La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Más allá de la voz de la Laura Gallego
Mujer herida por la caída de un árbol en Sevilla
Desde el 19 de marzo de 2021, Estrella Álvarez, de 58 años, sólo vende cupones de la ONCE cuando duerme. Es un sueño recurrente. Se ve una y otra vez en su trabajo, en el que fue feliz durante los tres años en los que estuvo, y del que la apartó una enorme rama del ficus de la calle San Jacinto, que le cayó encima y casi la mata. Desde entonces, los escenarios de su vida han sido los hospitales, las clínicas de rehabilitación y su casa, un piso de San Jerónimo en el que reside con su marido, Francisco Macías, y en el que sus hermanas, Paqui e Isabel, la ayudan en todo lo que necesite.
Estrella atiende a este periódico postrada en una cama especial, en su dormitorio, donde pasa las horas convaleciente de una última operación que le ha recompuesto varias vértebras que tenía dañadas, y que no se pudo hacer antes porque había otras heridas urgentes que había que sanar. Primero hubo que extirparle el bazo, drenarle un pulmón y después dejar que las 13 costillas y el omóplato que tenía rotos fueran soldando solos. Y hubo que esperar a que pudiera colocarse durante un tiempo prolongado boca abajo para la operación de la columna.
El postoperatorio de esta intervención le ha devuelto a la cama, lo que ha supuesto un golpe moral para ella. "Después del accidente yo no caminaba. Empecé a ir a rehabilitación, con un corsé, y en la clínica Fremap me hicieron caminar". Con el paso del tiempo, Estrella había alcanzado cierta autonomía. "Subía las escaleras, me montaba en la ambulancia sin ayuda... Pero tenía una vértebra desplazada y aplastada y los médicos me dijeron que lo mejor era operarme. Si no, me iría encorvando cada vez más. Y cada día con más dolores. Y se me caen los palos del sombrajo, porque esto significa tres meses más en esta situación. Puedo estar en la cama sin corsé, pero si tengo que ir al baño, sentarme a comer o dar un paseo, tengo que ponerme el corsé. Necesito una persona aquí continuamente, que me ayude a levantarme y a ponerme el corsé, que tiene que ir apretado y yo no tengo fuerzas para tirar de él. Todas estas cosas me tienen muy trastornada".
Dice que tiene una rabia contenida que no quiere callar, que se indigna cada vez que oye o lee alguna noticia sobre caídas de árboles y ramas en Sevilla. Es ella la que se ha puesto en contacto con el periódico para ser entrevistada. "Es un hecho que se ha llevado vidas por delante. Al poco tiempo de pasarme a mí hubo otra caída de un árbol en la Ronda de los Tejares, hace poco cayó otro en la calle Recaredo... Un hombre murió en el Alcázar... Creo que es un problema al que hay prestarle más atención, ponerlo en manos de más profesionales, lo que sea, pero esto no puede volver a suceder. No quiero que esto se olvide, que esto pase más, porque yo estoy tan mal... Alguien tiene que mirar por los árboles, que los cuiden", dice.
No se explica cómo aquel día no ocurrió una tragedia en la calle San Jacinto. "Aquello no era una ramita, era un trozo inmenso, que tuvieron que venir los Bomberos para quitarlo. Yo creo que en cierta manera la Virgen de la Estrella me echó el manto, a mí y a todos los que estábamos allí. Había muchas personas, se podía haber liado pero bien", explica, y cuenta que acababa de atender a un matrimonio con tres niños pequeños y un instante después cayó la rama. "Eran tres niños desde los seis años hasta el carrito. Si les cae eso en lo alto se los hubiera cargado. Igual que a mí me podía haber quitado la vida también. Al final tiene una que dar gracias a Dios por estar viva".
A la hora de asumir responsabilidades, tampoco aparece nadie dispuesto a ello. El Ayuntamiento asegura que el árbol es de la Iglesia (está situado dentro del perímetro de la parroquia de San Jacinto) y la Iglesia culpa de la caída a la empresa que podó el ficus. "Ahora resulta que no es de nadie, que es de Tarzán, que lo sembró allí", bromea Estrella. "Por ese sentido la verdad es que te encuentras contrariada, porque estas instituciones deben asumir una responsabilidad, igual que los ciudadanos las asumimos con nuestros comportamientos". Se trata de un árbol de gran porte, con más de cien años, pero que supone un riesgo para la ciudadanía, como se demostró aquella tarde del 19 de marzo. "Y unos días antes habían estado allí los Bomberos, saneando algunas ramas".
Del día del accidente lo recuerda todo. "Era una tarde de viernes preciosa. Era el día del Padre. Había mucho movimiento, porque la Virgen de la Estrella estaba en el paso, en San Jacinto, y la gente entraba para verla. Y a mí me quedaban veinte minutos para recoger y terminar la jornada". Pero entonces llegó el estruendo.
