"Los héroes del siglo XX hacen la historia a pie. En Sevilla seguimos a caballo"

Antonio Cascales · Escritor

El escritor, autor de una trilogía sobre los heterodoxos sevillanos, reivindica la cultura como salvación y esboza su tesis sobre 'los invariantes', el inquietante poder sevillano

Carlos Mármol / Sevilla

21 de julio 2012 - 07:28

En mitad del océano de casas adosadas del Aljarafe vivir en una urbanización de pisos, aunque cuenten con un jardín comunitario, es una anomalía feliz: una réplica urbana en pleno territorio suburbano. Pago de Santa Eufemia. Interior día. El escritor nos recibe en su domicilio. Es la torre íntima de un renacentista. Puertas abiertas: entramos hasta la biblioteca pero nos sentamos en el salón.

-¿Alguien que en Sevilla decide decir lo que piensa es impertinente, inconsciente o sincero?

-Impertinente. Lo que aquí pide el guión no es decir lo que se piensa, sino lo que se siente. Es la ciudad de la copla. Con eso está dicho todo.

-¿Lo que se siente no es la verdad?

-Es parte importante de la verdad. Pero la reflexión es otra cosa distinta. Pensar aquí no es lo que se pide. La ciudad sólo valora las

emociones, sean éstas propicias, adversas, contradictorias o agridulces.

-¿No será más bien que sólo nos gustan las emociones canónicas?

-Estamos en una ciudad, como se ha visto con la estatua de la Puerta de Jerez, acéfala. Ya lo era cuando el tráfico de Indias. Nunca tuvimos una dirección propia y clara.

-Pues es nuestro gran mito patrio.

-La aventura americana, sin ningún género de dudas, es lo más importante que le ha pasado a Sevilla. Pero ni una sola casa noble daba al río, al contrario de lo que ocurría en Venecia. Ninguno de los grandes hizo su palacio junto al Guadalquivir hasta que unos advenedizos del mundo del comercio, la familia de los Corzo, rompieron con la norma. El río era la vía del comercio indiano, pero en Sevilla sólo se entendía como un hecho burocrático.

-Me han dicho que usted aprendió a leer en un ateneo libertario.

-Yo fui al colegio Alfonso X El Sabio. Fue mi padre, que era hijo de un jornalero y trabajaba de picapedrero en Gerena. Completamente analfabeto, tenía 20 años cuando llegó la República y, como cuando sortearon las quintas salió libre, aprovechó y en cinco años, entre 1931 y 1936, aprendió a leer y -lo digo conmovido- se leyó toda la literatura universal a su alcance.

-La cultura es un acto de salvación.

-Esa impronta fue muy poderosa en él. También en mí. El sentimiento religioso, la creencia fervorosa, en el poder de la cultura. Todavía conservo su colección de libros: El hombre y la tierra, de Eliseo Reclús. Le costó medio año de sueldo. Con ella no sólo aprendió a leer, sino que adquirió una visión del mundo que yo aún conservo viva. Fundamentalmente: el hombre es bueno. Quienes lo hacen malo son el Estado, la Iglesia y los patronos.

-¿Por ese orden?

-Sí. Aunque después de la guerra cada mañana le oía quejarse de forma elegiaca del daño que le hizo el anarquismo a la República. Cuando se abrieron las primeras Casas del Pueblo quienes más horas pasaban en ellas eran gente de padre o abuelo anarquista. Lo suyo era una mística. Creían que bastaba con que la gente supiera leer y escribir para que se arreglasen los problemas. Lo cual no es cierto, pero es más cierto que su contrario.

-Ahora la cultura es un espectáculo.

-La cultura hay que trabajarla todas las mañanas, regarla, como la tierra. Necesita dedicación. Hemos perdido el hábito de hacer esta labor de forma cotidiana, concienzuda. También perdimos la fe en lo que contamos. Y esto sí es mortal.

-Explíquese.

-Unos amigos mexicanos de Nuevo León, una ciudad mediana, me contaron que su padre, que era un señor acomodado, les obligaba con siete años a leer un capítulo de El Quijote todos los días. Entero y en voz alta. Hablan un castellano perfecto. Al principio, lo toleraban mal, pero después descubrieron el libro por sí mismos y repiten el rito. Un padre mexicano así ya no lo tenemos en España. Lo echaremos de menos cada vez más.

