España-Francia entre San Luis y San Fernando

Calle Rioja

Rivalidad. En el 92 España ganó el oro olímpico en fútbol. Dos países unidos por vaivenes. El París que se sometió a Hitler, la Sevilla afrancesada en ‘Sevilla Napoleónica’ de Moreno Alonso

La iglesia de San Luis de los Franceses
La iglesia de San Luis de los Franceses / D.S.

07 de agosto 2024 - 04:59

DOS primos santos en la familia. San Luis de los Franceses y San Fernando de los sevillanos. San Luis es una ciudad de Misouri y San Fernando es la Isla de Cádiz, cuna de Camarón de la Isla. San Luis (1214-1270) nació en Poissy, en la región conocida como Isla de Francia, y murió en Túnez; San Fernando (1199-1252) era zamorano de cuna y murió en Sevilla, ciudad cuya historia cambió en 1248. La urna con los restos de San Fernando está en la Capilla Real de la Catedral de Sevilla. Obra del orfebre Laureano de Pina, se abre en contadas ocasiones. 

La iglesia de San Luis de los Franceses se dedicó a este rey en 1731. La construcción se inició en 1699 y se atribuye a Leonardo de Figueroa, valenciano de Utiel autor de algunas de las mejores obras del barroco sevillano (San Vicente, palacio de San Telmo, iglesia del Salvador…). Los vaivenes de este edificio, desde su uso como noviciado jesuita hasta su actual desacralización, los cuenta Manuel Jesús Roldán en el libro Iglesias de Sevilla. Incluidas las expulsiones de los jesuitas en 1767, por decreto de Carlos III, y en 1835. En 1810, con la invasión francesa, los herederos de San Luis, se convirtió en residencia para sacerdotes ancianos. 

Luis IX de Francia se convirtió en San Luis en 1297, canonizado por el papa Bonifacio VII. Fernando III, rey de Castilla y León, lo consiguió casi cuatro siglos después que su primo, convertido en san Fernando en 1671 por el papa Clemente X. Su parentesco viene por ser nietos los dos de Alfonso VIII de León, padre de Blanca de Castilla y de doña Berenguela, madres respectivas de Luis X de Francia y de Fernando III de España (todavía no entera). Entre ambas canonizaciones, tendrán lugar la caída de Constantinopla, la de Granada, el concilio de Trento y el Descubrimiento de América. El final de la Edad Media y el Siglo de Oro. A San Luis lo pintó el Greco; cuando hacen santo a Fernando III ya ha muerto Velázquez y todavía vive Murillo. 

No hay primos ni parientes que valga cuando España y Francia volverán a medirse las fuerzas por conquistar el oro en la final de fútbol masculino el próximo viernes. Ambos vecinos ganaron dos batallas africanas con muchas reminiscencias históricas. España, la de Marruecos (país que tan bien conocía Franco desde que hizo la mili allí, como acaba de recordar Arturo Pérez-Reverte) y Francia la de Egipto, un guiño napoleónico y a la presencia de la granadina Eugenia de Montijo, emperadora de los franceses, en la inauguración del canal de Suez. 

Cuando Manuel Chaves Nogales (Sevilla, 1897-Londres, 1944) escribió La agonía de Francia nunca volvió a su país natal. Él sí fue un exiliado de verdad, no como otros. Lo terminé de leer el 5 de agosto, un día después de una jornada aciaga de los españoles en los Juegos Olímpicos de París, con la derrota de Alcaraz en tenis, la lesión de Carolina Marín en bádminton y el bastinazo de Jon Rahn en la final de golf. Es que comparar los campos franceses en cuestión de green con Sotogrande es como hacerlo con las aguas del Sena y las del Guadalquivir. 

Es impresionante la cantidad de sinónimos que en el libro de Chaves Nogales encontramos para la agonía de Francia: el suicidio de Francia, la hecatombe, la derrota, la caída, la claudicación, la ceguera, el hundimiento, el abismo, la catástrofe, la sumisión… y eso que lo primero que les mandó Hitler fue a sus agentes de circulación, como si la ocupación de París fuera una operación de comienzo de unas vacaciones con guardias de la porra. Por nacimiento, Chaves Nogales era de la generación del 27: nace un año antes que García Lorca y Dámaso Alonso y muere el año del desembarco de Normandía. 

