Epílogo ferroviario al adiós de Jesús Navas
Regreso. La llegada del tren coincidió con el inicio de los cánticos de los niños de San Ildefonso el día de la Lotería. Produce escalofrío visitar tu barriada y encontrarla como hace sesenta años
La inocentada me la hice yo a mí mismo, porque el domingo 22 viajé a mi pueblo para ver un partido que se había jugado la víspera. De todas formas, decidí viajar, aunque el proyecto inicial incluía un encuentro con amigos de la infancia para ver el Calvo Sotelo-Manchego. No hay derbi que se le pueda comparar. El Faro Industrial de la Mancha contra el Faro Literario, la ciudad más irreal: dicen que es la que menos turistas recibe anualmente. El AVE ha unido estos dos sumandos de mi infancia y adolescencia, la ciudad donde nací y la villa en la que hice la primera comunión, el bachiller y los primeros largos en la piscina de Empleados, no confundir con la de Obreros, que era la única de dimensiones olímpicas, y con la de Ingenieros, que tenía un aire de Puerto Banús de quiero y no puedo.
Cogí el primer tren del domingo. 22 de diciembre. Llevaba un libro que dejé de leer cuando el tren paró en Córdoba. Me vencía el sueño y temí pasarme de estación. Me había perdido el partido y no quería perderme también un domingo en mi pueblo. El día empezó a abrir. En Puertollano hacía un frío que pelaba. Las nueve menos cuarto. Estaba a punto de comenzar el concierto de los niños de San Ildefonso. Se cumplían 154 años de la muerte de Gustavo Adolfo Bécquer; tres años de la muerte de mi amigo Ismael Yebra, el médico humanista que descubrió los secretos literarios de Chejov y Baroja; y era el primer aniversario del funeral en la parroquia del Sagrario por el eterno descanso de Antonio Burgos. A él le hacía mucha gracia mi afición a los colores del Calvo Sotelo, palabras que en una ocasión le produjeron cierto estupor a doña Cayetana de Alba.
En la estación me esperaba Félix Calle, con el que comparto un buen puñado de amistades sevillanas. Le acompañaban sus primos Isidro y José Luis. El padre de éstos, nacido en Puertollano, se fue a trabajar a la construcción de la base naval de Rota, se enamoró de una andaluza de Villarrasa (Huelva) y en El Puerto de Santa María nacieron sus cinco hijos, cuatro varones y una hembra. Como dos prácticos, iban de Puerto en Puerto. Habían ido a la Mancha a visitar a su tía, la madre de mi amigo Félix. La cola en la churrería era impresionante, pero no había que guardarla si se tomaban en el mostrador. Con el baile de cifras de los cánticos infantiles: números primos, números múltiples, pares, impares, no hay premios para los decimales. Los churros, impresionantes, con el colofón de una copa de Anís del Mono, cuyo logotipo dibujó nada menos que Ramón Casas como hemos sabido los lectores del libro de Fátima Rosado de Rueda sobre la historia de El Rinconcillo.
Los primos de Félix salieron camino de El Puerto de Santa María. Conocían a la familia de Joaquín, el futbolista de los 622 partidos en Primera (la misma terminación de día tan becqueriano) y les sonaba Carmelo Ciria, que organizaba los primeros cumpleaños de Rafael Alberti porque era el único comunista de El Puerto con teléfono. Los primos de Félix también estudiaron en el colegio San Luis Gonzaga por el que pasaron Alberti, Villalón (compañero de travesuras en La arboleda perdida), Juan Ramón Jiménez y Pedro Muñoz Seca.
