Respeto y dignidad para los cementerios
tribuna de opinión
Los cementerios están prácticamente ausentes de los catálogos que se encargan de recoger los bienes, materiales e inmateriales, que componen la realidad del patrimonio
Sagrados serán los cementerios independientemente de las ceremonias religiosas que en ellos tengan lugar, porque el carácter sacro lo recoge la tierra en que se sepulta. Con estas palabras Fernando de los Ríos, ministro de Justicia, presentaba a sus compañeros de Gabinete en enero de 1932 el Proyecto de Ley de Secularización de los Cementerios, que sería publicado finalmente en la Gaceta de Madrid el día 6 de febrero. Me siguen pareciendo apropiadas cuando se trata de hablar de unos espacios tan complejos como son nuestros cementerios. La mayor parte del año, y salvo noticias normalmente desgraciadas, están ausentes de los medios de comunicación o el debate ciudadano. Es verdad que se vive una cierta efervescencia en torno a ellos cuando noviembre se hace presente, y que ésta se traslada a la opinión pública; pero apenas pasados los primeros días del mes vuelven los camposantos a su acostumbrado limbo de indiferencia.
¿Para qué, podría decir alguien, preocuparnos por ellos más allá de lo que haríamos con cualquier otro servicio público? Quiero señalar, sin atisbo de contradicción, que puedo incluso compartir lo que la pregunta encierra, pues no creo que dicha preocupación se acerque ni de lejos a la que suscitan otros de esos servicios. No obstante me gustaría ir más allá: considero que al menos deberían interesarnos tanto como la educación o la sanidad, si no más, porque en las palabras que abren este texto queda claro lo que los cementerios significan: un lugar que acumula un inmenso depósito de memoria, y también, sin que ello genere conflicto alguno entre los dos términos, un gran archivo para la historia. La relación entre lo colectivo y lo individual que se desarrolla en el espacio de los cementerios es sólo una muestra de su riqueza. Curiosamente, el exilio de la muerte -por decirlo de modo figurado- tan habitual en las sociedades desarrolladas, impide una visión normalizada de dicha riqueza. Cuando hoy en día nos resulta tan natural que valores históricos, culturales, antropológicos o artísticos sirvan para caracterizar el conjunto de bienes que componen lo que denominamos patrimonio, a los cementerios se les niega esa condición, o se le concede a regañadientes. Detengámonos a observar ejemplos de esta paradoja.
Los cementerios están prácticamente ausentes de los catálogos que se encargan de recoger los distintos bienes, materiales e inmateriales, que componen la realidad del patrimonio. Por ello, cuando se actúa en ellos no hay una conciencia precisa de que sus valores y su complejidad -más cercana a la de una ciudad que a la de un monumento singular- requerirían especiales cautelas. Raras veces las autoridades competentes se plantean, por ejemplo, una apuesta integral que contemple la condición de un bien cultural vivo cuya conservación no pasa por su museificación o por su espectacularización: ¿de qué puede servir por ejemplo editar un libro sobre un cementerio, proponer visitas educativas al mismo o vincularlo al fenómeno del llamado necroturismo -palabra que en sí misma provoca escalofríos-, cuando no hay una política rigurosa que contemple su dimensión patrimonial? Imaginémonos que alguien nos señalara que un conjunto histórico carece de un desarrollo normativo en el ámbito de la tutela y la conservación; que no se abordan en él las intervenciones en sus espacios públicos de acuerdo con la legislación vigente; o que no se insta con firmeza a la resolución de los problemas de mantenimiento de inmuebles y bienes privados que forman parte de dicho conjunto. No creo que quedáramos satisfechos sabiendo que existe una guía impresa o en formato digital de dicho conjunto, que hay una señalética para sus monumentos, que puede ser recorrido con guías expertos o que el turismo lo ha convertido en un destino importante. Reclamaríamos, sin duda, que lo prioritario se impusiera a lo accesorio.
No quiero que estas reflexiones queden difuminadas en el territorio de la teoría, sobre todo porque comparto con Pier Paolo Pasolini lo que tantas veces mostró en su obra: que sólo los suyos tienen derecho a llorar a sus muertos. Por eso quiero dirigirme a quienes, con distintas responsabilidades, gestionan el cementerio de San Fernando de Sevilla. No estoy interesado en que se me abrume con las estadísticas que recogen la actividad del camposanto, sino que aspiro a que se hable de él con ese carácter sacro que Fernando de los Ríos advirtió como elemento esencial de los cementerios hace más de ochenta años. No quiero que este espacio tan singular se convierta sólo en noticia por el funcionamiento del crematorio o los conflictos del personal, ya que, siendo cuestiones relevantes para todos los ciudadanos, son análogas a las de otros servicios municipales. Es necesario asumir sin vacilaciones que actuar en el cementerio no es hacerlo en un espacio sin historia, sino en un lugar donde cada acción debe ser meditada y concebida de modo respetuoso con los valores materiales e inmateriales del conjunto, evitando así intervenciones arquitectónicas carentes de sensibilidad. Los problemas del cementerio como patrimonio de todos no son la ruina y la mala conservación de panteones y sepulturas significativas; o la celebración de representaciones teatrales a la luz de las velas, mostrando una falta de sensibilidad manifiesta respecto a la auténtica esencia del lugar. Hay que expresarlo de un modo más preciso: aun siendo necesario atajarlos, no son éstos los problemas, sino los síntomas de una cuestión más profunda, y que no es otra que la ausencia de un proyecto global que reconozca la singularidad del cementerio como institución. Es una oportunidad espléndida, ya que pocos bienes como éste son capaces de reflejar con tanta precisión esa demanda clave en la idea de patrimonio: trasladar la herencia cultural recibida a las generaciones futuras. Quizás así podríamos superar un desafío de nuestro tiempo: reconciliar verdaderamente a los vivos con los muertos, esos muertos que, como John Cheever escribió, no son una minoría.
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