¡Que te aproveche! Bajo tu cuenta y riesgo
La Sevilla del guiri
NUNCA pensé que vería este día, teniendo una pata de carne cruda, aquí la llaman una paleta de cerdo, ocupando su sitio en la encimera de la cocina, igual que el tostador, el escurreplatos y el cuenco de frutas. Cada mañana, cuando me levanto de la cama y voy a hacer el café, lo primero que veo es la pezuña, todavía con restos de pelos, sobresaliendo del papel de aluminio que la cubre.
Esta paleta me hace recordar que soy un animal que come otros animales. En mi país, los supermercados tienen todo lo relacionado con la carne minuciosamente envasada y limpia. Las plazas de abastos no existen. Los carniceros trabajan tras puertas cerradas. Si no te paras a pensar, creerías que la carne que estás comprando, tan bien empaquetada, sin huesos, piel y grasa, se cría así de la nada. Por eso, creo yo, los estadounidenses somos tan escrupulosos a la hora de comer manjares ibéricos. No estamos acostumbrados a una presentación tan descarada. Al otro extremo, no me sorprendería si hay españoles que, como a los lobos, se les hace la boca agua al ver un cerdo salvaje en el campo.
Siendo honesto, la idea de que soy animal que come otros animales me hace sentir un atisbo de asco. La idea, no la comida. La comida la disfruto cada día más por lo exquisita que es. Aun así, no creo llegar a ser tan exagerado en mi afición como mi mujer.
-¡Es lo más sano que se puede comer!, proclama ella.
-¿Y este montón de pringue? (todavía quito todo lo posible antes de comer una loncha.)
-Esto no es lo que engorda. Lo que engorda es comerlo con pan.
-Claro -le dije-. Echa la culpa a lo más parecido a la verdura que se encuentra en las cenas de las fiestas de Andalucía.
Una vez, un sevillano intentó convencerme de un estudio que, según él, demostraba que no hay colesterol malo en la grasa del cerdo ibérico. Supongo que no puede haber tanto colesterol malo como en la grasa de un cerdo criado con porquerías. ¿Pero ninguna? ¡Anda ya! Este supuesto estudio me recuerda a los sevillanos que no se cansan de indicar al guiri americano que el tapeo de Andalucía -los serranitos, las ensaladillas, la fritura preparada con aceite de oliva- es sano. Pues, sólo por el hecho de que la comida rápida de Andalucía sea más sana que la del Burger King y McDonalds, no significa que sea sana. La chacina y jamón ibérico me parecen un poco como lo de fumar cigarrillos filtrados: es menos malo.
Quizás sería aun menos malo si los andaluces equilibraran las comidas con más verduras. La verdura de Andalucía es una maravilla, pero malamente aprovechada, al menos en las cenas de las fiestas. He asistido a dos cenas de Navidad en casa de mis suegros. El primer año, la única verdura era espárrago enlatado enrollado en jamón de york. Lo probé pensando que también había dentro zanahoria rallada. ¡Qué va! Era huevo hilado. Soy daltónico y no distingo bien entre el naranja y el amarillo.
La segunda Navidad la verdura simbólica eran las patatas en la ensaladilla, tiernas, tiernas, tan tiernas que cogían la misma consistencia que la mayonesa y las yemas de los huevos cocidos, haciéndose imperceptibles.
No estoy criticando. La ensaladilla, como el espárrago del primer año, no podía haber sido más sabrosa, sólo que la verdura estaba escondida, como si fuera un secreto vergonzoso. A veces no hay verdura en absoluto en las mesas festivas y comunales. Últimamente mi mujer y yo fuimos a una barbacoa en Montequinto donde lo más parecido a verdura -aparte del pan, claro- era el puño de madera del cuchillo utilizado para cortar los embutidos.
Hay un anuncio en EEUU de una píldora antiacidez que tiene como lema: "A mí me gusta (perritos calientes, por ejemplo), pero a ellos no les gusto yo," causándome indigestión. Eso es lo que me pasa a mí con la comida de Andalucía. Cambiaría tan sólo "a mí me gusta" para decir "a mí me encanta."
¡Cómo me encanta! En la sierra de Huelva, en una casa refugio de los hermanos maristas llamada Villa Onuba, ponen a sus huéspedes comidas andaluzas tremendas, no sólo de calidad sino de cantidad. Si los seres humanos fueran cerdos, los mandarían a Villa Onuba para comer dos o tres meses antes de la matanza, si no se mueren de un infarto primero, claro.
Empiezan sirviéndote una ración grande de chacina elaborada localmente, después un guiso con carne, legumbres y verdura (la verdura con un papel secundario, es verdad, pero lo suficientemente importante para que la película no sea igual sin su presencia) y después un plato rebosando de carne, salsa y patatas fritas. Y por último, el postre, normalmente fruta criada en las huertas de la villa y después conservada por los hermanos. Todo es casero, acompañado por vino, y cocinado por algunas mujeres muy simpáticas de Fuenteheridos, el pueblo de al lado. Normalmente, cada plato sería suficiente para saciarme. Pero allí, mis tripas dan de sí. Me emociono con tanta comida. Si no me controlo, trago sin masticar, no disfrutando de lo que está en mi boca, porque estoy pensando en qué voy a coger después. Cuando termino de atiborrarme, no puedo imaginar tener hambre nunca jamás.
Si me mandaran a la matanza en este momento, moriría feliz y dispuesto a adornar las mesas de Andalucía, sin importarme la guarnición de verdura.
¡Quién me ha visto y quién me ve!
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