Vandalismo en el kilómetro cero de las Hermanas de la Cruz
Calle Rioja
Han dejado el crucero sin la cruz. Los turistas se hacían fotos bajo la lluvia, algunos bien formados e informados citaban a Audrey Hepburn en My Fair lady. La lluvia en Sevilla, especialmente en tiempos de sequía, es una pura maravilla. Pero había dejado la plaza Virgen de los Reyes desierta de coches de caballos. Los cocheros no tienen nada contra Audrey Hepburn ni George Cukor, director de la película, pero para su negocio son más partidarios del sol. Los bares de la calle Alemanes estaban a tope y el trasiego era continuo.
Donde empieza Mateos Gago hay un callejón que da a uno de los lugares más misteriosos de la ciudad. Se trata de la plaza de Santa Marta. Un espacio de minorías. Los arquitectos le llaman adarve a esa apertura de espacio en una pinza entre solares contiguos. Entra muy poca gente, pero la noche del sábado entró quien no debía. Arrancaron la cruz, desmocharon el emblema de la plaza, de uno de los rincones de la Sevilla oculta, secreta, misteriosa o como queramos llamarla.
La semana pasada, con motivo del centenario del nacimiento de Italo Calvino, se celebraron en la Casa de los Pinelo unas jornadas para recordar el Seminario de Literatura Fantástica que tuvo lugar en Sevilla, organizado por la Universidad Menéndez Pelayo y Ediciones Siruela, entre los días 24 y 28 de septiembre de 1984. Han pasado casi cuatro décadas pero los recuerdos para quienes las vivieron están muy frescos. Uno de los participantes en aquellas jornadas fue el escritor gallego Gonzalo Torrente Ballester, el autor de La saga/ fuga de J.B. o Los gozos y las sombras. Junto a otro de los participantes en el seminario, Antonio Rodríguez Almodóvar, Mercedes de Pablos recordó cómo se gestó la fotografía de Borges y Torrente Ballester en la terraza del hotel doña María, hecha por Juantxu Rodríguez, a quien los amigos llamaban Maradona, reportero gráfico que murió cuando acompañaba a Maruja Torres cubriendo para El País la invasión de Panamá por tropas norteamericanas. Entrevisté a Torrente Ballester en el bar Giralda y me hizo dos confesiones: le gustaría escribir un relato sobre Vicente el del Canasto, personaje del neorrealismo sevillano que entonces era como un espectro en los semáforos de la ciudad; y si volvía a Sevilla no dejaría de pasarse por la plaza de Santa Marta. Un recodo muy cerca de la Giralda, muy lejos del tipismo, que le había impresionado por su recogimiento.
La plaza de Santa Marta es como el patio del hobbit. Esa fotografía de Borges y Torrente cambiándose los bastones ha dado la vuelta al mundo. Está en muchos lugares. Dos ciegos asomados a uno de los lugares más hermosos (el mejor cahíz de la tierra, dicen que llamó Antonio Domínguez Ortiz al triángulo Catedral-Alcázar-Archivo de Indias). En la mesa redonda, con imágenes facilitadas por el arquitecto Marcelo Martín, agitador cultural del año Calvino, también intervino Francisco Gallardo, cuyo Cuaderno de San Lorenzo está muy cerca del bar El barón rampante, que en la Alameda rinde tributo desde hace décadas al escritor italiano. Rodríguez Almodóvar contó una anécdota deliciosa. En el hotel doña María, Borges había quedado con Italo Calvino. De pronto, le dijo a María Kodama que el italiano ya estaba allí. ¿Cómo lo sabía? “Por el silencio”, respondió el argentino. El aura discreta, casi cartujana del italiano, con la única salvedad de las blasfemias que soltó cuando supo que Iberia le había extraviado la maleta.
La ceguera y el silencio de estos tres genios de la literatura fantástica es una triste metáfora del último atentado del vandalismo contra el patrimonio de la ciudad. Cuatro décadas después, si Torrente Ballester viviera se escandalizaría ante este despropósito. La ceguera y el silencio no son ahora atributos de los genios, es el estrabismo moral y el mutismo de la indolencia, la resignación, la indiferencia. No son los suevos, vándalos y alanos que ya no se estudian en los colegios: es la barbarie de la banalidad, de la mediocridad, la estulticia de atacar aquello que no se puede defender por la sencilla razón de que nadie lo defiende y tampoco lo protege.
Es una plaza de forma irregular a la que llega el sonido de las campanas del convento de la Encarnación y se ven las copas de los árboles circundantes; también llega la música laboral de la vajilla de los bares de la calle Mateos Gago, apellidos de un sevillano de Grazalema que fue canónigo y como cuenta Rafael Raya Rasero en su última novela gran defensor del patrimonio artístico de la ciudad.
La plaza de Santa Marta, meta volante de los turistas que fortuitamente la descubren, tiene un par de placas que informan de personajes importantes que vivieron en las casas adyacentes. El 11 de junio de 1649 en una de ellas falleció Mateo Vázquez de Leca, canónigo de la catedral y arcediano de Carmona. El mismo nombre y apellidos de quien un siglo antes, con idénticos atributos eclesiásticos, fue secretario de Felipe II y confidente del conde-duque de Olivares.
El 23 de abril de 1878 muere en una de las pocas casas que rodean la plaza José Torres Padilla. De sus numerosas virtudes, “varón de austera penitencia, predicador de apostólico celo, prudentísimo director de espíritus”, destaca el hecho de haber sido fundador de la Compañía de Hermanas de la Cruz. En la casa de Torres Padilla es donde en 1872, un año antes de la Primera República, María de los Ángeles Guerrero, que murió en la Segunda, la futura Santa Ángela de la Cruz, “escribió sus papeles de conciencia y fue dando forma a su instituto”. Ayer la Iglesia celebró el día del Domund para reconocer el trabajo de sus misioneros y cobra más vigencia una de las frases de la fundadora de la congregación: “Hay que hacerse pobres con los pobres para llevarlos a Cristo”.
Las virtudes que especifica Santa Ángela de la Cruz como norte de su cometido, “el cariño, dulzura, respeto y humildad con que deben tratar a los pobres”, es precisamente lo que se echa en falta en quienes amparados en la ausencia de vigilancia y en la falta de sensibilidad (que no se vende en estancos ni farmacias) atentaron con total falta de cariño, de dulzura, de respeto y de humildad contra un tesoro del miniaturismo artístico, una plaza sin puertas pero con ventanas, apenas sin suelo que pisar pero con todo el cielo para rezar con las directrices de la fundadora de las hermanas de la Cruz. Ya no está clavada esta cruz, pero sigue en pie el monte del olvido en una cordillera de ochomiles de abulia, desdén y grandilocuencia.
La plaza donde nació el carisma de las hermanas de la Cruz se ha quedado sin cruz. Con sus delirios de poca monta, soñarán con el Louvre, pero se han llevado el Gólgota. Les pesará en las manos.
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