Cambios sociales en la Sevilla histórica
La ciudad histórica de Sevilla ha tenido siempre un solo hilo conductor: la inhibición de las administraciones públicas en sus problemas, su gestión y desarrollo
LOS que ya tenemos una edad avanzada recordamos la enorme crisis por la que pasó el centro histórico de Sevilla y sus arrabales en los años sesenta, setenta y parte de los ochenta del siglo pasado: destrucción del caserío, expulsión de la población residente, modesta en su mayor parte, y su traslado a los nuevos barrios de la periferia. Estos vecinos, que habitaban principalmente en corrales y casas en pésimo estado, eran reemplazados por ciudadanos de clases medias, con mayor poder adquisitivo, empaquetados en bloques de viviendas, que sustituían las casas tradicionales mejor adaptadas a la ciudad y su clima. Hay que decir que en aquella época no existía la rehabilitación. Con la congelación de alquileres y una inflación superior al veinte por ciento anual, lo que el propietario obtenía de sus inquilinos era próximo a cero. Así que la única forma de obtener alguna rentabilidad de su propiedad era declarar la casa en ruinas para expulsar a los vecinos, derribar el edificio y vender el solar. Las casas y corrales de vecinos, normalmente de una o dos plantas, no tenían ningún valor económico como edificios, ocupaban un suelo que sí lo tenía. Esta rentabilidad se incrementaba con el aumento de alturas que permitía el Planeamiento, cuatro, cinco plantas o más, lo que fomentaba los derribos.
A pesar de que la declaración de Conjunto Histórico Artístico data de 1964, lo que debía suponer una protección integral del caserío, el Ayuntamiento aprobó cuatro años más tarde un plan de Reforma Interior, el famoso PRICA, que permitía derribar el noventa por ciento de los edificios. Y así llegó un periodo en que el centro de Sevilla parecía una ciudad bombardeada, solares y más solares esperando los bloques de viviendas diseñados con una arquitectura de ínfima calidad. Como decía Don Joaquín Romero Murube: “Rara sensación la que producen las calles de Sevilla. Derribos, más derribos, arquitecturas extrañas, ausencias de patios, de luz e intimidad de hogar”.
Este proceso, que se bautizó posteriormente con el nombre sajón de “gentrificación” motivó a los escasos ciudadanos, arquitectos y profesionales que se implicaron en la conservación de la Sevilla histórica. No sólo deseábamos proteger los edificios, sino también evitar la expulsión de sus habitantes, expresión popular auténtica de la ciudad. El caserío, en general, estaba en muy malas condiciones, debido en gran parte a las riadas e inundaciones del Guadalquivir, terremotos y falta de mantenimiento. Pero mejorar las condiciones de habitabilidad de las viviendas no era fácil sin apoyo del Ayuntamiento y otras administraciones. Las redes de agua, electricidad y saneamiento estaban en pésimas condiciones y sin su mejora no era posible renovar las viejas viviendas; la droga dura proliferaba en los viejos barrios y todo tipo de pequeños delincuentes, trileros, tironeros, balconeros y butroneros, hacían muy difícil la vida cotidiana. Eran los tiempos en que la mayoría de las plazas sevillanas eran aparcamientos y la Alameda, además, un basurero y mercado de sexo barato. También, muchos residentes, hartos de las humedades y malas condiciones de sus viviendas en el centro, las abandonaban por pisos nuevos en la periferia, especialmente en el barrio de Los Remedios, al otro lado del río. Esta situación duró hasta mediados de los años ochenta.
La construcción del AVE con motivo de la Expo 92 y la promoción internacional de Sevilla hicieron crecer el turismo exponencialmente. Después de la pandemia, las cosas cambiaron y llegó la “turistificación”. De la noche a la mañana, los propietarios de inmuebles se dieron cuenta que la sustitución de viviendas en alquiler por apartamentos turísticos era mucho más rentable: permitía obtener un rendimiento bastantes veces mayor que el alquiler tradicional; libraba a los propietarios del inquilino, que podía llegar a ser “inquiokupa”, protegido por una ley desfavorable para el propietario. Y así, apareció la gran proliferación de apartamentos turísticos, expulsando a los residentes y encareciendo desmesuradamente los alquileres. También, con el riesgo de okupación clásica, muchos propietarios dejan sus pisos vacíos, incrementando el precio de los alquileres y encareciendo la vivienda.
Esta nueva utilización de los edificios antiguos a favor del turismo tiene más consecuencias. Cada piso o casa que se utiliza así es una familia menos residente en la Sevilla histórica. También supone la lenta sustitución del comercio de proximidad en los barrios, alimentación, droguerías, ferreterías y todo lo necesario para la vida urbana, por tiendas exclusivamente para turistas. Comercios que solo venden bisutería, abanicos, baratijas y todo tipo de recuerdos estereotipados de Sevilla y cuyos escaparates están iluminados con una potencia excesiva y deslumbrante con fluorescentes de alta intensidad, incomprensibles en un Conjunto Histórico, sin que ninguna Administración ni Comisión de Patrimonio los controle. Ante la falta de este comercio de proximidad los residentes están obligados a acudir a los centros comerciales de la periferia, tarea difícil debido a las restricciones de tráfico y escasez de aparcamientos.
Entendemos que el turismo es inevitable y hasta necesario. Aporta fondos económicos y permite rehabilitar casas que estaban abandonadas. Pero esta actividad hay que controlarla. Sin encauzar, el turismo puede convertirse en una plaga. Y si los vecinos no aprecian que los beneficios del turismo también llegan a sus barrios, puede aparecer el “tourist go home”. También es un negocio frágil. Cualquier crisis económica o catástrofe lo elimina fulminantemente.
Con el turismo masivo proliferan en demasía bares y restaurantes que invaden las calles y plazas con mesas, sillas y estufas transformándolas en “comederos”, impidiendo, en gran medida, la circulación de peatones.
Otra consecuencia de este fenómeno masivo es la saturación de nuestros queridos monumentos y su consiguiente deterioro, cuyos responsables están obligados a extremar su mantenimiento.
Coros y palmeros de pseudo flamenco molestan a los turistas en busca de propinas. Aunque esta actividad está prohibida, no hay ninguna autoridad que los controle. La Policía Municipal brilla por su ausencia en las zonas turísticas.
Como vemos, la ciudad histórica de Sevilla ha tenido siempre un solo hilo conductor: la inhibición de las administraciones públicas en sus problemas, su gestión y desarrollo, dejando a sus escasos habitantes a merced de las leyes de hierro del mercado, que utilizan “la muy Noble y muy Leal” en beneficio propio.
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