Dolor y ternura a vista de pájaro

Calle Rioja

En el Ateneo Isabel Álvarez cofundó la tertulia La Literata y ha presentado sus dos primeras novelas. La segunda, ‘El llanto de los pájaros’, es deudora de Delibes y el realismo mágico.

Isabel Álvarez, firmando ejemplares de su novela en el Ateneo de Sevilla.

24 de julio 2024 - 09:10

Tenía varios motivos para ir a la presentación de esta novela, El llanto de los pájaros, de Isabel Álvarez. El primero era la invitación de la propia autora, que vive en Sevilla pero nació en Cádiz y pasó su infancia en el Sahara español. El segundo era que yo mismo le había presentado en el mismo lugar, el Ateneo de la calle Orfila, su novela Vidas prestadas, que recibió el primer premio Ángeles Martín de Novela Corta, y que me dio una magnífica impresión, intuyendo que detrás había una carrera literaria a punto de explotar y confirmarse. Otro motivo nada baladí era el presentador: mi amigo el doctor Francisco Gallardo, médico y novelista.

A veces el destino es así de caprichoso. Cuando Isabel Álvarez me pidió que le presentara Vidas prestadas, nos conocimos en la oficina de Discos Senador en la calle Pescadores, con la mediación de Pablo Domínguez, le expresé mis dudas por la fecha, el 14 de febrero. Era el día de los Enamorados y también empezaba la cuaresma. Y le sugerí una alternativa: le di el nombre de Paco Gallardo, a quien ella no conocía personalmente. Finalmente se lo presenté yo en mi primera presencia en público después de haber pasado por una otitis aguda y tener el aspecto de un herido de Vietnam por una intervención dermatológica para curar una queratosis en la piel. Paco Gallardo no habría podido porque a la misma hora tenía que presentar en Caja Rural del Sur con Juan Antonio Corbalán, medalla de plata de baloncesto en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1984, un libro de ambos con anécdotas sobre este deporte. Curiosamente, en la final contra Estados Unidos, el español que más puntos anotó fue Andrés Jiménez, sevillano de Carmona que jugaba en el Barcelona.

Otro motivo para no faltar a la presentación de El llanto de los pájaros era la presencia del editor, mi buen amigo David González Romero, que contó conmigo en El Paseo como prologuista neutral en un libro sobre el derbi con equipos formados por los seleccionadores John Julius Reel, neoyorquino, y Joaquín Dholdán, uruguayo. Había además un fuerte componente sentimental: esta novela había ganado en su vigésima novena edición el Premio de Novela Universidad de Sevilla Rafael de Cózar. En diciembre de este año se cumple el décimo aniversario de la trágica muerte del escritor, canon de heterodoxias, intentando extinguir el incendio de su biblioteca en su casa de Bormujos.

A Cózar le hubiera gustado mucho la novela que ha ganado este premio con su nombre y un jurado que presidió Luis Méndez Rodríguez, director general de Cultura y Patrimonio de la Universidad de Sevilla, y formaban Eva Díaz Pérez, Ignacio F. Garmendia, Verónica Pacheco y el propio David González Romero. En el Ateneo de Sevilla, donde se han presentado las dos novelas de Isabel Álvarez, nació la tertulia literaria La Literata de la que es una de las fundadoras.

Cuando Paco Gallardo le pidió a la autora una definición en telegrama de su novela, Isabel Díaz dijo que los grandes protagonistas de la trama eran “la discapacidad, la indigencia y la barbarie”. Con esas premisas, leer es una variante de la prueba de atletismo del salto con obstáculos. Cuando la lees, salvando las reservas de tanto negativismo conceptual, descubres que efectivamente en El llanto de los pájaros hay mucha discapacidad, mucha indigencia y muchísima barbarie, pero que también hay muchas más cosas: una historia muy bien contada, un portentoso dominio del lenguaje y unos personajes con los que es muy difícil no conectar desde el afecto o desde la repulsión.

