Contando puentes por el río, puertas por la Ronda

Calle Rioja

Una vivencia personal de la Nocturna del Guadalquivir, con la Sevilla del 29 iluminada como una ciudad gótica y la Sevilla del 92 recibiendo a los atletas en el paso del Ecuador

Cartel imaginario y guadianesco para Virginia Saldaña

Corredores de la Nocturna del Guadalquivir por la Avenida de la Palmera.
Corredores de la Nocturna del Guadalquivir por la Avenida de la Palmera. / José Luis Montero

He vuelto a correr la Nocturna del Guadalquivir justo cinco años después. El 27 de septiembre de 2019 fue el último año antes de la pandemia, cuando nos disponíamos a conmemorar el quinto centenario de la primera Vuelta al Mundo. Un día antes, en Caixaforum, mantuve un debate con Moncho Ferrer, hijo de Vicente Ferrer y Anne Perry, la periodista inglesa que fue a entrevistarlo a la India y se quedó prendada de él. Hay fechas y personas que se te quedan. Vicente Ferrer es como Elcano y Magallanes: él también le dio la vuelta al mundo en las zonas más pobres de la India. De ese día recuerdo la felicidad de terminar la prueba y volviendo por el Parque de María Luisa oír por megafonía los nombres de los ganadores. El segundo premio fue para Juan Robles. Después sabría que era el nieto del gran Juan Robles, aventurero de Villalba del Alcor, que estaba convencido de que el vino que iba en las barricas de las naves que comandaba Magallanes era de su pueblo. El Juan Robles atleta es hijo de Laura Robles, la repostera mayor del reino. Dos meses después de correr aquella Nocturna de 2019 me hicieron un cateterismo en el corazón. Tenía 62 años y en el quirófano pensé que ya podía empezar a despedirme de la pasión de correr, que es como un legado de familia.

La he vuelto a correr con 67. Nunca leí a Murakami, que ha dedicado un libro a esta adicción. Como los Juegos Olímpicos de Roma, los de 1960, me cogieron con tres años, no aprecié la gesta del etiope Abebe Bikila entrando descalzo en el Coliseo. No he leído a Murakami, pero mis primeros Juegos Olímpicos de los que fui consciente fueron los de Tokyo 1964. Recuerdo el furor por las anillas en la piscina de empleados de mi pueblo. La pandemia hizo que por primera vez se disputaran los segundos Juegos de Tokyo (2021) en año impar y no bisiesto. Jabalinas y pértigas con mascarilla.

Como en una gimcana, a la salida en la Nocturna del pasado viernes me acompañó mi hijo hasta la salida. Me despidió en el Costurero de la Reina, el sitio donde quedé con María Dueñas para hacerle las fotos cuando inició su gira con El tiempo entre costuras. María, paisana de Puertollano, nació en 1964, el año de los primeros Juegos Olímpicos de Tokyo. Mi primera comunión con el atletismo, un año antes de recibir la del sacramento. Después vendría el Señor Sánchez, un Mariano Haro de Almadenejos, para revolucionar el atletismo en el pueblo y correr maratones hasta cumplidos los ochenta años. Este Sánchez Villaseñor, que ahora da nombre a un estadio del pueblo, fue mi particular Murakami.

Me dejó mi hijo y me recogió mi mujer junto al pabellón donde el Cid da clases de portugués. Ella nació un año antes de los Juegos Olímpicos de México, los de 1968, el año de la matanza de la plaza de las Tres Culturas. Los Juegos del black power que en Puertollano se convirtió en una suerte de contraseña cada vez que lo decía Jesús Carrión, nuestro amigo, el de la panadería donde los niños íbamos a jugar y las madres a calentar en el horno los pimientos o hacer las empanadillas.

