Un cronista insólito de la Sevilla del 29

Calle Rioja

Hallazgo. Miguel Martínez encontró en el Jueves una novela de su tío Antonio de 1956, que ha fusionado con un cuadro de su hijo Alfonso inspirado en un poema de García Lorca

Miguel y su hijo Alfonso con el cuadro y con la novela de su tío en la Alameda, donde concluye la acción. / José Luis Montero

14 de agosto 2024 - 04:59

TODO empezó en el escaparate de Marcelo Culasso, su tienda de marcos de la calle Feria. Un cuadro, un poema y un libro. Y tres generaciones. Al cuadro le ha puesto el autor el mismo título que el poema, Zarzamora, de Federico García Lorca, porque está en un momento de incertidumbre que recogen muy bien esos versos. “Zarzamora, ¿dónde vas? A buscar amores que tú no me das”. Y la pintura a Alfonso Martínez Valle (Sevilla, 1975) le ha dado lo que a veces la vida le niega. El libro se titula Huellas de vida y su autor es Antonio Martínez Romero, tío-abuelo del autor del cuadro. Entre uno y otro, la generación intermedia, pura posguerra, Miguel Martínez García (Sevilla, 1945), hijo de Alfonso Martínez Romero, hermano del autor de esta novela, un novelista atípico que además de escribir fue el primer contable de Abengoa y daba clases particulares de inglés y de violín.

Los Martínez Romero llegaron a Sevilla desde Montellano, pueblo de la ruta de los Pueblos Blancos cuyos naturales reciben el gentilicio de pancipelados. El autor de la novela se vino desde el pueblo hasta la capital, la singladura vital que aparece en los protagonistas de su libro, atraídos por las expectativas de las obras de la Exposición Iberoamericana de 1929. Ahora que se prepara el centenario del certamen, Huellas de vida es un excelente testimonio literario y periodístico que a juzgar por la abundancia de detalles su autor tuvo que vivir en primera persona. Da cuenta de los diferentes pabellones, las atracciones, el incipiente turismo (“¿y tú te crees que todos los turistas pueden pagar doscientas pesetas por persona, como dicen que van a pagar los que vayan a parar al Alfonso XIII?”) y, como ocurriera tras la de 1992, la contracción económica: “Se clausuró el Certamen. Empezaba la crisis de trabajo en el gremio de la construcción. Una atmósfera de pesimismo iba sustituyendo a la eufórica de antes… las chicas que trabajaron en la Exposición y que todavía no habían pasado a ser dueñas de un piso, querían volver a las fábricas, a las sastrerías, a los talleres de modista, pero se encontraban con sus puestos ocupados”.

Había que fundir en este collage familiar el cuadro de su hijo y la novela de su tío. “Cuando la terminó le dio un ejemplar a cada uno de sus hermanos, uno de ellos mi padre, pero se fueron desperdigando”. Miguel Martínez se puso a buscarlo y finalmente dio con un ejemplar en un puesto del Jueves “muy cerca del Vizcaíno”. En la zona donde se colocaba el librero Luis Andújar.

El libro lo editó Rumbos, firma de Barcelona, en la Colección El Doncel. De su calidad habla que llegó a salir una segunda edición en 1956 y que la portada lleva una ilustración de Grau Santos. Un pintor nacido en Canfranc (Huesca) que en la actualidad tiene 87 años y que hizo esta obra en su periodo juvenil. Sus editores dicen de esta novela que destila “un fervor semimístico, superior al de los grandes rusos de la pluma”. “Armó el taco en su tiempo porque contaba las cosas sin tapujos”, dice su sobrino-nieto, el pintor que durante muchos años ha sido camarero de La Norte, donde ahora expone su cuadro Zarzamora. En la nota de 1956, los editores destacan del contenido de la novela “la aparición de Jesucristo huyendo de las procesiones sevillanas y buscando a los pobres”. Una réplica a esa presencia sevillana de Jesucristo en plena Semana Santa en Los hermanos Karamazov de Dostoievski.