“Deudora por igual del verismo descarnado de Delibes y del realismo mágico”, leemos en la contraportada del libro. No le falta razón. En esta novela está Macondo y el mundo de Los santos inocentes. Es una historia del desarraigo, una fábula rural como Un amor, de Sara Mesa, o Intemperie, de Jesús Carrasco. Un laboratorio narrativo donde conviven la violencia y la ternura, el desgarro y el perdón. Nada nuevo bajo el sol. Eso estaba en Dostoievski, pero el mérito es hallar un estilo personal de contar.

Me gusta hacer alguna anotación cuando termino la lectura de un libro. En éste anoté: “Final, 27 de junio de 2024, primer día sin fútbol de la Eurocopa. Corre, Matías, huye de los Judas. Magnífica historia. A Rafael de Cózar le hubiera encantado”. La leí por tanto en paralelo a esas dos primeras semanas de la fase de grupos de la Eurocopa, sin imaginar que España iba a llegar donde llegó para conquistar su cuarto cetro europeo.

Como en un buen partido de fútbol, cuando llegas al final, te quedas con ganas de leer más. No se precisan lugares geográficos ni fechas concretas, aunque hay una guerra que siempre aparece como decorado y telón de fondo. Podría ser otro de los personajes, que además le da a la historia el tono moral que necesita. La historia de dos hermanos, Matías y Julio, éste un enano que padece hidrocefalia y es objeto de todo tipo de burlas y afrentas. Un aire de película japonesa de Imamura o de Oshima pero muy castiza, con aires de Furtivos, la película de José Luis Borau, o La familia de Pascual Duarte, la novela de Camilo José Cela que llevó al cine Ricardo Franco con una interpretación extraordinaria de José Luis Gómez.

“Los ojos de madre eran del color que toma el cielo cuando deja de llover”. La paleta de la autora. Hay un bebé sin nombre y un padre huidizo al que buscan para matarlo. En 136 páginas hay muchísima maldad y también comportamientos heroicos, como el de Matías, que protege a su hermano de un mundo hostil. Recogía currucas, petirrojos y otros pájaros. Julio, el hermano tocado por el infortunio, coleccionaba escarabajos. Julio siempre le formulaba interrogantes a su hermano y protector. Uno de ellos lo desarma, y también al lector: “¿A que los bebés no son basura?”. La novela es un jardín en el que florecen especies como las plantas de verbena o la hierba de Santa Isabel.

“Los pájaros no lloran, Julio”, le dice Matías, el hermano racional, “¿por qué iba a llorar un pájaro?”. Y Julio desarrolla el título de la novela: “Pues por lo mismo que nosotros, Matías, porque tienen pena. ¿Tú sabes lo que tiene que ser poder subir hasta lo más alto y sentirse impotentes de lo que pasa aquí abajo? Lloran porque solo ellos pueden ver toda la maldad, y todo el dolor, y también toda la ternura”.

Hay un coleccionista de escarabajos y un coleccionista de sellos que tenía entre los más preciados uno de una serie de coches de cinco pesetas en el que figuraba un Studebaker. De la filatelia se pasa a un episodio de la guerra con la aparición de un camión lleno de milicianos con sed de venganza. Isabel tiene la habilidad narrativa para mezclar las dos historias, la choza inmunda donde viven los dos hermanos con el entorno desolado y tabernario. Los pájaros lloran en esta novela que es un tratado de ornitología y un ensayo sobre cementerios, con ecos del Pedro Páramo de Juan Rulfo.

El Paseo había editado otros títulos que también consiguieron el Premio de Novela Universidad de Sevilla que lleva el nombre de Rafael de Cózar: La niña perdida, de José Ibáñez; Conjura en la Sevilla imperial, de Joaquín Arteaga Gómez; Lagañas de perro, de Arturo Flores; Violeta y barro, de Alicia Rubio Chacón; Las luces de Hannover, de Abraham Guerrero Tenorio; y Una madre, de Diana Aradas.

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