98 días en estado de alarma
Sevilla, que vive en la calle, se reinventó durante su encierro
Nadie esperaba al coronavirus. Se invitó ó él solo y arrampló con todo lo que pudo. En Sevilla incluso se creyó en un principio que llegó de vuelta de una fiesta en un tablao flamenco en la Costa del Sol. No fue así. Miguel Ángel Benítez, de 62 años, primer paciente de Sevilla con Covid-19, no estuvo en el sarao al que sí acudieron algunos de sus compañeros que participaron junto a él en una convención de trabajo en Málaga. Fue además el primer caso de contagio local: no había viajado a zonas de riesgo ni había estado en contacto con extranjeros. Ingresó en el Hospital Universitario Virgen del Rocío el 20 de febrero. El 1 de marzo dio negativo por segunda vez después de sendas pruebas para confirmar o descartar si estaba infectado. Dos sanitarios, un médico de 58 años y un enfermero de 28 que lo trataron, incubaron la enfermedad.
Benítez superó lo que 289 sevillanos no lograron. Esa es la cifra de muertos que, a día de hoy, el primero tras el levantamiento del estado de alarma, se ha cobrado el maldito bicho en esta provincia. Han sido tres meses y una semana. 98 días. 2.351 horas. El 14 de marzo el Gobierno decretó el estado de alarma. La segunda vez en la historia de la democracia. La primera fue con motivo de la crisis de los controladores aéreos en diciembre de 2010.
Diez días antes el Consejo de Seguridad Nacional no estimó ni la inminencia ni la peligrosidad de la pandemia. El máximo órgano asesor del presidente del Gobierno en materia de seguridad nacional aprobó un informe en el que ponía el foco sobre la vulnerabilidad del ciberespacio, emergencias y catástrofes, la proliferación de armas de destrucción masiva y el espionaje y las amenazas a las infraestructuras críticas. El Covid-19 ya campaba a su antojo, silencioso, por España. El CSN veía “improbable” lo que sin embargo ya llevaba semanas gestándose y a pesar de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) ya había decretado la alerta internacional. El ministro de Sanidad, Salvador Illa, informó de que se aplicarían medidas para evitar un escenario “como el de Italia”, con limitaciones y restricciones a la movilidad y se habían cerrado colegios. Imposible: España ya había importado ese escenario.
De Italia se trajo el Covid-19 a Sevilla sin saberlo la estudiante Loreto Pérez. Estuvo de viaje en Lombardía. Desde su enclaustramiento en la habitación de su casa, el 6 de marzo le dijo a la redactora de este periódico Cristina Valdivieso que “todo a mi alrededor se ha vuelto disparatado, es casi surrealista, tengo dolor de cabeza por toda esta histeria”. La Facultad de Comunicación, de la que Pérez es alumna, desinfectó hasta el último rincón de sus instalaciones. Ese mismo día Diario de Sevilla recogió el optimismo del consejero de Educación, Javier Imbroda, que no se planteaba el cierre de los colegios y que, con cautela y sin duda con intención de tranquilizar dijo que “en principio parece que todo lleva a la normalidad”. Era una línea marcada por las autoridades, pero usando tinta simpática. Días atrás, Inmaculada Salcedo, responsable del grupo de seguimiento de la enfermedad en Andalucía y portavoz del comité asesor del coronavirus en la comunidad afirmó: “Suspender una Semana Santa no es necesario, no hay motivo de alarma”.
Había una estrategia de minimizar lo que estaba ocurriendo, rebajarlo. Pero la virulencia del Covid-19 iba a desdecir a Imbroda y a Salcedo. Y a otros muchos. Los escolares no sabían que estaban a la vuelta de unas vacaciones forzosas (sus padres tampoco). Y los cofrades no imaginaban, ni de lejos, cómo iba a ser la Semana Santa 2020. Como el resto del país, Sevilla seguía su vida. Había dejado atrás las navidades y ya no hacía sino pensar en la primavera y en su planificación, su estación fuerte, su gran momento del año –cuando se viene arriba y presume–, que se antojaba espectacular. Los signos de preocupación no eran graves. Las noticias de la ciudad china de Wuhan tenían una audiencia global. En los bares sonaban en la televisión del fondo. Puede que alguien reparara en ellas. Mientras se saboreaba la tapa, el guiso del día, la especialidad de la casa, puede que se hicieran bromas con los murciélagos, con los pangolines, con esas “cosas raras” que comen los chinos, pero un buen número de conversaciones giraban ya en torno al Domingo de Ramos y a los días sucesivos.
Y entonces se suspendió el Pregón.
Quién sabe si en un ataque de alcalditis, o dejado llevar por la sucesión de emociones y el estrés de aquellas jornadas, o simplemente por un humano afán de notoriedad, Juan Espadas había echado un rentoy a la mismísima OMS, a la que emplazó desde Sevilla “a convencerme de que no vamos a tener fiestas mayores”. Y menores tampoco. No hizo falta que el director general del organismo, Tedros Adhamon Ghebreyesus, llamara al Ayuntamiento, preguntara por el alcalde y lo convenciera de que este año mejor sin procesiones. Se impuso la cordura. No hubo Semana Santa, no hubo Feria de Abril, no hubo Rocío. No hubo nada. A mediados de marzo, hace más o menos un centenar de días, Sevilla, como las demás ciudades, se replegó sobre sí misma, se acurrucó bajo el caparazón y asomó la cabeza por los balcones.
