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Chabolismo en Sevilla

Los asentamientos de Torreblanca, Camas y Palmete siguen en pie desde hace décadas, pero no recibirán fondos europeos para erradicarlos.

El poblado de Camas, bien visible desde el puente de la A-49.
Fernando Pérez Ávila Sevilla

17 de octubre 2016 - 05:03

Jueves 13 de octubre. Diez y media de la mañana. Un Citroën C4 de color gris esquiva los baches en el camino de entrada al asentamiento chabolista de Torreblanca. Aparca junto a una de las chabolas, al otro lado de los restos de un coche quemado, junto al que pasta un bonito pony. Cuatro habitantes del poblado caminan por la calle principal del mismo y se acercan a los ocupantes del vehículo. Creen que son policías y los miran con recelo. "No somos policías. No es la primera vez que nos confunden porque el coche es el mismo que llevan los secretas. Somos periodistas. De verdad". No terminan de creerlo hasta que los informadores enseñan sus carnés profesionales, una pequeña libreta, un bolígrafo y una cámara de fotos. Hay alguna risa entre los más jóvenes, quizás los únicos que saben leer. La tensión inicial desaparece. "Pasen, por favor".

De una de las primeras chabolas sale una mujer vestida de negro. El traje le cubre la cabeza, le tapa el pelo por completo y sólo deja ver su rostro. Parece una mujer iraquí y el lugar en el que vive no debe ser muy diferente a una calle de Bagdad. Lleva un martillo en la mano derecha y unas puntillas en la izquierda. Explica que está haciendo obras en su casa. Se le aprecia un marcado acento portugués. Se llama María Elena Dos Santos Marques. Efectivamente es portuguesa, pero su marido era español. Lleva más de 35 años viviendo en el poblado. El luto, explica, es por su marido, que murió no hace mucho. "De una cosa mala", precisa. Ya siempre vestirá así, aunque sólo tiene 61 años. "El luto es para toda la vida".

Vive sola en su chabola. En la puerta hay un sofá sin tapicería y con los muelles al descubierto. La mujer se disculpa y se mete dentro, a seguir con su trabajo. Está colocando unas puntillas junto a un espejo, para después colgar algo. De un clavo similar penden algunas bolsas. Muy cerca, una mesa herrumbrosa sostiene un televisor pequeño y antiguo, de tubo, que está permanentemente encendido. Todas las paredes están hechas con paneles de madera o aglomerado, pero llama la atención la cortina que cubre la pared del fondo, que tiene un bonito y moderno diseño. Delante de ella hay una especie de banquillo como los que había antaño en los campos de fútbol. Sobre él se apilan mantas, sábanas y ropa. "Se pasa mucha hambre, hijo, yo cojo chatarra cuando puedo, pero no da para vivir".

El asentamiento está junto a la carretera que va de Torreblanca a la cárcel de Sevilla-I. El terreno es término municipal de Alcalá de Guadaíra. Hace más de treinta años que el poblado estaba unos metros más cerca de Torreblanca, todavía en término de la capital. "Vivíamos junto a una fábrica de pollos, pero nos mandaron aquí", recuerdan las vecinas más antiguas. El asentamiento se trasladó a Alcalá por unas inundaciones, según recoge el informe especial de chabolismo en Andalucía elaborado por el Defensor del Pueblo. Este documento, del año 2005, hacía referencia a un censo del poblado, en el que por entonces vivían 263 personas en 63 chabolas. Hoy, once años después, no existe ningún registro actualizado, pero los propios habitantes calculan que hay unas 50 chabolas y que en ellas pueden vivir entre 200 y 250 personas. "En algunas, como las de María Elena, vive una sola persona. En otras hasta ocho. Hay muchos niños", precisan, si bien la práctica totalidad están escolarizados y por eso no se ven por la mañana. Sólo hay una niña pequeña y la madre precisa que no ha ido a clase porque está enferma.