Ellos se fueron a El Puerto y yo decidí viajar a la infancia. La barriada de las 309 sigue prácticamente igual que cuando llegamos en los primeros años sesenta. El nuevo destino laboral de mi padre, en la empresa que llevaba el mismo nombre del equipo de fútbol, ponía fin a una infancia gallega (en Puentes de García Rodríguez, pueblo coruñés, me enseñó a leer Antoñita Orosa, una maestra nacida en Villalba, Lugo) y un paréntesis mágico en la panadería de mi abuelo Andrés en Ciudad Real. Más de sesenta años después, le iba diciendo a mi anfitrión la identidad de la mayoría de vecinos de la calle Travesía Baja. Nuestra casa era la número 4. El número 2 era el de Fernando Muela, benjamín de una saga de hermanos y mi primer amigo; y en el número 6 vivía la señora María, cuyo hijo, Manolo Serrano, salía todos los lunes en la prensa deportiva porque jugaba en el Villarreal. Nosotros jugábamos al fútbol en todos sitios: en la era, en el poblado, en los soportales de la plaza, en los Salesianos, en la calle, por la que apenas pasaban coches. De esa calle nos mudamos a Goya, 80, que hacía esquina. Una casa más grande con un patio más pequeño. Sigue siendo la calle más larga del pueblo. Que yo atravesaba todas las navidades en busca de la misteriosa mistela.
El mercado sigue exactamente igual. En el exterior, junto a la desaparecida plaza de toros que se convertía en cine de verano, salían los autobuses de la empresa para las vacaciones quincenales a la playa de Gandía con la coordinación de Unánue, un señor que llegó a jugar en el Calvo Sotelo y fue uno de los pioneros del tenis, que en mi pueblo se convirtió en una suerte de religión.
De niño, el paseo, con su reloj gigante, con la situación estratégica de la Fuente Agria presidida en sus cuatro caños y su estructura octogonal por el busto del doctor Limón, inventor de esa agua ferruginosa y medicinal, era lo más parecido a estar en Nueva York. Mi pueblo tenía dos Ferias y pasaban las principales estrellas nacionales de la canción. Yo vi a Rodero y Agustín González representar Los emigrantes en el Gran Teatro, ya demolido, que lo diseñó el mismo arquitecto que levantó el edificio de Correos de Sevilla, frente al Archivo de Indias.
La gente se saluda, se felicita las fiestas. Algunos nos cruzamos la mirada. Les hago la prueba del acné: les quito cincuenta años así de golpe para imaginarlos justo antes de que me fuera a Madrid a estudiar Periodismo. “Tú eres demasiado tímido para ser periodista”. Si no me lo hubiera dicho, igual ni recordaba el nombre de Toribio Zarco, uno de los que mejor jugaban al tenis en ese Forest Hill manchego. En ese ejercicio de restarle medio siglo hubo un hallazgo: embutido en un chaquetón, con barba de explorador, el niño que fue Diego Álvarez de los Corrales me miraba desde su cara de hombre curtido. Tiene 65 años, los que han tenido que pasar para enterarme de que su padre era sevillano y terminó en Puertollano. Él es arquitecto y también jugaba de maravilla al tenis. Cuando Manacor era una pedanía de Puertollano.
La librería La Mancha está llena de novedades para regalar en Reyes. Se cumplen 15 años de la publicación de El hombre que amaba los perros, de Leonardo Padura. Los mismos que ha hecho El tiempo entre costuras, de María Dueñas, que ha viajado a Puertollano a pasar unos días con su familia. La gran dama de mi pueblo junto a Cristina García Rodero, fotógrafa que tiene un museo con su nombre. Recuerdo las películas que vi en los cines que ya no existen: El Guateque en el Imperial; El Padrino, en el Lepanto, donde provocamos la ira del gobernador civil estrenando Muerte en Venecia de Visconti para nuestro viaje de fin de curso a Mallorca; las de Old Satheram y Winnetou de las historias de Karl May en el Calatrava; las de Fumanchú, en la plaza de toros.
Desde el balcón de la casa de Félix se ve la Chimenea Cuadrá, que es nuestro Mulhacén. Allí me planté un día leyendo el Anti-Dhuring de Engels. Hace más de cincuenta años, el año del mayo francés, el Calvo Sotelo jugó la promoción de ascenso a Primera. Perdimos con el Córdoba. Gracias a eso vimos a Betis y Sevilla la temporada siguiente. Los dos bajaron a Segunda un año antes de que el hombre llegara a la Luna. Cogí el último tren para volver a Sevilla. El vagón iba lleno de gente que había ido a ver el adiós de Jesús Navas en el Bernabéu. Ellos sí fueron el día correcto.
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