El discurso de Santiago Muñoz Machado

XII premio Manuel Clavero / Consuelo Varela Bueno y Juan Gil Fernández

“Sin perjuicio de la persistente variedad de sus publicaciones, Sevilla le cambió la vida de investigador a Juan Gil”  

El Premio Clavero salda cuentas con los 'guardianes' más ilustres de la Sevilla de Cristóbal Colón

Santiago Muñoz durante su intervención en la entrega del 12º Manuel Clavero
Santiago Muñoz durante su intervención en la entrega del 12º Manuel Clavero / José Ángel García

Me pidió el presidente del Grupo Joly que pronunciara hoy unas palabras sobre doña Consuelo Varela y don Juan Gil, y le contesté enseguida que no podía negarme porque además de mi amistad con el proponente, se conjugan aquí tres nombres por los que siento alta estima. El de Manuel Clavero, en primer lugar, en cuyo honor fue instituido el premio. Muchos de ustedes saben, seguramente, que colaboré con él en el Ministerio para las regiones, cuando estaba ubicado en el palacio de la Moncloa, en los tiempos de oro en que acometimos la complicada tarea de transformar el Estado, organizado durante tres siglos en régimen de estricta centralización, en otro fuertemente descentralizado. Trabamos entonces una relación personal de reconocimiento y afecto que nos acompañó siempre. Con mucho gusto vuelvo a recordarlo en este acto.

Consuelo Varela y Juan Gil son dos sabios con los que tengo la fortuna de relacionarme con frecuencia; forman parte de lo más luminoso del paisaje intelectual que me rodea y, además, comparto con ellos algunas aficiones temáticas que me llevan a seguir sus publicaciones. Trabajo difícil, no obstante, este que voy a acometer de resumir lo más destacado de vidas tan fecundas.

Consuelo Varela es granadina de nacimiento y sevillana de residencia desde hace muchos años. Licenciada en Historia por la Universidad de Sevilla, donde también hizo estudios de doctorado de Historia de América. Ha sido investigadora del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) vinculada a la Escuela de Estudios Hispanoamericanos de Sevilla, que dirigió entre 1993 y 1997, y se ocupó de la dirección del Departamento de Historia Moderna de América. 

En el plano docente, ha impartido numerosos cursos y seminarios en relación con su área de especialización, tanto en universidades españoles como europeas, asiáticas y americanas.

En el ámbito editorial, ha estado al frente del Anuario de Estudios Americanos, y ha ejercido como miembro del consejo de redacción de relevantes publicaciones especializadas.

Entre sus publicaciones de primera época destacan Cristóbal Colón: textos y documentos completos (1982), Los cuatro viajes y Testamento (1986), volumen con precisas descripciones y detalle de las expediciones, los navíos, tripulantes y cronología de los descubrimientos; y Colón y los florentinos (1988), en el que ponía en pie el círculo de relaciones íntimas que acompañó al almirante hasta sus últimos días, en el que sobresalían los comerciantes Berardi y Simón Verde. Una segunda época de publicaciones colombinas es la que forman la biografía Cristóbal Colón: retrato de un hombre, publicada en 1992, y sus demás libros en torno al navegante: Cristóbal Colón: de corsario a almirante (2005), La caída de Cristóbal Colón: el juicio de Bobadilla (2006) y Cristóbal Colón y la construcción de un mundo nuevo. Estudios, 1983-2008 (2010).

Con su esposo, el académico don Juan Gil, formó desde hace muchos años una dupla intelectual que ha generado una fecunda bibliografía sobre viajes y expediciones. Conjuntamente han publicado títulos como Cartas de particulares a Colón y relaciones coetáneas (1984), una cuidada edición de la correspondencia recibida por el genovés y de la conexión de distintos autores con sus cuatro viajes al Nuevo Mundo; Temas colombinos (1986) o Documentos colombinos en el Archivo General de Simancas (2006), Su colaboración más reciente se plasma en un volumen, publicado en marzo de 2024, que alberga una nueva edición de Cristóbal Colón. Textos y documentos completos (edición de Consuelo Varela) / Nuevas cartas (edición de Juan Gil), donde se encuentra la mejor comentada y completa serie documental sobre Colón y sus circunstancias.