Carmen Gómez era una niña cuando se trasladó con su familia del antiguo poblado al nuevo. Tiene 42 años y no conoce otra forma de vida que no sea en un asentamiento, al igual que sus dos hijas. "¿Qué quiere que le diga? La vida es muy dura aquí. Sobre todo en invierno. Si tenemos que ir al servicio cruzamos la carretera y lo hacemos allí. Señala con un brazo hacia un polígono industrial al otro lado de la vía. Puede usted comprobar que no le miento. Si se da una vuelta por allí lo va a ver". María Lourdes, María Cristina, Manuela de los Santos y Elena Márquez dan fe de las extremas condiciones de pobreza en las que viven. La primera de ellas, también viuda, ha sido operada del intestino. "Me han cortado las tripas, necesito ir al médico con regularidad y cuando me pongo mala no tengo otra forma de ir que andando", dice, y se queja de que han cambiado de sitio el centro de salud de Torreblanca y ahora está mucho más lejos.

"Mire usted, la luz la robamos, ¿para qué le vamos a engañar? No se puede vivir sin luz", apunta otra vecina. Un chico de 16 años explica cómo calienta el agua, introduciendo en un barreño lleno la resistencia de una freidora. "Cojo lo de abajo, lo que se calienta y lo meto en el agua. Sé que es muy peligroso, una vez me dio un calambrazo fuerte, pero qué puedo hacer". El chico tampoco conoce lo que es la vida fuera de un asentamiento. A su edad, sufre uno de los principales problemas de estos núcleos de población. Los niños están escolarizados pero, llegada la adolescencia, suelen abandonar sus estudios.

En el poblado viven españoles y portugueses, aparentemente en buena sintonía. Casi todos son gitanos. La mayoría de los habitantes se dedican a recoger chatarra y cartones. No se ve a nadie vendiendo droga o consumiendo, pero todavía no han dado las once de la mañana. Ya lo apuntaba el Defensor en su informe: "Los asentamientos cambian mucho si se visitan por la mañana o por la noche". La religión es el principal elemento vertebrador. Casi todos los vecinos son miembros de la Iglesia Evangélica, el Culto, como lo conoce la gran mayoría de la población gitana. "Es lo que nos mantiene con fuerzas". Casi todas las tardes hay misa en una de las chabolas. Por la mañana la iglesia está cerrada y la persona que la lleva no está. "Vengan ustedes una tarde, les va a gustar, y pueden hacer un buen reportaje". Queda pendiente la invitación.

El de Torreblanca es uno de los grandes asentamientos chabolistas de la corona metropolitana de Sevilla. El otro es el de Camas, compuesto por varias decenas de infraviviendas y ubicado junto al puente de la A-49. En su origen, este asentamiento fue formado por ciudadanos rumanos. A principios de la década pasada, cuando Rumanía aún no formaba parte de la UE, la Policía hizo continuas redadas de extranjería en el poblado, que se desmanteló en varias ocasiones. Ahora parece más grande que nunca.

Dentro de Sevilla también hay pequeños núcleos chabolistas. Hay casas prefabricadas junto a la avenida de la Paz, en el Polígono Sur, y un conjunto formado por doce chabolas en Palmete, junto a la sede de Correos. Uno de sus habitantes es Santos Carbonell, un gitano de 82 años, natural de Madrid, que lleva 33 viviendo en Palmete. "Perdonen que no me levante, pero me fallan las piernas", dice, sentado a la lumbre de una pequeña hoguera, en la que pasa la mañana escuchando la radio y fumando. "No estamos mal aquí, aunque estamos apuntados para una casita. No sé cuándo nos la darán". El poblado consiste en una hilera de casas en un estrecho camino entre la mole del edificio de Correos y un canal en el que apenas queda agua y que los chabolistas usan de vertedero.

Ninguno de estos núcleos tiene la atención que la administración presta al Vacie. Ni hay caracolas, ni aseos ni grupos de teatro. Para sus habitantes no hay fondos europeos previstos, aunque sueñan con vivir en una casa. "Yo no quiero dinero, sólo una vivienda", dice Elena Márquez, de 22 años y madre de dos niños. En las chabolas de Torreblanca, Feder suena más a tenista suizo que a fondos comunitarios. "Sí, hemos oído algo de que iban a dar dinero para quitar el Vacie... ¿Cuánto dice? ¿Quince millones?... Puffff...".

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