-¿Sevilla es una ciudad culta?

-Tiene los ingredientes para serlo: densidad de lecturas históricas, artísticas, monumentales, tradición. Es una ciudad escenario, visual. Pero la puesta en escena aquí devora a la reflexión. Actuamos: o somos extras de Carmen o del Don Giovanni. Siempre estamos a punto de ser llamados a escena.

-¿Es amigo de la nostalgia?

-No.

-Entonces la Sevilla actual le parecerá mejor que la de su infancia.

-Mi niñez fue feliz. Después, ya en la Universidad, conocí otra ciudad. En la Fábrica de Tabacos te metías en el aula de Griego y encontrabas a Agustín García Calvo, el catedrático, poniendo discos de Brassens en un picú, hablando del anarquismo francés. No era la norma, claro. La norma, y lo digo con inmenso respeto, era don José Hernández Díaz, que explicaba historia del arte sólo hasta Delacroix. Hablo de la Sevilla de 1962. Intelectualmente era una ciudad pobre y amarrada.

-¿Por qué estudió Ciencias?

-Es lo que hicieron todos mis amigos. El único que se matriculó en griego era un melón. El fervor por las humanidades ya lo tenía en mi casa. Estudiar por la mañana en una pizarra la teoría del ácido-base y por la tarde aplicarla en un laboratorio fue fundamental para mi formación. En mi etapa como empresario conocí a gerentes que venían del Derecho y carecían de práctica. Ese tránsito de lo teórico a lo práctico es excelente. Se lo deseo a cualquiera para la vida real.

-Le preguntaba por su valoración de la Sevilla actual.

-En el Aljarafe estoy un poco distante, pero creo que los invariantes permanecen, aunque la ciudad se haya ensanchado. Puedes ir cada quince días a un concierto, un regalo inimaginable en mi juventud. Se han perdido los cine-clubs. El centro es acogedor, grato, pero han desaparecido las librerías, cosa que me produce gran desconsuelo. La ciudad es más habitable. Todo el mundo se mete con las 'setas' pero a mí me gustan. Son arquitectura de su tiempo. Salvo la Plaza de España, el siglo XX sólo ha dejado arquitectura mimética. La ciudad requería un signo poderoso de este momento. A cada época su arte y a cada arte su libertad.

-¿La Torre Pelli?

-Cada tiempo tiene sus signos de prestigio. En las cofradías es la antiguedad, en las torres es la altura. Es coherente que Sevilla tenga su rascacielos. Aunque yo propondría llamarla Torre Jacinto Pellón.

-¿Quiénes son 'los invariantes'?

-En Sevilla existe un poder ausente, lo cual resulta muy inquietante. Es gente que viene de los pueblos. El alcalde actual es de Montellano y el anterior creo que era de La Rinconada. ¿Por qué no tenemos un alcalde nacido en la Alfalfa?

-¿Eso es un problema?

-Lo mejor que tiene Sevilla es su genoma. Contar con una densidad de ancestros genoveses, francos, ingleses y flamencos insólita. Eso es lo que produce el sevillano fino y frío de Unamuno. Un pueblo con gran intuición para la hermosura y que entiende el sentimiento profundo de que la vida pasa y de que lo andaluz es saber estar y saber pasar.

-Un principio estoico.

-Sí. Ese núcleo original de la ciudad sufrió oleadas de ruralización reiteradas a lo largo de su historia. Para la Expo del 29 viene gente de Almería, de los pueblos, de la Alpujarra: cambian las sevillanas, enriquecen la gastronomía, traen muchas cosas buenas, pero al mismo tiempo importan machismo, cultura patriarcal, los valores de la frontera, que son bárbaros. Entre la Restauración y la primera Guerra Mundial el campo andaluz dio mucho dinero a quienes mandaban. Los señoritos compraron casas en Sevilla, impusieron sus valores. Cinco o seis años antes de la Expo del 29 hubo una manifestación de sevillanos oponiéndose a su celebración. En las obras se pagaba a los jornaleros más de lo que ellos daban por recoger aceitunas. Para ellos era un problema. La Sevilla de esta etapa se ruraliza demasiado, se vuelve xenófoba. De esa ciudad es de la que sale corriendo Cernuda. Lógico. Ser delicado aquí debía ser todo un problemón. Esto mismo vuelve a ocurrir miméticamente en 1992. La Expo suscita el rechazo de la derecha porque ve que a la izquierda le iba a salir algo bien de verdad y, además, no estaba en el programa de las cofradías.