Miguel Martínez fue vecino de su tío Antonio, el contable, novelista y profesor de inglés y violín. “Iba a verlo a su casa de la calle Garci Fernández, en el Fontanal. Yo vivía al lado, en la calle Jabugo”. El sobrino del escritor fue vecino y compañero de colegio de Manuel Ruiz de Lopera, “él nació un año antes, yo estuve en su bautizo en la barriga de mi madre”, y trabajó durante 42 años con Luis Cuervas Vilches. Los dos hombres que presidieron los dos equipos de la ciudad en los años de relación más tormentosa.

El pintor firma los cuadros como La Manola, que es su madre y la de sus hermanos Miguel y Alfonso. También fue el nombre del bar que abrió en Los Remedios con su hermano Miguel. “A él le decían Lorca porque estaba siempre escribiendo o tocando la guitarra”. El padre del pintor y sobrino del novelista ejerció uno de los oficios del autor de Huellas de vida. “Con catorce años entré de aprendiz y estuve cinco años con Lirola (la segunda sílaba de las iniciales de Vilima) y después 42 con Cuervas”. Estuvo de encargado en las tiendas de Laraña y Puente y Pellón. En Almacenes Cuervas conoció a la madre de sus hijos. Que es la musa del cuadro de su hijo y la dueña de su destino.

Huellas de vida es un claro ejemplo de realismo social muy en boga en la época. El ejemplar que encontró en el Jueves tiene una dedicatoria a mano para José Díaz “con gran afecto y deseándole la mayor felicidad en su próximo casamiento”. Junto a la firma, la fecha del 12 de julio de 1956. El panadero de la Macarena que fue secretario general del Partido Comunista murió en Tiflis en 1942. Sería otro Pepe Díaz. Además, el libro se lo dedica su autor a José Antonio Girón, ministro de Trabajo, “por creerle verídico. Con el ferviente deseo de que estudie sobre el terreno los problemas del campesino andaluz”. Problemática a la que Ramón J. Sender dedicó una de sus obras más conocidas. En su novela, Martínez Romero denuncia ese canal que separa Nervión, el barrio de los poderosos, del de los parias. Dedica encendidos elogios a la obra de Aníbal González, pero critica que en el entorno de esta nueva metrópoli se acumulen Villalatas o barrios nuevos como los Estados Unidos de Amate.

Igual que él y sus hermanos llegaron desde Montellano, en la novela aparece un zapatero de Carmona que se vino a Sevilla en busca de porvenir. Una de sus hijas se colocó en el estand de naipes del Pabellón de Industrias Vascas y otra en el pabellón de la Cerveza, precursor del actual pabellón de la Cruzcampo. La novela termina con los dos amigos, Juan y Dionisio, que se bajan del tranvía en la Magdalena y van caminando hasta la Alameda, el barrio donde su sobrino y su sobrino-nieto reconstruyen el escaparate de Marcelo Culasso. Alfonso Martínez Valle, nacido en los callejones de la Macarena, se ha liberado de influencias. “Ya no me fijo en nadie, ni siquiera en Dalí o Picasso. Estoy descubriendo mujeres que pintan muy bien, como Remedios Varo o Leonora Carrington”. En lo que no ha cambiado es en ese anhelo de Gauguin de irse lejos para pintar. 

El librero del Jueves les dijo que debe haber algún otro libro de Antonio Martínez Romero. Los editores de su novela destacaban su libro de poesía Alientos de Tartessos o los artículos en Rumbos y otras publicaciones. El contable que enseñaba inglés y tocaba el violín. No han encontrado ninguna biografía del escritor. Su hermano, el abuelo del pintor, era un lector empedernido. “Cuando iba a ver a mi abuelo, siempre estaba leyendo”, dice su nieto. “Perdió la vista y leía con una lupa que tengo en mi casa”, apostilla su hijo, el empleado de Cuervas y vecino de Lopera.

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