La lectura de La agonía de Francia ha ido en paralelo con las elecciones francesas; la conjura para conjurar el triunfo de Le Pen; cuatro décadas sin que gane un francés el Tour de Francia; la eliminación de Francia por España en la Eurocopa de Alemania; que el 14 de julio sonara el himno de España (la Marbellesa) en el día nacional de Francia; la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de París, donde uno veía los Murillo robados por el mariscal Soult y metía las palabras Lamine Yamal cuando sonaba la Carmen de Bizet con libreto de Merimée; el fichaje de Mbappé por el Madrid; y este duelo por el oro olímpico que España no consigue desde los Juegos de Barcelona 92, gol de Kiko a Polonia. En La agonía de Francia aparece Roland Garros. No es ninguna crónica de tenis. La mítica pista donde Nadal se impuso en quince ocasiones la llenaron, cuenta Chaves Nogales, “con miles de pobres diablos, refugiados extranjeros”. 

El biógrafo de Juan Belmonte presenta a Francia como un torero medroso ante el toro germánico empujado por las walkirias. “Los generales franceses eran nazis, tan nazis o más que los generales de Hitler. Eran antes nazis que franceses”. Igual que el Gobierno republicano en España dejó Madrid y huyó a Valencia, el francés deja París (pero no como Moscú lo dejaron los rusos en Guerra y Pa’ de Tolstoi) y se marcha primero a Tours, después a Burdeos. Compara la cobardía parisina con el heroísmo madrileño. Prefieren la esclavitud a la guerra, la connivencia con Hitler, curioso precursor del No a la guerra, antes que la oferta de Winston Churchill. 

El heroísmo de Madrid lo describen Malraux, Bernanos, Hemingway o George Orwell en Homenaje a Cataluña. La podredumbre francesa, por usar una palabra de Cioran, encaja mejor con esa corte afrancesada de los Montpensier que Manuel Moreno Alonso retrata en su libro Sevilla napoleónica (Alfar). “Ninguna ciudad española”, escribe este catedrático, “puede encontrar un elenco comparable de manifestaciones e incluso de realizaciones en pro de la causa napoleónica… ninguna tierra produjo tal cúmulo de destacados afrancesados, desde el utrerano Marchena hasta Arjona, pasando por Alberto Lista”. Eso explica que “Sevilla fue una de las ciudades que menor resistencia opuso a los invasores, razón por la cual no fue saqueada o arrasada a diferencia de tantas otras”. La ciudad que en 1808 se había convertido en capital “de la España libre”. 

Sevilla napoleónica, París hitleriano. París bien vale una misa. Estoy rodeado de libros cuya acción transcurre en París. La elegancia del erizo, novela de Muriel Barbery (Casablanca, 1969). El concierto de san Ovidio, de Antonio Buero Vallejo (1916-2000). Se estrenó en el Teatro Goya de Madrid el 16 de noviembre de 1962. Y empieza con uno de los primos. “San Luis de Francia fundó en el siglo XIII el Hospicio de los Quince Veintes para dar cobijo a trescientos ciegos de París”. Seis de ellos forman una orquesta. Al ciego David, en el estreno de 1962, lo encarnó José María Rodero. Tuve la suerte de entrevistar a Rodero y a Buero Vallejo. El estreno fue el año que muere Juan Belmonte. Entre los Juegos Olímpicos de Roma 1960, los primeros de mi vida, y Tokyo 1964, los primeros que recuerdo. Todavía sin televisión en mi casa, pero con el furor de las anillas en la piscina de empleados. 

España-Francia. El país que tanto amó Chaves Nogales, cantera de su espeluznante libro A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España (1937), y el epicentro de estas crónicas de una dejación de funciones, una delegación de honores, La agonía de Francia, crónicas para el diario Ahora que apareció por primera vez en Montevideo en 1941. 

El cimborrio de San Luis de los Franceses domina la zona de la ciudad que en vida de Chaves Nogales se conoció como el Moscú sevillano. En su interior estuvo la capilla ardiente de Juanito Valderrama. Ahora la visitan los turistas que vienen a la ciudad que conquistó San Fernando, el primo hermano de San Luis.

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