Consuelo Varela cuenta con el general reconocimiento de todos los investigadores y americanistas como la principal experta en Cristóbal Colón, su vida y fortuna, con que contamos hoy en España. Doña Consuelo se ha consolidado como una referencia indiscutible en la investigación sobre los inicios de la era de los Descubrimientos, la historia colonial y sus protagonistas, que tanta vinculación guardan con Sevilla. Además, ha ejercido como directora de los Reales Alcázares. La capital hispalense, condecoró a la investigadora con la medalla de la ciudad en 2009.

Juan Gil nació en Madrid. Licenciado en Filología Clásica por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense Madrid en 1961; es bolonio, es decir, colegial del Colegio de San Clemente de los Españoles de Bolonia y doctor por la Facoltà di Lettere de esa ciudad. Catedrático de Filología Latina de la Universidad de Sevilla (desde el 1 de enero de 1971 hasta su jubilación el 1 de octubre de 2006).

Su dilatada bibliografía da cuenta de una trayectoria investigadora que abarca distintos aspectos de la filología griega y latina, como la crítica textual, la lingüística y literatura latinas del período clásico, el latín tardío, el latín medieval o la epigrafía. Estudios relacionados con autores latinos como Juvenal, Apuleyo, Seneca o Marcial, forman parte de su bibliografía.

Cuando llegó de catedrático a Sevilla le dio un nuevo impulso a los estudios clásicos. Ganaba vocaciones de latinistas y dirigía proyectos y tesis doctorales en abundancia (más de 30 le han contado sus discípulos).

Los primeros trabajos después de su llegada a Sevilla fueron sobre el mundo visigótico: su Miscellanea Wisigothica es de 1972; y sobre los manuscritos mozárabes: el Corpus Scriptorum Muzarabicorum es de 1973. De aquellos tiempos arranca también una atención a la escatología que se ha prolongado muchos años.

En fin, la variedad temática de las investigaciones del profesor Gil es amplísima e imposible relacionarla ahora con justeza. Pero no me dejo atrás su contribución a la traducción y estudios sobre la obra de Juan Ginés de Sepúlveda, ni los ocho volúmenes Los conversos y la inquisición sevillana, que vieron la luz entre los años 2000 y 2003, en los que Gil ofrece el censo riguroso del conversismo en la Andalucía occidental y una extraordinaria reconstrucción de los efectos económicos, políticos y sociales que tuvo la Inquisición para las familias judías de Sevilla.

Sin perjuicio de la persistente variedad de sus publicaciones, Sevilla le cambió la vida de investigador. Don Francisco Rodríguez Adrados, que contestó a su discurso de ingreso en la Real Academia Española en 2011, dijo que él mismo le había animado a que no esperara una cátedra en Madrid y que optara por la vacante existente en Sevilla. Lo hizo y le cambió la vida, ya digo, no solo por lo que significa vivir en Sevilla, que también, sino porque a poco de llegar aquí se engolfó (la palabra es suya) con los legajos del Archivo de Indias y ya no pudo dejar nunca el estudio de los personajes, las situaciones, los viajes, éxitos y desgracias de quienes descubrieron mares, islas y tierras firmes para mayor gloria de la monarquía española.

De todo lo que escribe a partir de su ingreso monacal en el Archivo de Indias, lo más impresionante y admirable es el libro Mitos y utopías del Descubrimiento, en tres tomos publicados por Alianza Editorial a partir de 1989 y recientemente reeditados por Athenaica, en 2017. Les dedicó diez años de encierro, según sus propias cuentas, sumergido en los legajos del Archivo.