El Superhombre de Nietzsche

Pasado Sierpes, la Avenida ya empezaba a llenarse de gente con camisetas naranjas. Le contaba a mi hijo que parecía un partido de la selección holandesa, a la que le ganamos el Mundial de Sudáfrica y echamos de la Eurocopa de Francia 1984 con el 12-1 a Malta. No recuerdo por qué pero empezamos a hablar de Nietzsche, que parece el hombre de moda: lo vi en el titular de una entrevista con Jacobo Cortines y en una crítica de cine de la última película de Paula Ortiz. Volví a pensar en Nietzsche media hora después. Había varias indicaciones para iniciar la carrera: Cajón Élite (los que tuvieran marca registrada) y Cajón General, eufemismo del pelotón de los torpes. Fuimos rodeando una gigantesca alambrada, pasamos junto al Acuario y la nueva ubicación del restaurante La Raza, lleno de gente, y rodeamos el Edificio Elcano, diseñado por el arquitecto Galnares Sagastizábal. Abundaban los grupos: familiares, profesionales, geográficos, pandillas. Yo iba solo y de pronto pensé en Nietzsche. Me entraron ganas de orinar, pero decidí aguantar hasta que vi la hilera de cabinas a modo de mingitorios. Mi hijo me había explicado lo que el profesor de Filosofía del instituto les había contado del Superhombre. No sé si el hombre nuevo que salió de la cabina era pariente del hallazgo nietzscheano, pero me sentía Zatopek. Era el segundo filósofo con el que me topaba. El primero había sido Maquiavelo. El autor florentino de tanta actualidad, pese a que pronto se cumpla el quinto centenario de su muerte (coetáneo de la gesta de Magallanes y Elcano, de Leonardo y Miguel Ángel), da nombre a una discoteca junto al Muelle de las Delicias donde había tanta gente que parecía un cajón de la Nocturna.

Esta carrera es un tributo a la Sevilla del 29. Nos vamos colocando entre los pabellones de Colombia (actual Consulado) y de Brasil, que fue la primera sede de la Escuela de Arquitectura. Al lado, en la Glorieta de México, el pabellón de México. Territorio simbólico de un país donde una Malinche de la Señorita Pepis ha formado una controversia interesada de neófitos gachupines. La iluminación de los pabellones de la Plaza de América (Mudéjar, Arqueológico, Pabellón Real) le dan un aire gótico a la ciudad. La Avenida de la Palmera es una pista de atletismo. Veintiuna mil almas (el mismo número de sillas que va a tener la Magna) en la carretera de Cádiz, la que va a Bellavista, la Venta Antequera y el estadio del Betis, donde Rogelio sentenció que correr es de cobardes.

Del 29 al 92

Entre el público, alguien lleva las almohadillas de la primera de San Miguel en la Maestranza. Por el paseo del río vamos contando puentes, desde el que inauguró Franco junto a la estatua de Juan Sebastián Elcano al que se puso en marcha en tiempos de Isabel II, el de Triana que lleva el nombre de la reina a la que destronó el triunvirato de la Gloriosa (Prim, Serrano, Topete), que también vinieron desde Cádiz. Por el río, la cuenta es puentes: el de Manzanares, la Pasarela, el de la Barqueta; y por la Ronda, el cómputo es de arcos y puertas. El real, el de la Macarena, Virgen coronada el mismo año de los primeros Juegos Olímpicos de Tokyo, y los imaginarios: las puertas de Carmona, de Osario, de la Carne. Todas las puertas que derribó García de Vinuesa. Paso del ecuador en la Sevilla del 92. Vituallas de agua junto a la zona donde estaba La Trocha, vaharadas de freiduría de algunos bares y mucha gente animando a los corredores. Alguno embutido en un disfraz de dinosaurio, por si cayera el meteorito; grupos de tres corredores con un invidente en el centro, como colleras de generosidad; padres con sus niños en carritos; parejas de la mano. No mires atrás, que no te pase como a la mujer de Lot. Y continuamente, la pregunta que Ana Ruiz le hacía a su hijo Antonio Machado: ¿Cuánto queda? Ocho kilómetros y medio. Homenaje a la película de Federico Fellini, Otto e mezzo, de 1963. Un año antes de que coronasen a la Macarena y se disputaran los Juegos Olímpicos de Tokyo. Mis 7 años. Con 67 he vuelto a correr la Nocturna del Guadalquivir. La prueba se anunciaba en los carteles por la Ronda, como en un programa de ópera, la Nocturna de Chopin. Dice Cortines que a Nietzsche le entusiasmó la ópera Carmen. Los corredores pasan junto a la estatua de la cigarrera en el Paseo de Colón, escoltada por un paseíllo de toreros: Curro Romero, Pepe Luis y Manolo Vázquez. Al final, todos salimos por la puerta grande y dimos la vuelta al ruedo por la Plaza de España. La Sevilla de Aníbal González, Nocturna del Guadalquivir.

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