Banquetes y atracones en el Siglo de Oro
El Rastro de la Historia
Del lugar común del hidalgo hambriento a los fastuosos banquetes reales de Martínez Montiño, pasando (claro está) por 'Una cena jocosa', el divertido poema gastronómico de Baltasar del Alcázar, y la Sacristía Mayor de la Catedral de Sevilla
"La cocina del Barroco, excesiva y miserable, borgoñona y española, artificiosa y frugal, de abusos y hambrunas, es la cocina de las falsas apariencias, la cocina católica". Estas palabras están extraídas de El Goloso. Una historia europea de la buena mesa (Alianza Editorial), del Conde de Sert, un libro tan interesante en sus apreciaciones gastronómicas como prescindible en sus valoraciones históricas, normalmente repletas de simplismo y lugares comunes. Acierta el Conde de Sert al presentar el Barroco como un periodo de contrastes culinarios que van del tópico del hidalgo hambriento, tan del gusto de la novela picaresca española, a los pantagruélicos banquetes de la corte diseñados por los dos grandes cocineros hispánicos del Siglo de Oro: Francisco Martínez Montiño, autor de Arte de cocina, pastelería, bizcochería y conservería (1611), y Diego Granado, que escribió Libro del arte de cocina, que tuvo un gran impacto en todo el continente europeo.
Ver un menú diseñado por Martínez Montiño para un día cualquiera de la corte produce incredulidad. Se componía este de tres partes (llamadas viandas o servicios), cada una compuesta por quince platos tan digestivos como 'Ollas podridas en pastelones de masa negra', 'Pajarillos gordos con pan rallado', 'Platos de membrillos y pollos rellenos rebozados', 'Cabrito asado y mechado' o 'Salchichones de lechones cortados en ruedas mezclados con otros salchichones y lenguas'. Es evidente que ni el más tragón de los Heliogábalos podrían devorar tal cantidad de viandas, pero el banquete real tenía que ser más una demostración del poder y riqueza de la corona que un menú lógico y saludable. Eran otros tiempos. Frente a esto, decíamos, está el lugar común del hidalgo pobre, que describe muy bien el poeta sevillano Juan de Arguijo: "Galarza dijo del marqués de Almansa, pobrísimo y devotísimo señor, que comulgaba de pura hambre a menudo, para comer algo..."
Pero no todos los banquetes tenían la dimensión pantagruélica de los diseñados por Martínez Montiño. Baltasar del Alcázar, otro poeta sevillano -y completamente olvidado por la ciudad-, escribió uno de los poemas gastronómicos más divertidos del Siglo de Oro, Una cena jocosa, en el que se describe una comilona que, si bien abundante, se avenía mejor a la escala humana que las de la fastuosa corte de los Habsburgo españoles. Empieza Alcázar con el pan, una ensalada y el salpicón (normalmente la carne sobrante de una olla convenientemente aliñada). Después continúa con el vino: un aloque, que es como se llamaba al clarete o rosado, de esos que tan sabrosos siguen haciendo por tierras de Valladolid ("Por Nuestro Señor, que es mina/ la taberna de Alcocer:/ grande consuelo es tener/ la taberna por vecina"). Posteriormente, don Baltasar pasa a la morcilla asada y con piñones, a la que considera "señora de gran veneración" y que acompaña de un vino trasañejo, es decir, viejo, con varios años de crianza. "El corazón me revienta de placer", llega a decir el poeta.
Para ir terminando, "el queso sale a la plaza". Y también las aceitunas, que en aquellos años se tomaban como postre. Y, como punto final: "Pues haz, Inés, lo que sueles:/ daca de la bota llena/ seis tragos. Hecha es la cena;/ levántense los manteles". Como verán, es una cena opípara, pero posible para un estómago contemporáneo. Tanto que, en marzo de 1973, un grupo de escritores y periodistas, animados por Manuel Ferrand y José María Osuna, decidieron reproducirla en el Mesón Torre del Oro, con gran satisfacción para los comensales y tanto éxito que la prensa local del momento se hizo eco de tan magno y sabroso acontecimiento.
Aunque no fue corte durante el Siglo de Oro, en Sevilla, debido al poderío económico que le daba su puerto (conectado con todo el mundo, no solo con las Indias), no faltaron los grandes banquetes reales con ocasión de las visitas de los monarcas. Tal fue el caso de los que se dieron cuando Felipe II visitó la ciudad para inspeccionar el final de las guerras moriscas. Especial recuerdo quedó del ágape de recibimiento que se le dio al Rey Prudente en la quinta de Bellaflor, en la Dehesa de Tablada, como describe Juan de Mal Lara en su Recibimiento que hizo la muy noble y muy leal ciudad de Sevilla a la C. R. M. del rey D. Philippe [...]. Con una breve descripción de la ciudad y de su tierra.
Que Sevilla era una ciudad acostumbrada al buen y gran comer no hay duda. Solo hay que ver los hermosos relieves del siglo XVI del arco de entrada de la Sacristía Mayor de la Catedral, un maravilloso catálogo con sesenta y ocho platos que, más allá de sus lecturas teológicas y simbólicas, nos reflejan un riquísimo mundo gastronómico. Dichos relieves han sido estudiados por Juan Clemente Rodríguez en El universal convite. Arte y alimentación en la Sevilla del Renacimiento. (Cátedra). Por este libro nos enteramos que Luis Peraza, en su libro Historia de Sevilla (1535) titula uno de sus capítulos: De la abundancia de pan, vinos, carnes, aves, peces y diversidad de frutas que no solamente se venden en Sevilla, pues mercaderes la cargan para otras partes, y grandes señores a otros grandes por toda España y fuera della las suelen en presente embiar. Poco más hay que añadir.
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