Rimando la ironía

galería del olvido

Alberto García Ulecia.
Alberto García Ulecia.
José León-Castro Alonso - Catedrático de Derecho Civil

10 de diciembre 2016 - 02:34

Aveces evocar un hecho o un personaje olvidado o poco conocido no deja de ser un don de la fortuna, incluso casi un privilegio. Sobre todo porque cuando ya sea el desconocimiento, ya la ignorancia, hace que el olvido alcance a una buena parte de la población, casi siempre suele coincidir con haberlo podido disfrutar más a solas, más para uno y así el recuerdo se sublima y se eleva hasta el más sentido testimonio. Conocí a Alberto siendo yo muy joven, con apenas veintidós años, cuando todavía la virginidad y la frescura en muchas parcelas esenciales de la vida nos permite deleitarnos ante lo nuevo, admirar lo recién descubierto, sentirnos lo que aún no somos, o tal vez hasta nunca seremos.

Yo andaba por aquel año de 1973 entregado a mi tesis doctoral, con mi maestro don Alfonso de Cossío siempre como principal y casi única referencia. Apenas conocía aún a Alberto, quién, no sé cómo, siempre conseguía sacar tiempo para todo: su trabajo en la gestoría allá en el Muro de los Navarros, sus estudios absolutamente vocacionales en la Facultad de Filosofía y Letras, su temprana y desmedida adicción a la literatura, su bien madurada aunque contenida pasión por la historia del derecho y, en fin, apuntando ya con creces lo que luego sería.

Lo encontré por primera vez en el todavía entonces Colegio Universitario de Córdoba, algunos años después Facultad de Derecho. Solíamos irnos juntos en mi coche pese a que su sana y sempiterna bohemia le hacía gustar de los eternos viajes en tren. Sin embargo, fueron las veladas nocturnas de la primavera cordobesa, más bella a medida que más avanzaba la noche, las que me estallaron en el alma y me revelaron cuánta riqueza interior puede atesorar alguien. Fue entonces cuando Alberto García Ulecia me descubrió la fantástica variedad de los viejos tangos que tantos y tan bien conocía, el innegable caudal de la poesía sudamericana que devoraba sin descanso, la hondura del flamenco (ahí quedaría su espléndida biografía crítica en torno a las Confesiones de Antonio Mairena), pero sobre todo me adiestró y descubrió impensables secretos acerca de la más noble actitud y la verdadera hombría ante la vida.

Alberto era absolutamente todo en uno pero yo añadiría que elevado a la enésima esencia, al modo en que Víctor Hugo describiera al poeta como un mundo encerrado en un hombre. Conversador como apenas he vuelto a conocer otro, catador del sentimiento achacoso y jondo como a él le gustaba definir su erudita pasión por el flamenco, amigo, compañero y, en fin, un auténtico volcán de las más múltiples erudiciones. A veces lo acompañé a sus correrías flamencas que bajo un formato de deliciosas tertulias, muy propias de la época, tenían lugar en la trastienda de la destartalada librería de nuestro común amigo Luis Andújar, el Desván en la calle Don Pedro Niño, donde a Alberto se le escuchaba con respeto y devoción. Asimismo, recuerdo su manía, luego heredada por mí, de anotar en cualquier papelillo una idea, una cita, lo que fuera que le acabara de asaltar.

O aquellas largas charlas sobre sus pesquisas académicas sobre las Compañías de Indias en las que trabajaba para su tesis doctoral y que él aderezaba con brillantes anécdotas sobre ciertos historiadores americanistas. Pero ya se intuía lo que luego sería su dimensión más apasionante, que no podía ser otra que la poesía. No por casualidad, aprovechando una estancia temporal como profesor visitante de la Universidad de Tubinga, publica su hermosísimo primer trabajo, El fantasma de Tubinga, preludio de su primorosa producción poética.

Y en efecto así iba a ser, porque Alberto era por encima de todo un poeta inconmensurable. Cuando decidió incorporarse definitivamente a la Universidad, de la que sería catedrático de Historia del Derecho en la Facultad de Derecho de la Universidad de Cádiz, quiso testimoniarlo con su espléndido libro Retorno. También de sus veraneos en la costa gaditana nos legó su prodigiosa Voz litoral, o cuando calibrando la intensidad con que había transcurrido toda su vida la evalúa en forma de Cicatrices y Jazmines póstumos y así podría citar hasta una docena de excelentes poemarios. Sin embargo, sólo mencionaré una última referencia a cuando de regreso de la Universidad Autónoma de México donde había sido becado, se trajo bajo el brazo un único poema de unos trescientos y pico versos, sin duda uno de los más hermosos y dramáticos sueños que haya podido tener jamás Emperador alguno: Moctezuma.

Y a todo esto se me ocurre añadir, como colofón a tan fascinante personalidad, que en alguna ocasión cuando alguien le pedía que recitara algo, cosa que nunca le complació, se aliviaba con habilidad pasando el balón a su estilo. Siempre recordaré un día que tras recitar una breve estrofa de un poema suyo, se giró hacia un buen amigo allí presente pero al que a menudo trituraba cariñosamente con su característico sarcasmo, para contraatacar muy serio, imperturbable, y con una expresión perfectamente inocente, espetarle: "Pero yo recuerdo también uno tuyo, ¿te acuerdas tú?", y se descolgaba declamando el sexteto final de un soneto clásico por todos conocido para rubor del amigo aludido, quien se horrorizaba al verse quedar ante todos como un vulgar plagiador. Así era Alberto García Ulecia, persona, profesor, compañero, y poeta absolutamente irrepetible. Su pérdida, además del enorme vacío que nos dejó a sus amigos más cercanos, me golpeó tan ruda y secamente que, por enésima vez en mi vida, llegaría a sentir una lacerante y difícilmente colmable oquedad afectiva.

Alberto García Ulecia.

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