejor estado, aunque es una obra que desde finales del siglo XVI necesitó retoques". Esta era la opción más económica: sólo 160 pesos. "En el caso de que el Cabildo eligiese la intervención de pincel, Martínez ejecutaría la obra de la forma más respetuosa posible".
En una primera votación el 21 de agosto, los capitulares aprueban la intervención. Y en una segunda, el 2 de septiembre, se decantan por la renovación pictórica de los frescos. "Los trabajos, que fueron ejecutados en el plazo de dos meses y medio, estaban ya finalizados a mediados de noviembre de 1748. Aunque en ningún momento se señala a Martínez como el elegido para llevar a cabo la renovación de las pinturas, un pago efectuado al pintor por valor de 81.600 maravedís, parece confirmar la presencia de su mano detrás de estos trabajos". Llama la atención, como subrayan los autores de la investigación, que optando por la propuesta más barata, Martínez acabara cobrando finalmente más del doble de los estipulado.
También se destaca que el Cabildo, pese a ser la opción más barata, se habría decantado por la que conservaban, en la medida de lo posible, los frescos originales de Vargas. "No obstante, por motivos que desconocemos, es ahora cuando se decide sustituir la escena del tondo con el Martirio de san Hermenegildo -iconografía que Martínez detalla en su informe- por una Anunciación. El Cabildo, en sus pagos al pintor, cita esta nueva imagen, la misma a la que refiere Ceán Bermúdez en su escrito de 1804, por lo que el programa iconográfico contrarreformista quedó, en parte, cercenado".
Una intervención polémica
Los autores explican que se desconocen las peculiaridades que rodearon a la intervención de Domingo Martínez, pero aluden al testimonio del Conde del Águila en la segunda mitad del XVIII señalando que las pinturas de Vargas habían desaparecido, conservándose las de Domingo Martínez. "Ceán recordó que estas pinturas 'todavía se distinguen en días claros', estimando en ellas 'la grandeza del dibujo y el noble aire de las figuras'. Aludía así a la destreza de Vargas, dejando en el olvido la actuación de un Martínez al que denostó, tachándolo de poco inteligente, mediocre dibujante y relamido colorista. Las palabras de Ceán, que bien podrían ser significativas como testimonio visual para unas pinturas demacradas, y casi imperceptibles a juzgar por su relato, contrastan con la imagen que David Roberts dejó en 1833, en la que se aprecia perfectamente la decoración de los medios puntos de la fachada norte y las figuras insertas en los arcos ciegos del primer y del segundo balcón, dejando muy difuminados a los personajes que ocuparían los arquillos bajo el cuerpo de campanas, ya fuera porque verdaderamente estaban maltrechos o
porque no se aprecian con claridad desde el nivel de la calle, desde el que pintaba el inglés".
La mayoría de las figuras debían estar muy deterioradas un siglo después de su realización. Cuando Fernández Casanova interviene en la torre, deja junto a José Gestoso una serie de textos en los que muestra su voluntad de devolver a la torre a su estado original inicial, eliminando así lo poco o nada que pudiera quedar de la pintura mural que un día la decoró. Alfonso Jiménez, maestro mayor honorífico de la Catedral, ha concluido sobre esta cuestión que los frescos renacentistas, a excepción de los medios puntos en la cara norte, fueron eliminados aprovechando la operación de "mejora" de mármoles acometida por Casanova.
"A pesar de los intentos y voluntad del Cabildo de mantener el recuerdo de Vargas en aquellos frescos, lo cierto es que los últimos sevillanos que pudieron ver la Giralda en almagra y con decoración parietal, apenas debieron de reconocer los ecos romanistas en aquellas pinturas murales", señala el escrito de Escuredo y Muñoz, quienes concluyen que la decisión de Casanova y Gestoso fue cuestionable, aunque sería injusto juzgarla con la visión del siglo XXI. "Esta vez los criterios fueron otros y el daño irreparable, pues se borró el testimonio de dos momentos pictóricos distintos y que, en la Giralda, se habían hecho complementarios".
Temas relacionados
No hay comentarios