En las entrañas de San Isidoro del Campo
Sólo una persona se encarga de abrir y atender las visitas a este monasterio del siglo XIV. Los paneles informativos sólo están en español y no se ofrece servicio de audioguía al turismo.
Llegar a San Isidoro del Campo no es tarea fácil. Una vez que se abandona la N-630 el visitante se echa a la suerte por las calles de Santiponce. Sólo un panel vertical anuncia el nombre del monasterio en la travesía que une este municipio con el de Valencina de la Concepción. Tras dar varias vueltas, al fin, se localiza el acceso al patio de los naranjos que antecede al monumento. Media hectárea sin asfaltar sirve de improvisado aparcamiento. La maleza inunda un enclave que en su día sirvió de mirador y área de descanso. Sólo permanecen los bancos de hierro, que se encuentran en un deficiente estado.
Varios operarios trabajan abriendo zanjas en el patio de los naranjos, lugar que sirvió de cementerio poncino, de ahí la cruz que se levanta sobre una esbelta columna. La puerta de entrada al monasterio -uno de los más destacados ejemplares de la arquitectura mudéjar- se encuentra abierta. No es lo habitual, como afirma la encargada de atender las visitas. "Normalmente cierro mientras hay personas dentro. Abro a las horas en punto y espero cinco minutos", refiere.
Esta trabajadora hace las veces de portera y encargada de controlar las visitas. La entrada a San Isidoro del Campo -declarado Bien de Interés Cultural (BIC)- es gratuita. Sólo hay que aportar el código postal, que dicha empleada apunta en una lista, presumiblemente para saber la procedencia de quienes recorren las instalaciones. Las indicaciones para conocer las entrañas de este monumento son bastante escuetas: "Siga el itinerario marcado por las flechas. La visita no es guiada. Si tiene cualquier duda, me avisa".
Estas explicaciones las da sobre una mesa en la que se encuentra una caja registradora. La trabajadora también se encarga de gestionar la pequeña tienda que sirve de entrada y salida. Llama la atención que de los diversos libros expuestos, sólo hay uno dedicado a San Isidoro del Campo. Se trata de una pequeña guía de 2002 -muy didáctica y con buenas fotos- donde se explica la historia de este edificio y su valor patrimonial. Cuesta 5,50 euros.
En esta tienda no hay servicio de audioguía. Los extranjeros que lleguen al monasterio deben saber español para entender las explicaciones de los paneles informativos que hay colocados en cada estancia. No hay ninguna traducción a otro idioma. Ni siquiera al inglés. Muestra más que evidente del escaso provecho turístico que la Consejería de Cultura (responsable de su gestión) hace de uno de los monumentos más importantes del patrimonio español.
La visita comienza en el coro de la iglesia primitiva, la que mandó construir Alonso Pérez de Guzmán, El Bueno, y su mujer, María Alonso Coronel, y que sólo podía ser ocupada por los monjes (primeros los cistercienses y luego los jerónimos). Sobre el imponente facistol hay colocado un pequeño cartel con el letrero "no tocar". Se trata de una de las pocas advertencias que existen en el recorrido y que no evita que más de un curioso compruebe con sus manos la calidad de la madera con la que está realizado este artilugio. En otras dependencias hay pequeños paneles delante de los altares que se pueden esquivar fácilmente.
Después se pasa al Claustro de los Muertos (otro referente del arte mudéjar), donde llama la atención la instalación de un panel que recrea grabados antiguos del monasterio. La función de este elemento no es otra que la de cubrir la zona que ha quedado desnuda tras producirse en agosto el robo de dos azulejos del siglo XVI atribuidos a Niculoso Pisano. Ambas piezas cerámicas decoraban la capilla funeraria del Cristo de Torrijos, una preciosa talla del siglo XVIII en un retablo de estilo rocalla que, ante la carencia de seguridad, se puede tocar.
Siguiendo por esta crujía se pasa al denominado Claustro de los Evangelistas, que da acceso a los urinarios, instalados en pequeñas casetas prefabricadas en lo que fue el huerto del monasterio.
De vuelta al Claustro de los Muertos, la siguiente estancia que se visita es el refectorio, presidido por la Sagrada Cena, un inmenso mural del siglo XV que se se conserva en perfecto estado. Esta dependencia alberga varias vitrinas con diversos objetos de gran valor, como un Niño Jesús atribuido a Francisco de Ocampo. No ocurre lo mismo en una pequeña sala que se sitúa justo al lado, donde se expone un busto de Apolo, del siglo II, procedente de Itálica, que puede rozarse libremente. Sólo una pequeña cámara sirve de elemento disuasorio para tocar esta pieza. Un sistema de vigilancia, por otro lado, del que carece el Claustro de los Muertos, donde se produjo el robo de los azulejos. El patio que distribuye las diversas estancias no posee cámaras, pese a las importantes pinturas murales que alberga.
La crujía sur conecta con el denominado Claustro Grande. Una cinta impide el paso hacia la cristalera por la que se observa el gran deterioro que sufre este patio de grandes dimensiones que albergó la segunda hospedería del monasterio. En él se mezcla el último gótico con el Renacimiento. Un claustro donde ahora impera la maleza y en el que destaca el campanario barroco con remate octogonal, elemento único en Andalucía.
El recorrido continúa por las dependencias más nobles: la sala capitular, la sacristía y las dos iglesias. En el templo primitivo -el monacal- se encuentra la joya de San Isidoro del Campo: el fastuoso retablo de Martínez Montañés con la imagen de San Jerónimo Penitente y los relieves de la Adoración de los Reyes Magos y los Pastores.
La visita concluye en poco más de media hora. En este tiempo sólo ha entrado una pareja de turistas. Un gozo para quien recorra las instalaciones pero también una situación inexplicable habida cuenta del inmenso valor patrimonial que albergan estos muros. Una vez fuera, la puerta se vuelve a cerrar hasta la nueva visita. Pueden pasar dos o tres horas sin que se reciba a nadie.
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