La ciudad se vació. La actividad se paralizó. Los bares en los que apenas se echó cuenta a las noticias de Wuhan –algo más a las de Italia– se cerraron a cal y canto. Se oyó echar miles de chapas en las puertas y ya no se volvió a oír que las levantaran. Las calles, las avenidas, las plazas, las alamedas quedaron desiertas. Según el gusto o la opinión, Sevilla fue un balneario o un presidio o un convento de clausura. Se empleó terminología bélica para describir la situación, pero también hubo jerga espiritual.
Y, como en el resto del país –Sevilla no es un islote apartado–, también bronca política, verborrea acerca de esto y de lo otro, de quién era –es, ha sido y está siendo– el culpable de todo esto, teorías conspiratorias, tesis sobre el origen de la pandemia, el por qué y el para qué de ésta, la trama ideológica del estado de alarma que dio comienzo el 14-3-2020...
Dos días después, tristemente, Sevilla contribuyó a la lista de fallecidos con su primer muerto víctima del Covid-19: una mujer de 90 años.
Los hospitales sevillanos, sus trabajadores, ya no serán los mismos. Para todos ellos habrá un antes y un después de esta primavera negra de 2020. Si ya lo hay para la población, en su caso aún más. A las ocho de la tarde de cada día oían a muchos de sus paisanos que salían a los balcones a aplaudir su esfuerzo, su dedicación, su trabajo. Desde el primer día insistieron en que no son héroes, sino trabajadores que cumplen con el cometido que tienen encomendado: sanar al enfermo, paliar su dolor. Pero era lógico que sus vecinos las considerasen, en estos días, personas especiales. Es de esperar que, cuando pase todo esto, continúen percibiéndolas de esa misma manera y que las noticias y las informaciones que se publican en éste y otros periódicos sobre agresiones a personal sanitario desaparezcan de una vez por todas y sólo puedan ser leídas vía hemeroteca.
Con todo, fue inevitable que el conflicto no emergiera en el interior de los centros sanitarios. La política de recortes que ha sufrido el sistema público dio la cara. Organizaciones profesionales, colegiales y sindicatos alzaron la voz para denunciar las condiciones en las que muchos trabajadores batallaban a diario contra el virus: el Hospital Universitario Virgen Macarena, uno de los fortines claves en esta guerra. La presión fue aumentando cada día y la caldera terminó por reventar con la dimisión, a mediados del mes pasado, de su gerente, Francisco Merino López, que adujo el clásico “motivos familiares” para intentar suavizar la bronca que mantenía desde los albores de la crisis con la junta de personal del hospital, que no tenía otro calificativo que el de “nefasta” para referirse a su gestión.
Mientras tanto, las ambulancias iban y venían y las UCI no daban abasto. Los muertos aumentaban cada día. Los velatorios se celebraban mucho más allá “de la estricta intimidad”, forzados por el estado de alarma. Ha habido hijos que no han podido dar el último adiós a sus padres. Ha habido nietos que no se han despedido de sus abuelos.
Las residencias de ancianos se esforzaron por no transformarse en morgues. La fragilidad de las personas mayores ha sido propicia para la expansión de la pandemia. Ya a mediados de marzo el virus experimentó una aceleración en una carrera desenfrenada que llegó a reflejarse en la confirmación de más de medio centenar de contagios en menos de veinticuatro horas. Los ingresos hospitalarios se multiplicaron y los aislamientos domiciliarios de infectados también experimentaron una subida imponente. Ese desbordamiento encontró su respuesta en iniciativas como la del Hotel Alcora, que se incorporó, medicalizado, a la red de centros asistenciales. El establecimiento acogió a mayores procedentes de residencias y geriátricos respondiendo así a una demanda cada vez más insistente de grupos como la Federación de Organizaciones Andaluzas de Mayores (FOAM) y la Asociación Andaluza de Centros de Mayores, Lares Andalucía.
Esa saturación habitacional –en el hospital, en la propia vivienda– contrastaba con el vacío de Sevilla. Hace 98 días, la ciudad presentó una imagen inédita: postales casi posapocalípticas que mostraban imágenes como extraídas de un guión de ciencia ficción en las que, de vez en cuando, era descubierto un paseante solitario, una especie de último ser vivo sobre la faz de la tierra, o el último sevillano deambulando por sus barrios, calles, plazas, avenidas sin cruzarse con aquellas mesnadas de turistas de un lado para otro, una estampa que se había borrado de la noche a la mañana.
No era así, claro. Afortunadamente. En su itinerario oía la vida latir dentro de las casas, veía los balcones decorados con murales y pancartas pintados por los niños con el “quédate en casa” y animando a los vecinos y las colgaduras propias de la Semana Santa del 5 de abril al 11 de abril, y oyó sevillanas y rumbas salir de otros que fueron transformados en casetas durante los días en que debía haberse celebrado la Feria. Así hasta que empezó la desescalada, la entrada en vigor de esas fases con las que Sevilla, paulatinamente, intenta recuperar su normalidad de siempre. Ni nueva ni vieja.
Han sido estos tres meses un período en el que todos han llevado un Santo Job dentro. Que la paciencia es lo último que se pierde ha quedado constatado en estos 98 días. Esta medianoche pasada se ha levantado el estado de alarma. Si Pekín tiene su película, de 55 días, Sevilla y cada sevillano en particular tiene ya la suya, pero de 98.
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