El propósito de la investigación fue determinar en qué medida los mitos de la antigüedad clásica pervivieron entre los protagonistas de los descubrimientos españoles y les empujaron, animaron y justificaron al emprender sus asombrosas aventuras. Lo mismo que Ulises, camino de Ítaca, se encontraba, detrás de cada escollo de su navegación, alguna maravilla, monstruo o criatura prodigiosa, también los aventureros españoles trasladaron a los procelosos mares que surcaban y tierras que encontraban esas mismas criaturas mitológicas y además soñaban con paraísos y riquezas sin cuento.

El primer volumen de la trilogía está dedicado con preferencia a Colón. La indagación sobre los mitos y utopías que anidaron en el pensamiento del Almirante requirió determinar los libros que había leído, las fuentes que pudieron inspirarlo. Entre ellos, desde luego, los textos de Marco Polo y las Apostillas a la Imago Mundi del cardenal Pierre d’Ailly; después del segundo viaje, la Historia rerum de Pio II. Pero, en fin, Colón era un personaje informado y conocedor de los mitos que estaban generalizados en su tiempo.

En el volumen II, dedicado al Pacífico, trata cuestiones relativas a la navegación por ese océano, desde el avistamiento por Vasco Núñez de Balboa del “Mar del Sur” el 25 de septiembre de 1513.

La primera parte de la exploración del Pacífico es simultánea a la progresión de las conquistas americanas. La segunda tiene por objeto, a partir de los años de 1570, impedir que el Pacífico se internacionalice, controlando el paso de otras potencias. El riesgo se hace evidente desde que Francis Drake apareció en el estrecho de Magallanes en 1578. Pedro Sarmiento de Gamboa recibió el encargo de Felipe II de proteger y colonizar el estrecho y protagonizó aventuras inconcebibles. Sarmiento de Gamboa, un personaje extraordinario, había formado parte, unos años antes, de la expedición de Álvaro de Mendaña, que partió del puerto del Callao, en Lima, en 1567 y descubrió la Islas Salomón en el Pacífico sur (por cierto, la mujer de Mendaña, Isabel Barreto, llamada la reina del sur, fue una de las pocas mujeres que protagonizaron importantes acciones de descubrimiento, acompañando a su marido y tras la muerte de este). Las Islas Salomón fueron llamadas así porque Mendaña creyó que habían llegado a Ofir, un lugar que se menciona en la Biblia como el origen del aprovisionamiento de oro para el rey Salomón.

Los mitos y utopías fueron una expresión y un motor esencial de la curiosidad europea en los tiempos modernos, una forma de propaganda que movilizó recursos tanto humanos como materiales. Ofir, las islas de San Bartolomé, de Tarsis, Las Rica de Oro y de Plata, la mencionada Isla de Salomón, de los Reyes Magos, o también de las Amazonas, o el Paraíso Terrestre son mitos que ayudan en los avances exploratorios por el Pacífico y Oceanía. Todos eran fundamentales para superar el miedo, afrontar lo desconocido y el riesgo de morir.

Pero también se formaron mitos del continente americano, que se unieron a los clásicos. A estos dedica Juan Gil el tercer volumen de su trilogía.

Junto a los reinos y monarcas dorados aparecen las maravillas y prodigios heredados de la época clásica. Los conquistadores se refieren en sus cartas y relaciones a la existencia de pigmeos que custodian el camino del oro, gigantes monstruosos, tribus de negros caníbales, campamentos de mujeres guerreras, las terribles amazonas, cuyo avistamiento afirman diferentes hombres por todas partes. Y también se relatan leyendas como la de la fuente de la eterna juventud que Ponce de León buscó en La Florida y, sobre todo, la leyenda de El Dorado, cuya localización se buscó durante siglos. 

Es una pena no poder seguir hablando de estos libros maravillosos, en todos los sentidos de la palabra, pero el tiempo me lo impide. No obstante, tengo que mencionar algunas de las ediciones de Juan Gil de las relaciones y narraciones de otros descubridores y aventureros en el Nuevo Mundo y el Pacífico.

En el Nuevo Mundo pocas cosas más increíbles sucedieron que los 10 000 kilómetros que recorrió Álvar Núñez Cabeza de Vaca, desde la isla de Mal Hado, en Texas, hasta Nueva Galicia, en Nueva España. Llegó a Florida en la desastrosa expedición de Pánfilo de Narváez en 1528 y llegó a tierras colonizadas por españoles en 1536.