"Es un ruido que no se me olvidará. Es como si se abriera la tierra, como si se acabara el mundo. Fue en un segundo, de estar atendiendo a este señor que iba con los niños, darle las gracias y eso, a escuchar un ruido que no es comparable con ningún otro sonido que yo haya escuchado en mi vida, y de pronto sentí todo el peso del árbol en mi cuerpo. Ya después llegó la oscuridad y de lejos mi marido llamándome: ¡Estrella!, ¡Estrella!... Y perdí la consciencia". Mientras Francisco intentaba sin éxito levantar las ramas para liberarla, algún aprovechado le robó los cupones que cayeron al suelo. "Sí, faltaron cupones, la gente está al quite de todo".
Después vinieron siete días en la UCI del Hospital Virgen Macarena y cinco días más en planta. "En el hospital tuve nueve o diez días de locura. Yo creía que estaba secuestrada. Supongo que sería un efecto de tantos medicamentos que me dieron para el dolor". Le dieron el alta y llegó a su casa. La primera noche intentó dormir en su cama y fue imposible. Tuvo que alquilar una cama especial, en la que hoy sigue postrada. Poco a poco fue mejorando con la rehabilitación. Fue en esas sesiones donde entendió la fugacidad de la vida. "Cuando ves lo que hay allí te das cuenta de que la vida se va en un segundo, se lleva por delante todo, incluso gente joven con niños pequeños". Y si, como es su caso, tiene mucha empatía, "te traes el problema de los demás también".
"Eso es inevitable", admite. De hecho, no es una vendedora de cupones al uso. "Se implica mucho", apunta su hermana, presente durante la entrevista. Tanto que tenía en su puesto dos sillas además de la suya, para que a las personas mayores "les diera el sol en las rodillas" y de paso le contaran su vida. Y a más de un cliente que vivía solo y era mayor lo llamaba puntualmente por teléfono para que se echara unas gotas que tenía prescritas. "Era una persona que no tenía a nadie", se explica.
Estrella estaba aquella tarde en un lugar que no era el suyo habitual. Su puesto estaba en López de Gómara esquina con Evangelista, pero aquella tarde la ONCE la envío a San Jacinto para reforzar las ventas del extra del día del padre. Ocupaba el lugar de Rocío, una vendedora sorda, que es la que se pone por las mañanas en este punto. "Era mejor sitio que el mío para vender. Y yo estaba super feliz allí". Porque era feliz vendiendo cupones. "Lo mío es el público. Mi madre siempre tuvo un negocio y nos crió detrás de un mostrador. Y luego me pasé veinte años trabajando en una gasolinera, hasta que tuve el problema de la espalda, y la ONCE me dio la oportunidad de trabajar con ellos".
"He perdido mi trabajo. El 4 de enero ya era indefinida", explica entre lágrimas. "Y ahora no voy a tener trabajo. Ellos contaban conmigo, te dan un año, si te recuperas y estás con fuerza... Pero no me veo con fuerzas. No soy capaz de levantarme a las seis de la mañana ni de estar todo el día en la calle, pasando frío. Si llega el frío los dolores se reactivan mucho". De levantarse a las seis de la mañana, de "tener tu vida", como dice ella, ha pasado a una habitación en la que no hay ni siquiera un televisor.
"No quiero ver la tele. A veces leo. Al principio no me concentraba pero ya últimamente sí". Las hijas del capitán, de María Dueñas, y Memorias de cenizas, de Eva Díaz Pérez, la han acompañado en su convalecencia. Su marido y sus hermanas, a los que agradece enormemente su ayuda, son sus bibliotecarios. No ha percibido todavía ninguna indemnización por el accidente. No ha pasado por delante del ficus. "Apenas salgo, pero sí que en ambulancia iba a pasar porque me llevaron una vez al Infanta Luisa y el conductor me dijo que daría un rodeo por Esperanza de Triana para no pasar por allí".
Nadie del Ayuntamiento ni de la Iglesia se ha interesado por ella, más allá de los primeros días, en los que ella no quiso recibir visitas. Y ha desarrollado una fobia a los árboles, que no quiere ver ni en pintura. "Me mandaron una imagen de una alameda, creo que era de un cuadro de Sorolla, y me impone mucho". No le gusta ver personas debajo de un árbol, ni quiere que lleven a su sobrino nieto a pasar en una zona arbolada. Y tiene también marcado a fuego el hecho de no haber podido estar con su suegra, "mi segunda madre", en los últimos días de su vida. Murió poco después del accidente. "Para mí fue un trauma muy grande".
Quiere concluir la entrevista dando las gracias a su marido y a sus dos hermanas, y a las familias de éstas, "que han estado pendientes de mí durante estos nueve meses". Y también agradece al personal de Fremap de la avenida de Jerez, que la tratan de manera exquisita desde que entra por admisión. "Administrativos, médicos, fisioterapeutas... Todos los días intentan sacarme una sonrisa, son humanos al 100%. Y a los conductores de las ambulancias, que hacen lo indecible para no tener que dejarnos esperando dos o tres horas para volver a casa".
Añora volver a su vida de antes del accidente, aunque ahora no se sienta con fuerzas. Le encantan las visitas culturales y viajar con su marido, "por el interior", nada de playa. Turismo cultural. "Y tranquilos, si vemos dos cosas en una ciudad ya volveremos". Dice que se les va el tiempo cuando visitan un monumento. Tanto que una vez se quedaron encerrados en la iglesia de San Jacinto, la misma del ficus. "Habían cerrado y ni nos habíamos enterado".
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