-¿La Expo quiebra el 'statu quo'?

-Sevilla hizo su pabellón al margen de la Expo, no fuera a ser que cogiera el sarampión. Y Alejandro [Rojas Marcos] entró en el recinto de la Muestra en un coche de caballos.

-Hizo una 'toma' de la Cartuja, igual que San Fernando en 1248.

-Sí. Ese tipo de cosas que con el tiempo se vuelven grotescas.

-¿No seguimos siendo una ciudad condicionada por lo agrícola?

-La ruralización sigue viva sobre todo en el ámbito simbólico. Sevilla es que es muy difícil. Una de las características del siglo XX es que sus héroes están descabalgados. En los Campos Elíseos hay estatuas de De Gaulle, Churchill, Kennedy. Todos ellos ya se han bajado del caballo. La gente que hace la historia la hace a pie. Aquí seguimos todavía a caballo. En la Feria de Jerez ví pasar una vez en un caballo precioso a Álvaro Domecq. Me sentí fascinado. Pero no nos engañemos. Aquello era un acto de vasallaje. El avasallamiento por la vía de lo estético es un mecanismo que perdura.

-¿Cómo perdimos el cosmopolitismo y abrazamos el vasallaje?

-El cosmopolitismo que pudo engrendrar la carrera de Indias quedó absorbido por el tejido social. Los Cromberger eran una dinastía de impresores. Sus nietos se cambiarían un poco el apellido, pondrían una tienda, se comprarían una finquita. Todo eso. En 1717 Sevilla pierde la cabecera de las Indias. Parte de esa gente, su espíritu, se traslada a Cádiz, donde yo creo que sigue vigente. Aquí, en cambio, se diluye porque es periódicamente devorado por las oleadas rurales, que también aportaron otras cosas muy serias a Sevilla.

-Todo el mundo asumió el patrón de la emulación, la llama arcaica.

-Este ideal es muy significativo en Sevilla. Lo buscan todas las clases sociales. Ahora estoy leyendo un libro: Viena 1900. Fin de siècle. Dice algo significativo por lo que tiene que ver con Sevilla. Cuenta que la burguesía liberal austricana tomó el poder no porque tuviera la energía de la francesa, que aniquila a la aristocracia y decapita al monarca; o la inglesa, que mantiene la aristocracia previo pacto, sino porque había perdido dos guerras: la batalla de Solferino y la derrota 1866 con Prusia. Esta humillación de la corte impulsa a la burguesía. No es su fe en sí misma o en sus valores. Eso también pasa en Sevilla: la burguesía llega al poder, pero por poco tiempo y traumatizada por la quiebra del Banco de Sevilla, que desmanteló a esta posible clase local, e ideológicamente fue anulada por la Restauración. Gente como Bonaplata empezó a quedar poca. Nos convertimos en una ciudad de quincalleros, distinguidos, exquisitos, con pretensiones, que sabemos mucho de los ritos, de si para ir a los toros hay que llevar el fleco negro o blanco y dueños de los lenguajes visuales, que además aquí hacemos muy complicados.

-¿Y debajo de todo eso hay algo?

-Se le da importancia. Y me parece muy bien. Es bueno un cierto arte de vivir. Lo que pasa es que nos volvemos demasiado ritualistas. Hubo un tiempo en que yo visitaba los altares del corpus, que me interesaban bastante, pero después dejé de hacerlo. Tenían un grado de mimetismo terrible. En esta ciudad se mimetiza mucho. No es bueno.

-Usted ha escrito una trilogía de novelas sobre la Sevilla heterodoxa : los judeoconversos, Olavide y José María Blanco White.

