Sin bulla no hay paraíso
En corto
Sevilla/O eso parece. De un tiempo a esta parte, en Sevilla, el verdadero horror vacui no es el que provoca la austeridad en el exorno sino la soledad. La gente se horroriza cuando ve las calles vacías; pero siendo esto comprensible, en el contexto de la pandemia que padecemos, lo cierto es que el pueblo ya no sabe vivir en esta ciudad -ni disfrutar de ella- sin el calor humano. Tampoco es que haya que llevar a rajatabla el ¡Oh, Sevilla sin sevillanos!, según el tópico apócrifo atribuido al hermano de Manuel Machado, pero no es menos cierto que se palpa en el sevillano moderno una sensación depresiva ante la visión de la ciudad deshabitada. Hemos pasado de la explosión demográfica del turismo masificado a una suerte de despoblación soriana que tiene al sevillano a mal traer. Ya digo, anticipándome al previsible tonto de guardia, que no es que uno se alegre de la situación de ruina en la que estamos, pero que al que esto firma le gusta una Sevilla íntima y esencial sin el bullicio y la burricie que se había apoderado de nuestras calles más céntricas en estos últimos años.
La chancla, el pantalón pirata a juego con camiseta de tirantas y el griterío consustancial a la masa humana atacada de kilos producían una especie de espesa niebla que impedía disfrutar de los rincones, callejuelas, atrios y plazas donde murmura el agua de la fuente y solo habla el jazmín en voz baja. Yo cuando leo a alguien quejarse de lo desierta que está la Avenida, la calle Placentines, San Andrés, Sierpes, San Julián o la calle Relator, digo lo que aquel ministro Borbolla cuando Alfonso XIII le contó que en Sevilla estaban cayendo 43 grados: "Señor, la que me estoy perdiendo...".
Como sociedad tenemos aprensión a vivir fuera del rebaño y será por aquello de que el roce hace el cariño que necesitamos el bálsamo recurrente de la bulla, del contacto y todo lo que le cuelga a una muchedumbre. Uno se retiró de la semana santa cansado de la bataola; de no poder contemplar de pie el discurrir de una cofradía sin sentir el encañonado trasero del ‘rabino’ (Robles dixit) de turno o el aroma axilar de una congregación devoradora de semillas tostadas de girasol. Como dijera Rafael Montesinos, “a solas el poeta vence al olvido”, servidor se congracia en soledad con sus recuerdos, desafortunadamente y por desgracia.
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