La era Monteseirín

Carlos Mármol

07 de marzo 2010 - 10:59

Alfredo Sánchez Monteseirín es un alcalde que ha hecho historia. Los motivos son diversos. Tanto estrictamente temporales -nadie había estado en la Alcaldía durante once años; tres mandatos consecutivos- como políticos -ha pactado para conservar el poder tanto con el PA como con IU-, sin olvidar los de índole personal. Jamás un regidor provocó tan elevado grado de rechazo popular. Bien de forma directa -por sus decisiones a lo largo de casi dos lustros- bien indirecta -debido a la leyenda de una supuesta incapacidad política en relación a sus antecesores que le ha acompañado desde que accedió al cargo-.

Si se echa la vista atrás y se hace balance de su gestión con un mínimo de ecuanimidad, hay que reconocer que nadie podrá acusarle de ser un político que no se meta en charcos. Aunque éstos, en muchas ocasiones, los haya generado él mismo. Su etapa de gobierno, que comenzó en un momento económico relativamente boyante (prometía el pleno empleo para 2010) y termina en plena crisis económica, ha estado marcada por una paradoja extraña: un impulso político extraordinario que en demasiadas ocasiones ha terminado lastrado por una sucesión de errores de principiante. Una correcta planificación política cuya ejecución real flojeaba de continuo por detalles básicos o la ausencia de algo esencial en la vida política: capacidad de autocrítica.

Monteseirín ha sido siempre uno y trino. Ganó las elecciones una sola vez pero ha gobernado tres. Dirigió el gobierno en tres etapas distintas con diferentes socios pero su proyecto de ciudad -ajeno en realidad a sus orígenes, sobrevenido casi por azar, hábilmente explotado como argumento político frente a la oposición- sólo se ha desplegado con toda su intensidad durante su segundo mandato, el que discurre entre 2003 y 2007. Quizás el momento más brillante de su etapa como regidor. Justo cuando las sombras, hasta entonces menores, empezaron a convertirse en agujeros negros. Uno de ellos -la polémica por el cobro de facturas falsas en el distrito Macarena- ha terminado llevándoselo por delante en un momento en el que los respaldos políticos -de los que casi siempre se benefició a lo largo de su carrera- comenzaron fallar debido al cambio de líder en el PSOE regional. Sin aval cierto de los aparatos provincial y regional y con la calle en contra -basta mirar las encuestas-, la cosa estaba más o menos clara. Otra cuestión es que la decisión definitiva se haya dilatado en exceso. Las sospechas de hipotéticas corruptelas tan sólo han venido a completar del todo un retrato político que Monteseirín quería trazar de forma afable y que la realidad se empeña, una y otra vez, en modificar en contra de su voluntad.

Al igual que las claves existenciales acostumbran a residir en la infancia, el devenir en política suele estar marcado por la forma de acceder al poder. Monteseirín llegó de la mano del PA, que en un gesto evidente de desaire hacia su figura -él nunca formó parte de la comisión negociadora- pactó con Manuel Chaves la Alcaldía de Sevilla a cambio del Metro. Recibió como herencia el bastón de mando y las manos atadas: de hecho, empezó a gobernar con el mismo modelo de gobierno de coalición que desde 1991 el PA impuso al PP. Reinaba pero no decidía. Tal coyuntura generó un profundo sentimiento de inferioridad política que combatía tratando de aparecer como decisivo frente a los andalucistas. En uno de estos arranques de autoridad -la indemnización a las familias de las víctimas del derrumbe del Bazar España- tensó tanto la cuerda que hirió de muerte un acuerdo de gobierno que, aunque no se rompió, ya no volvió a funcionar.

Su primer mandato arrojó un balance discreto. La mayoría de las áreas de gobierno estaban en manos del PA. En el grupo socialista hubo conflictos internos que políticamente no le permitieron despegar. La debacle electoral andalucista le otorgó una mayoría propia -aunque todavía insuficiente- en 2003. Pactó con IU -el acuerdo tampoco lo negoció él, sino José Caballos- y empezó a disfrutar en solitario de un poder que hasta entonces había tenido que compartir con los andalucistas. El resultado fue un periodo trepidante -consiguió poner a funcionar la maquinaria municipal, aunque a un coste que la ciudad tardará varias décadas en pagar- en el que, al tiempo que desarrollaba su modelo de ciudad -en realidad el del PGOU, del que se apropió en exclusiva olvidando la etapa institucional impulsada por el andalucista Rafael Carmona en Urbanismo- empezaba a cometer errores de bulto: el desalojo previo pago del asentamiento chabolista de Los Bermejales, la controvertida gestión de las empresas municipales, recalificaciones urbanísticas a la carta o la construcción del tranvía, que tuvo desquiciada a la ciudad durante meses. Los ciudadanos no le reconocieron el esfuerzo: en 2007 perdió ante Zoido. IU le permitió seguir. Desde entonces su gestión ha estado más centrada en aguantar en el cargo contra viento y marea -frente al partido, frente a los ciudadanos- que en gobernar. Hasta que Griñán mandó parar.

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