Murieron o desaparecieron en Florida casi todos y Cabeza de Vaca, con otros tres supervivientes, Andrés Dorantes, Alonso del Castillo y Estebanico el Negro, recorrieron andando, normalmente desnudos, con larga melena y barba hasta el pecho aquella distancia formidable. Lo extraordinario de ese periplo es que los indios los respetaron y veneraron porque Álvar Núñez se convirtió en curandero. Los indios de la isla de Mal Hado les pidieron que, a cambio de respetarles la vida, ejercieran de chamanes y curaran a los enfermos. Los actos de curación consistían en santiguar al enfermo, soplar su parte doliente, rezar un Pater noster y un Ave María, con lo que imitaba el runrún de las plegarias de los chamanes indios o los ensalmos que en Castilla decían los llamados saludadores. Lo contó el cronista Fernández de Oviedo, asombrado como los propios chamanes blancos, es decir Cabeza de Vaca y compañía, de que realmente aquello funcionara.

Juan Gil ha preparado una edición de los Naufragios y comentarios de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, publicada en 2018, que reúne los textos en que el extraordinario chamán blanco y probo funcionario español cuenta sus aventuras con un desgarro y falta de tapujos que asombran.

Las otras dos ediciones sobre las que no me resisto a llamar la atención son Legazpi. El tornaviaje. Navegantes olvidados por el Pacífico norte, publicado en 2019. Y en 2020, En demanda de la isla del Rey Salomón. Navegantes olvidados por el Pacífico Sur, donde se detallan las Relaciones de los viajes de Álvaro de Mendaña, Pedro Fernández de Quirós y Diego de Prado. Todos son esfuerzos de personajes increíbles empujados hacia un océano inacabable con la esperanza de encontrar las fantasías que habían descrito los clásicos o las que corrían en boca de los marinos.

En punto a la definición del tornaviaje, me quedo con la figura de Andrés de Urdaneta, aventurero inefable hasta que decidió ingresar en un convento de agustinos, ya cuarentón. Los marinos sabían cómo se llegaba desde el Nuevo Mundo a Filipinas, pero no cuál era la ruta con vientos que permitieran volver. Urdaneta la fijó definitivamente en el siglo XVI. La usaría durante los siglos siguientes el famoso galeón que había la ruta entre Manila y Acapulco, y su vigencia se ha mantenido hasta hoy.

Me excuso ahora por no contar con detalle la parte de la actividad de don Juan Gil que mejor conozco: su trabajo como académico de número de la Real Academia Española. Fue elegido el 5 de mayo de 2011 para el sillón e minúscula, que había ocupado hasta su fallecimiento don Miguel Delibes. Ingresó pocos meses después con un discurso titulado El burlador y sus estragos, planteado como la búsqueda de parangones al mito de don Juan en la literatura grecolatina.

Desde el principio de su vida académica se hizo evidente el firme compromiso de don Juan Gil con la institución. Académico muy activo, profundamente implicado en la vida institucional de la corporación, así como en todos sus proyectos, iniciativas y actividades, los trabajos de don Juan Gil llevan la impronta de su inmensa sabiduría y erudición, pero también el sello de la discreción y la prudencia. Es capaz de aunar el máximo rigor científico, con una sorprendente naturalidad y sencillez en la ejecución.

No me resulta posible hacer una mínima relación de los trabajos de todo tipo que la RAE ha encomendado al académico don Juan Gil, ni describir la diligencia y calidad con que responde. El director está especialmente satisfecho de tenerlo como colaborador esencial en la obra más complicada en que la Academia lleva trabajando un siglo (se inició en 1914 y en ello seguimos), el Diccionario histórico de la lengua española. Pero sobre todo me siento reconfortado con sus consejos y su probada amistad.

Queridos Consuelo y Juan, ha sido un placer hablar de vosotros en público. Enhorabuena.

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