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“La cultura del progreso ha destruido el paisaje”

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Antología. Valdivieso se sale de los cánones del Barroco para publicar y presentar un libro sobre la Pintura Costumbrista Sevillana de finales del XIX y comienzos del siglo XX

El público contempla el cuadro de Miguel García Rodríguez ‘Inundación en la Alameda’. / M.G.

EL Arte de la Historia a través de la Historia del Arte. Es lo que hizo Enrique Valdivieso (Valladolid, 1976) en la Caja Rural del Sur mientras presentaba el que asegura que es su último trabajo, un libro con casi ochocientas imágenes de la Pintura Costumbrista Sevillana de finales del siglo XIX a comienzos del siglo XX. Un tiempo en el que la ciudad era más rural, más sencilla, también más amable, a juzgar por cómo esos artistas reflejaban unos tiempos muy duros, unos oficios más duros todavía, con un toque de inocencia no exento de melancolía.

El especialista en el Barroco sevillano se salió de esa disciplina donde adquirió reputación de sabio para avanzar un par de siglos, llegar a la pérdida de las colonias, a la primera industrialización, al ferrocarril. Coincide la presentación de este libro con el premio Archivo Hispalense que Valdivieso ha conseguido en la categoría de Arte por un trabajo titulado El despojo pictórico sevillano en el siglo XIX: de la invasión francesa a la desamortización de Mendizábal. Los estragos foráneos y los autóctonos.

Cinco minutos de aplausos coronaron la exposición amena, rigurosa, cotejada con la explicación de medio centenar de pinturas. Como recorrer un museo en un libro de historia. Una exposición que no pasó únicamente por episodios de la Historia de España reflejados por los artistas sevillanos, sino que era también un viaje autobiográfico. Con episodios personales como el baño que su madre le daba en la pileta de la cocina exactamente igual al que refleja un cuadro de Jiménez Aranda; o cuando a lomos de una burra le llevaba la comida a los segadores en un pueblo de la provincia de Palencia. “El oficio más crudo, más cruel”, secundado por el no menos sacrificado de las espigadoras. El joven que en la estación de tren de Valladolid veía partir a los emigrantes con destino a Alemania. El estudiante que en 1963 vino de viaje lúdico-cultural a Sevilla. “Estuvimos en La Gitanilla, un bar del barrio de Santa Cruz, jóvenes cantando y bailando sevillanas, nada que ver con las tabernas madrileñas, tampoco con los bares de hoy en Sevilla, con esos jamones colgados que traen de Polonia”.

A Colón lo enterraron en Valladolid, aunque sus restos estén en la Catedral de Sevilla. El viaje pictórico lo inició Valdivieso con un cuadro de Eduardo Cano donde el almirante genovés explica a los monjes de La Rábida su proyecto. Pasa un cuarto de siglo y Carlos V entra a caballo en Sevilla para casarse en 1526 con su prima, Isabel de Portugal. Un cuadro del que el autor del libro tuvo noticias por una casa de subastas de Montevideo y cuyo paradero ignora. El padre del músico Joaquín Turina, que se llamaba igual que su hijo, retrata la expulsión de los judíos.

Este historiador del Arte no se conforma con lo que encuentra en los libros o las pinacotecas. Es un Howard Carter pucelano que lo mismo lo echan de una casa por un comentario sobre García Ramos que intenta sin éxito convencer a un señor de Carmona de que venda para el Hospital de la Caridad, del que Valdivieso es hermano benefactor, un cuadro que preside el comedor de su domicilio con el cadáver de Miguel Mañara. “Mide cinco metros, se ve a Murillo y Valdés Leal. Pedía una cantidad desorbitada. Espero que algún descendiente entre en razón y algún día lo veamos entrar en la Caridad”.

La Historia y sus dolientes. El recluta que se despide de su madre para marchar a la guerra de Cuba, “a la que sólo iban los pobres”, o Mariana Pineda condenada a muerte, cuadro que está en las Cortes y que generó “mucha literatura y hasta canciones”. Y una serie de televisión cuya protagonista, Blanca Estrada, la hermana de la más conocida Susana Estrada, ocupó la portada del primer número de Diario 16 (18 de octubre de 1976, el año que Valdivieso llega a Sevilla como profesor).

