De la ensaladilla al desprecio a la sopa de altramuces

Un recorrido por la evolución tapatológica de bares y restaurantes de Sevilla

Un plato de ensaladilla
Un plato de ensaladilla / M. G.
Pepe Monforte - Crítico gastronómico

03 de octubre 2024 - 03:03

Cuando llegué a Sevilla y pregunté en plan reportero bicharrachero cual es el plato típico de aquí, una chica me contestó muy segura: la ensaladilla. Aquello me pareció desconcertante, pero ella tenía razón porque las amayonesadas son uno de los platos más idolatrados y que generan mayores debates de barra de codo. Es una referencia en Sevilla.

Quizás se pudiera analizar la evolución de la gastronomía en la provincia en estos 25 años a través de la ensaladilla, como esta ha pasado de ser una mezcla de patatas, mayonesa y un pelín de zanahoria a convertirse en un campo abierto para la investigación con los ingredientes más exóticos.

En 1999, hace 25 años triunfaba ya en Sevilla, la novedosa ensaladilla de Becerrita a la que le pusieron unas gambitas. La ensaladilla se servía entonces al desprecio como gusta decir en Sevilla, gracias a un hábil juego de muñeca del camarero al poner la amayonesada en el plato, que por entonces era inmaculadamente blanco.

Sevilla ya gozaba entonces de su mejor perfume. Porque lo del azahar es un cuento. El verdadero perfume de Sevilla es el adobo de los boquerones de Blanco Cerrillo. En Triana las mandíbulas bailaban al son del solomillo de Las Golondrinas. Se mojaba pan en el menudo y la gente de postín se dejaba ver en Robles, en Enrique Becerra, en el San Marcos de la calle Baños o en paraísos marisqueros como El Espigón, Jaylu o La Isla. Oriza, se había convertido entonces en lugar de culto de los sibaritas sevillanos y era uno de los ejemplos de aquella corriente de la cocina vasco andaluza que triunfaba a finales del siglo pasado: productos de aquí hechos a la manera de allí.

Se acababa de fundar, en 1998, el restaurante La Alquería, la “sucursal” de Ferrá Adriá en Sanlúcar La Mayor, donde este cocinero, uno de los mejores de la historia, conoció la excelencia del pescao frito andaluz, de la mano de Miguel Palomo, el de Alhucemas. La Alquería ha sido el único restaurante de la provincia que ha alcanzado las dos estrellas Michelin, que consiguió en muy poco tiempo, 2002 y 2005.

No habían llegado aún los gastrobares y la cocina innovadora daba sus primeros pasos con las pinceladas de los hermanos Yebra o las creaciones, en el año 2000 de Antonio Conejero en Alzait. La lista engordaba de forma significativa con la apertura en 2002 de Tribeca, el laboratorio gastronómico de los Guardiola.

En el año 2004, en este prometedor comienzo de milenio de la gastronomía sevillana, abría Abantal, el restaurante más reconocido de la ciudad. Julio Fernández, su cocinero y copropietario, logró su primera estrella en el 2009, desde entonces, y van quince años, la mantiene en todo un hito de constancia y excelencia.  

Sevilla viviría brillantes convulsiones gastronómicas con las aperturas de Gastromium (2008), Tradevo (2010), La Azotea (2009) o Puratasca (2009).

Víctor Gamero en Alcuza fue de los pioneros en la cocina fusión y ya ofrecía en este restaurante en 2011 un burrito mexicano relleno de presa ibérica, adelántandose una década al movimiento de la cocina fusión en Sevilla, una de las tendencias más en auge ahora en la provincia. No cabe duda de que la llegada de personas de otras culturas a la zona para trabajar ha traido un importantísimo enriquecimiento del catálogo de cocinas, con lo que ahora disfrutamos con naturalidad de sitoos orientales, hispanoamericanos, africanos…toda una riqueza. De hecho sabemos hacer mejor el sushi que el puchero. 

En los hitos a destacar de estos 25 años no habría que olvidar el primer gran éxito de crítica y público de la cocina innovadora en Sevilla, dos tapas de El Eslava: el cigarro de Bécquer y yema sobre bizcocho de boletus que aparecieron respectivamente en 2010 y 2011.

Sevilla, una vez bien entrado el siglo XXI, se ha dejado querer por la internacionalidad. Se abandonó la cocina local para abrazar lo que se ha dado llamar la cocina mediterránea que no dejar de ser un eufemismo que permite meterlo todo dentro, sin que nadie proteste. Hemos jugado mucho a la estética y se ha llegado a considerar el solomillo al whisky, la pavía y el serranito como casi algo vergonzante que había que exiliar a los bares de barrio y a los pueblos. Se le negado la vida a la tapa, considerada una antigualla y condenada al infierno por los profetas del “gastromarketing”.

Hemos visto nacer el “fotorestaurante”, sitios donde los asistentes van a hacerse la foto…que les sale cara por cierto, demostrando una nueva e interesante tendencia social, la de las personas que acuden a comer a un sitio sin que para ellos lo principal sea lo que come. 

En medio de todo esto, dos proyectos rompieron la tendencia, Ispal, una apuesta por ver la cocina local desde la alta cocina y Cañabota, una estrella Michelin y que supo interpretar a la perfección la maestría de Sevilla con el pescado…a pesar de estar tierra adentro.

La pandemia lo cambió todo para la gastronomía sevillana y quizás eso permitiera redescubrir lo local. Cierto es que desde entonces existe una tendencia a recuperar la tapa, la gastronomía local. Se han vuelto a abrir cervecerías, barras de codo y tabernas, aunque con la lógica revisión del concepto.

Una última tendencia parece ser de lo más interesante, un movimiento de cocineros y cocineras de alta cocina que buscan las raíces, volver “al campo”, a lo sencillo. En este campo cabe meter a proyectos como Leartá, Enea, Ochando o “La Tizná”, gente que vuelve a mirar “paentro” frente a tanta globalización. Darán que hablar…y de comer.  

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