-Los tornadizos es fruto de una fascinación, primero mítica y después histórica, por el personaje de la Susona. El primer proceso inquisitorial en Sevilla contra los judeoconversos es un ajuste de cuentas entre dos poderes económicos de la ciudad. Un tema de mucho cuidado. La cultura de los comerciantes, que está en ascenso, frente a la cultura militar, que no quiere perder privilegios. Rodafortuna está basada en Olavide, incluyendo esa extraña relación con su prima y su marido, un asunto a tres un poco complicado, como en Jules et Jim. Esta novela tenía más elaboración estilística. Yo estaba muy impactado por Carpentier, del que me fascina su capacidad para crear atmósfera densas y contar tiempos idos con enorme sensibilidad. La dedicatoria del libro decía: "A mis amigos en el poder, piadosamente". Y mis amigos, conmovidos, me presentaron el libro en la Biblioteca Nacional. Al fantasma de Blanco White lo persiguí ya mucho después por el Imperial College, en Kensington.

-¿Qué conclusión saca tras sumergirse en estas tres historias?

-Que la ciudad tiene elementos catalizadores que acentúan la eficacia del muelle de retroceso.

-¿Sevilla es el bosón de Higgs?

-Sevilla es una ciudad de realengo, pero a partir de Enrique II, que ya es un Guzmán por parte de madre, deja de serlo psicológicamente para convertirse en la ciudad del señorío. La cosa esa de "aquí pago yo", de los hidalgos. Los héroes son el Cid y el Marqués de Estella, esto es: Primo de Rivera. Y los dos van a caballo. Ese mimetismo sigue ahí, no tanto por las personas, sino por otro orden de cosas. Cataliza una especie de regresión impropia. Ahora estoy preparando una novela sobre Antonio Machado y Núñez, el rector, el abuelo del poeta. Sevilla entre 1840 y 1870. Hay que ver lo que era explicar a Darwin en esa ciudad, sobre todo por el papel de alguien como el doctor Mateos Gago, muy culto, pero carlista. Él quería haber parado la historia en la Revolución Francesa y darle para atrás. En Sevilla todo esto sigue pasando, aunque mucha gente no comparte esta actitud. Se vio en la Expo.

-¿Esos personajes son 'los invariantes', los que controlan Sevilla?

-Sí. En el sentido profundo. Tienen sus propias inercias; también una enorme capacidad de absorción. Luego hay otra gente de clase media-alta cultivada, que ha viajado por Europa, ha salido de las calles Feria y Pureza, pero los invariantes todavía son muy poderosos.

-La transición en Sevilla no logró modificar esta herencia. El pacto político consistió en no tocarla.

-Yo diría que fue por respeto: la izquierda es muy respetuosa, en cierto modo, con lo que hace el pueblo. Y eso que a este pueblo le faltan unos cien años de escolarización. En Prusia la escolarización obligatoria empezó en 1880 con Bismarck. Aquí empezó en 1960. De todas formas, ¿qué iba a hacer un alcalde de izquierdas frente a un miembro de la dinastía de los Ybarra que se ponía en la puerta del colegio electoral a ver cómo votaba la gente a la que había dado trabajo durante cinco generaciones? Nada. La riqueza es poder. Con el dinero que ganaron gracias a la recalificación de sus haciendas, Santa Eufemia es una de ellas, hicieron ciertas cosas. No tiene arreglo. Es así. Los poderes fácticos son importantes: los Ybarra, que también han hecho otras cosas buenas, creo que son o han sido hermanos mayores de El Silencio, claro que no se puede usted imaginar la cantidad de periodistas progres que también salen en esta misma cofradía.

-¿Los 'invariantes' existen porque siempre permanecen o porque otros muchos también quieren serlo saliendo en El Silencio?

-En Sevilla nacemos con la escena puesta: nos llevan de pequeños a ver las cofradías, la Catedral, el Archivo de Indias. A la edad a la que nos apuntan a La Borriquita en Escandinavia les explican a los niños qué es un sindicato. En Escandinavia un sindicato tiene poder. Aquí nos dedicamos a estas cosas. Es un fenómeno potente, pero deberíamos tomárnoslo de otra forma.

-¿La disidencia en Sevilla está condenada a ser siempre efímera?

-No es tan efímera, lo que ocurre es que hemos seguido el relato de la historia de Sevilla de Luis Montoto: la Sevilla imperial, la decadencia de los ilustrados. Tú lees la biografía de Francisco de Bruna de Romero Murube y se le escapan cosas de la ilustración que cantan. Los ilustrados son negados pero no son tan efímeros como algunos piensan.

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