¡Salud y suerte!
La Sevilla del guiri
EN España, hay una voz que me persigue y me repite: "¡Qué suerte tienes! ¡Qué bien vives! ¡Qué suerte!".
Los estadounidenses tenemos recelo de la suerte. No creemos en ella a la hora de reconocer el mérito de nuestros supuestos logros. Creemos en el hombre hecho a sí mismo, creemos que controlamos el destino, no al revés. Desde muy joven se nos inculca que la suerte sólo tiene un papel en los juegos de azar, y si conseguimos gratificación a causa de ella será regalada, no ganada, y por lo tanto tendrá menos valor.
Un español diría acerca de un hombre que ha perdido su trabajo: "No ha tenido suerte". Diría yo: "No ha podido mantener su puesto". Un español diría sobre un torero al empezar el tercio de muerte: "A ver si tiene suerte con la espada". Diría yo: "A ver si no lo estropea todo". Un español diría sobre un Don Juan: "Tiene mucha suerte con las mujeres". Diría yo: "Tiene un don".
Nunca me olvidaré de lo enfadado que se puso un amigo mío de Nueva York, modelo, cuando un amigo en común, frustrado por su carrera profesional, le dijo, supuestamente en broma: "Te ha tocado el gordo genético". La insinuación de que todo su éxito se debía a la buena fortuna de su cuerpo esbelto y sus rasgos bonitos, y no al resultado de machacar, perseverar y arriesgarse en su carrera, le enfadó, y con razón.
Cuando los españoles me dicen, "¡Qué suerte tienes!" con tener un trabajo ameno, una familia sencilla y unida, un día a día sin deudas, y tiempo libre para disfrutar de los míos, tengo que resistir el impulso de decir, con genio:"No tiene nada que ver con la suerte."
La forma típicamente estadounidense de ver una oportunidad profesional, una vida familiar feliz y una manera no agobiante de ganarse la vida, es pensar que todo es gracias al talento, valentía y astucia. No hay nadie que sepa mejor que yo que este enfoque sería tenderme una trampa ineludible, porque, cuando las cosas no me salgan con tanta facilidad y éxito, no podré echar la culpa a nadie o nada, menos a mí.
Seguro que por eso me resulta a veces tan cargante cuando la gente, haciendo referencia a mi vida, dice: "¡Qué suerte tienes!". Si durante tantos años me culpaba por no poder publicar regularmente, no encontrar mi media naranja, no tener un trabajo cómodo e interesante, ahora que sí he llegado a conseguir todo eso, no quiero que alguien me quite la oportunidad de echarme un ramo o dos de flores.
Nací en el primer mundo, en una familia con los recursos, el conocimiento y las ganas de educarme y formarme bien. Tengo buena salud. Todo eso, sí, es suerte. Pero mi abnegación para conseguir lo que quería, el ahínco que he invertido, y el seguir mis impulsos aunque fueran contra corriente, la sociedad, y a veces los deseos de mis seres queridos, eso no es suerte, es coraje, aunque reconozco que hay gente que ha hecho todo lo que he hecho yo, o aun más, y ha sido en balde.
Cuando todavía estaba cortejando a mi futura mujer que, como yo, rondaba los cuarenta y nunca había estado casada, le pregunté un día: "¿Cómo es que has llegado a estas alturas sin encontrar la felicidad en una pareja?"
Me dijo con estas agallas que le salen tan de dentro: "Estaba a punto de enfadarme con el mundo."
Yo, en su lugar, me habría enfadado conmigo mismo. En EEUU, un soltero que no quiere ser así, además de conformarse con estar solo, necesita superar la idea de que su soledad es merecida. Es más conciliadora la idea de que la vida de cada uno es la vida que le ha tocado.
Al fin y al cabo, un mundo dividido en aquellos que tienen suerte y aquellos que no, es más sano (aunque con menos inquietudes) que un mundo dividido en los triunfos y los fracasos. Me crié creyendo que podía ser lo que quería, siempre y cuando lo quisiera lo suficientemente. Es una manera muy bonita de ver el futuro cuando eres joven, pero cuando llegas a la mayoría de edad y no eres lo que siempre soñabas ser, necesitarás, después de enfrentarte a tus incapacidades, ya sean reales o quiméricas, encontrar una manera más realista y menos desmoralizante de ver la vida.
Entonces, sí, tengo suerte. Mucha suerte. Y ojalá que tenga la suerte de seguir teniéndola.
Pero os digo una cosa, si os topáis con un guiri susceptible como yo, y surgen cosas de su vida, cosas alegres y prometedoras, si realmente queréis mostrar que compartís su felicidad, en vez de decir "¡Qué suerte!", decid sólo "¡Suerte!", o, mejor aún, decid lo que me dijo un hombre mayor en la calle un día, al verme con mis niños, rebosantes de inquietudes y curiosidad:
-¡Salud! -me dijo-. ¡Salud para criarlos!
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