Hay pintores como Virginio Mattoni que se saltan los criterios del concilio de Trento y vuelven a la Edad Media para mostrar a la Virgen María desmayada. “Ninguna ciudad de España ha sido plasmada con tanta belleza como Sevilla”, dice Valdivieso. Se detiene en varios cuadros de Miguel García Rodríguez: una vista desde una azotea de la calle Betis, la antigua Casa Osborne de la calle Guzmán el Bueno o la Alameda de Hércules inundada. “Yo vendería mi casa por conseguir esta pintura”.

Eduardo Laforet pintó el compás de la Magdalena y Valdivieso señala en la imagen “la casa donde nació Murillo” muy cerca de la pila donde lo bautizaron. Pinturas de la iglesia de Ómnium Sanctórum o del Jueves. Y una pregunta clamorosa. “¿Cómo pudieron tirar la iglesia de San Miguel los del 68, los de la Gloriosa?”. Una gloria hedionda en una iglesia gótica. “Esta ciudad es muy bella pero también convive con cosas desconcertantes, absurdas, contradictorias. Momentos de esplendor y otros de pobreza cultural y miseria estética”.

Una ciudad rural donde el paisaje era tan importante como el paisanaje. “La cultura del progreso ha destruido el paisaje”. Se detiene en una obra maestra de Sánchez Perrier, “se empapó del paisaje parisino, de la Escuela de Fontainebleau”. Y después sería uno de los que fueron a Alcalá de Guadaíra en busca de su Macondo particular. “Lo que era un lugar maravilloso se ha convertido en un lugar espantoso donde el río baja lleno de alpechín y Oromana ha pasado de ser un bosque a un paraje de pinos y chalés”. Mejor subirse en el tren de los Panaderos en el que traían el pan de Alcalá, “no la bazofia que se vende en nuestros días, soy nieto de panadera rural”.

Colón no fue el único que cruzó el Océano Atlántico. Al describir un paisaje con riscos, pastores y ovejas pintado por Pinelo, habla de este artista como exportador de pintura sevillana a América, “sobre todo a Buenos Aires, llegaron barcos enteros de pintura sevillana a Argentina. Muchos de esos cuadros volvieron cuando los vendieron bonaerenses arruinados”. En la antología de Valdivieso hay algunas pintoras. Eran las menos, las ha estudiado su alumna Magdalena Illán. “No eran tan valoradas como las futbolistas, que ahora son glorias mundiales”.

De Jiménez Aranda ha elegido un buen ramillete de cuadros. Un pintor que editó e ilustró un Quijote en más de novecientas escenas. El siglo XIX tiene los mismos números romanos que el XXI, pero no habían llegado oficios como el youtuber o la influencer. Se ven carboneros, herreros, cigarreras. El puente de Isabel II acaba de ser inaugurado en 1862 por la reina que lleva su nombre. Hay pinturas que parecen acertijos. En una de ellas Jiménez Aranda funde Roma y Sevilla con estampas de ambas ciudades, la antigua y la Nova, que diría Vicente Lleó Cañal. Cuadros con un evidente contenido social más allá de la anécdota: la caída de un albañil del andamio parece la página de Sucesos de un periódico.

José Villegas retrata a Pastora Imperio con la bata de cola “tan lolafloreada pero que no es española ni andaluza, se importó de París”. Ricardo Villegas, hermano del anterior, retrata la “bravura física y moral” de dos vendedores.

Uno de pescado, que no tenía la exclusiva Sorolla. Dice que nadie como García Ramos (que murió en la misma casa donde lo hizo Cecilia Böhl de Faber, en la calle Fernán Caballero) ha retratado lo popular. “Se coloca ama de cría”, se lee en un puesto de zapatero. Las cigarreras de Gonzalo Bilbao trabajaban en la Fábrica de Tabacos convertida en Universidad cuando llega a Sevilla Enrique Valdivieso y se incorpora a un claustro de profesores donde están Presedo o Carriazo. Estampas taurinas. “Lo que más se ha pintado es cuando el toro acomete al picador”. Un desnudo que García Ramos nunca habría pintado en Sevilla y un tributo a Mariano Fortuny, que acogía a todos los artistas sevillanos que lo visitaban en su casa de Roma.

“He decidido cerrar mi carrera como historiador de Arte con un tema que no está muy de moda, lo estuvo hace veinte o treinta años, pero la pintura costumbrista está hoy completamente olvidada”. La sala estaba llena. Con sus compañeros de Academia de Buenas Letras Pablo Gutiérrez Alviz y Alfonso Guerra. Los Machado son coetáneos de estos pintores que viajaban en el tren de los pintores para dibujar el de los panaderos.

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