CALLE RIOJA
Diez años sin Cózar, una década con Fito
Hace unos días tuve el privilegio de deambular durante horas por entre las casi detenidas obras de las atarazanas de Sevilla. Las conclusiones que pude sacar de este particular periplo sugieren impresiones que van más allá de la discusión patrimonial existente, y en la que entiendo innecesaria mi presencia, habida cuenta la sobrada nómina de expertos patrimonialistas que la profesión, la academia, el periodismo, o las agitadas barras tabernarias, parecen procurar ya para esta urbe.
Así al margen, como visitante de los trabajos, y reflejo de lo que vi, me centraré en discutir directamente los efectos de la arquitectura allí propuesta, la que se habita, descubre y explora, y su relación con las decisiones que su proyecto estima.
Uno de los elementos esenciales de cualquier arquitectura, en especial, cuando se halla tocada por el interés público, es cómo esta se hace presente frente a aquellos que la experimentan o habitan, su propia ciudadanía. En los valores de esta comunicación entre edificio y ciudadanos los argumentos son culturales y experienciales, principalmente, aunque vengan apoyados sobre un sofisticado entramado de conocimientos técnicos, históricos, sociales o urbanos. En las atarazanas de Sevilla, el proyecto aborda esta comunicación efectiva subrayando y potenciando algunos fenómenos ya existentes, alumbrar lo que allí fue encontrado. El primero de ellos es sin duda su imponente fábrica de ladrillo, en realidad, primera gran ficción, pues históricamente esas paredes casi nunca estuvieron descarnadas. Su experiencia es de una insoslayable contundencia, más aún desde la mirada diagonal, desde la que también se hacen más bellas las plantas basilicales de tantos templos. Para realzar aún más su presencia, el proyecto hace que la fábrica se eleve sobre un mar de piezas de hormigón yacientes, elementos sueltos, desarticulados –y retirables– que generan una impresión del ladrillo mucho más poderosa que la disolución arenosa y continua sobre el recordado albero.
En este conjunto que ha sido de todo –almacén, aduana, vivienda, corral, museo– el proyecto r para el ladrillo sólo cuando su necesidad de consolidación lo hace inevitable, dejando ante nosotros un edificio llagado, que aún soporta las heridas que consignan todo lo que ha sido. Queda expuesto allí donde hubo cabezas de vigas, anclajes, catas y regolas, como una carne lastimada que no necesita más retórica para contar su historia. Igualmente, encontrada es la experiencia de un claroscuro ritmado, resultado de las transformaciones que destecharon en la historia el cuerpo abovedado de algunas de las naves dispuestas.
El proyecto matiza, aplaca, modula su proyección cenital. Las entradas de luz son acotadas. La impresión de ese ritmo entre la luz y la sombra se acentúa, recordando a lo más profundo de nuestra arquitectura vernácula. Y al final del recorrido, otra sorpresa. La cubierta de una nave eleva un pliegue para abrazar la salida a una terraza. Es de nuevo un potenciar lo que allí ya hubo, una existente cubierta plana, otrora inaccesible, que se abre ahora para contemplar de cerca a la Giralda.
Cualquiera que conozca la obra del arquitecto Guillermo Vázquez Consuegra sabrá que a menudo ha hecho del acabado constructivo su argumento. Pero las estrecheces económicas, para tan importante edificio, nos ofrecen aquí, en su lugar, gruesas carpinterías estándar o pasamanos toscamente ejecutados. Las sólidas decisiones del proyecto, sin embargo, su contundencia a la hora de abordar la experiencia general del edificio, minimizan los efectos de su pobre presupuesto y nos salvan de lo que en otras manos hubiera sido, seguramente, un naufragio seguro.
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