El ejército de la luz, crónica de la primera salida para hacer deporte en Sevilla
Miles de sevillanos se echan a las calles en las primeras horas del día para correr, montar en bici y pasear tras casi dos meses encerrados
Última hora del coronavirus en Sevilla
Siete y media de la mañana. Un camión de Lipasam baldea una calle vacía de Sevilla. Detrás del vehículo aparece un operario vestido con un mono blanco y un artilugio con el que fumiga la acera y la calzada. Parece sacado de la última serie sobre Chernobyl. El liquidador charla con su compañero, que lleva el uniforme clásico de Lipasam, el naranja de toda la vida, ese con el que los niños de los años ochenta les cantábamos "Holanda, Holanda" cuando los veíamos. Por hacer la broma. Claro que hoy, viendo la actitud insolidaria de algunos tipos de aquel país, aquellos cánticos podrían pasar por un insulto.
Es 2 de mayo. Es el día marcado por el Gobierno para empezar a aliviar el confinamiento no sólo a los niños, sino a aquellos que quieren salir a pasear y a hacer algo de deporte. Nadie se acuerda de Daóiz, de Velarde y ni siquiera de Madrid. Hoy hay un ejército de corredores, ciclistas y caminantes que están dispuestos a tomar las calles desde muy temprano. El ministro de Sanidad les ha dado cuatro horas por la mañana y tres por la noche.
Desde las seis ya se puede correr. Un poco pronto, parece. A esa hora la ciudad pertenece a los de Lipasam, a la Policía y a los panaderos. A las siete y media, con las primeras luces del día, empieza a haber algo de movimiento. Es el ejército de la luz, dispuesto a vencer al de las tinieblas que ha imperado durante casi dos meses.
Tenía pensado caminar un rato a buen ritmo hasta llegar al Parque de María Luisa pero me vengo arriba. Empiezo a correr. Cojo el móvil y abro el Spotify. Antes del confinamiento solía hacer ejercicio escuchando algún podcast, sobre todo los de historia. Histocast y Memorias de un tambor me han acompañado en decenas de kilómetros. Reviso los últimos audios de ambos y no me convence ninguno en este preciso instante. Pongo música. Soleá Morente. Lo que te falta, se llama el álbum. Se me ocurren mil cosas que me faltan en este momento.
En Nervión los primeros son los ciclistas. El ruido de los platos al girar, de los piñones al ir engranando la cadena y el suave deslizamiento de los neumáticos por el asfalto o por el carril bici suenan a música celestial, a Andrea Bocelli en la Catedral de Milán. Es el nuevo cántico de la esperanza. Maillots ajustados, guantes, gafas, cascos, zapatillas con calas... Qué lejos queda aquella época en la que los ciclistas salían en chándal. Eso sí, ninguno en grupo. Todos cumpliendo las normas.
Por Luis de Morales me encuentro de frente a un corredor veterano que ya vuelve. Saluda desde unos metros de distancia y gira hacia una calle lateral, dejándome la avenida libre. No dejan de ser emocionantes esos saludos entre amateurs desconocidos. Lo eran ya antes de la cuarentena. Ahora más. Llego a Eduardo Dato y por la calzada me rebasa un ciclista vestido con la equipación del Cofidis. Me parece una señal, pues justo ahora ando leyendo Pedaleando en la oscuridad, el libro de David Millar en el que confiesa cómo se dopaba.
Sigo a buen ritmo (a buen ritmo para alguien que considera una proeza bajar de cinco minutos y medio el kilómetro, claro) y alcanzo el parque de la Buhaira. Empiezo a ver ya más corredores. No son ni las ocho. Ninguno lleva mascarillas y alguno sí va con guantes. Se respetan escrupulosamente las distancias de seguridad. Me he planteado llegar al parque de María Luisa y hacer como mucho media hora de trote cochinero. Soy un corredor ocasional y llevo más de dos meses sin hacer deporte. Y los fisios no están abiertos todavía, así que hay que tener cuidado con las lesiones.
El lactato empieza a aparecer. Mucho ha tardado. El cuerpo pide lanzar un escupitajo pero uno es responsable y se contiene. Sé que la fatiga es pasajera pero agradezco un semáforo en rojo que me deja unos segundos al ralentí. Llego a Capitanía y, como siempre que paso por allí, me acuerdo de Lawrence de Arabia y aquello de que nada está escrito.
El parque de María Luisa está animado. Huele a lejía, indicio de que acaba de ser desinfectado. Estaría contento Donald Trump. En la plaza de España no hay turistas pero sí hay bastantes corredores. Los hay de todo tipo. De los que llevan un ritmo increíble para haberse pasado cincuenta días confinados y de los que salen hoy por primera vez. De los que van con prendas técnicas a la última moda y de los que llevan un chándal mohoso. De los que avanzan con una zancada poderosa y de los que van dando chepazos como Fernando Escartín cuando la carretera se empinaba.
Para que no llegue la pregunta que siempre termina apareciendo cuando salgo a correr (¿Qué hago yo aquí?) practico juegos conmigo mismo. Uno de ellos es sacarle parecidos a los corredores con los que me cruzo. Hoy hay uno que se parece mucho a Alfredo Urdaci. Otro de esos juegos es adaptarme al ritmo de algún otro deportista durante unos instantes y ver si puedo rebasarle o no. Hoy lo hago dejando unos metros. Urdaci me gana y me meto por los senderos del parque.
La glorieta de Bécquer está cerrada. La plaza de América está ya casi como un sábado normal. Y son las ocho y cuarto de la mañana. Y no están ni siquiera los vendedores de arbejones. Qué hambre han debido de pasar esas palomas, que los domingos ya no tenían ni ganas de comer. Aquí se mezcla la gente que corre con los que van en bicicleta de paseo e incluso en las 'sevicis'. Y también con quienes pasean a buen ritmo. Éstos sí llevan mascarillas. No faltan auriculares, gorras y gafas de sol porque empieza a apretar el calor, aunque la temperatura es ideal para correr a esta hora de la mañana.
El paseo del río está hasta las trancas. Por el Muelle de Nueva York se ejercitan cientos de personas. En el centro la situación es parecida, sobre todo en la avenida de la Constitución. Funciona el tranvía con normalidad y va casi escoltado por corredores, ciclistas y caminantes. San Francisco y el Salvador siguen siendo plazas vacías. Emprendo el regreso por Águilas, que se supone que iba a ser peatonal hoy pero por la que siguen pasando coches. Bueno, en todo el trayecto de la calle han sido un turismo, una moto y una furgoneta de reparto.
Lo que se echa de menos es un bar abierto donde desayunar una tostada y un café leyendo el periódico. O donde al mediodía, cuando termine el turno de los mayores, que salen de diez a doce, pueda uno tomarse una cerveza. A partir de las doce es la hora de los niños. Hace demasiado calor para sacarlos y ya llevan una semana de ventaja. Tampoco se está tan mal en casa si fuera hace más de treinta grados. Acaba el disco de Soleá Morente. "Gitanita como yo no las vas a encontrar, así se vuelva gitana toíta la humanidad". Pues eso es lo que parece haber este 2 de mayo en las calles de Sevilla. Toíta la humanidad.
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