Misión en Cebreros y el Kremlin
calle rioja
Vivencias. José Cuenca Anaya, que fue embajador en Sofía, Moscú, Atenas y Canadá, presenta el libro de memorias diplomáticas que le pidieron Suárez y Gorbachov.
FUE uno de los 52 que acabaron la carrera de la promoción 53-58. Uno de los dos diplomáticos de la clase. Además de José Cuenca Anaya (Iznatoraf, Jaén, 1935), el otro fue José Antonio Iturriaga Barberán. La información salió de la última fila del salón de actos de los Pinelo, donde se sentaban sus compañeros de promoción Mauricio Domínguez-Adame, Juan Mora y Manuel Navarro. Los tres asistieron a la presentación del libro De Suárez a Gorbachov de su condiscípulo Cuenca Anaya, alumnos de aquellos gigantes apellidados Lojendio, Giménez Fernández, Clavero Arévalo, Juan Manzano, Aguilar Navarro o Pelsmaeker.
De Suárez y Gorbachov. Protagonistas del libro y las dos personas que le pidieron que lo escribiera. Gorbachov lo hizo en su último encuentro como embajador en Moscú, destino que ocupó entre la Nochebuena de 1986 y la primavera de 1992. Años que le permitieron vivir la desintegración de un imperio y el final de un sueño casi como un nuevo John Reed, analogía que utilizó José Antonio Gómez Marín.
2 de septiembre de 2001. Nueve días antes del atentado contra las Torres Gemelas. Cuenca Anaya asistió al derribo de una fortaleza. Ese día dio un paseo con Adolfo Suárez, que se comprometió a facilitarle cartas, papeles y documentos para esas Memorias. Cuenca Anaya argumentó que ese empeño sólo podría acometerlo en marzo de 2005, fecha de su jubilación. "En 2005 ya no seré nada", le dijó Suárez, sabedor de los daños cerebrales irreversibles que minarían su salud. Su interlocutor, incrédulo ante esa confesión, era entonces embajador de España en Canadá y comparó la fuerza de Suárez con las cataratas del Niágara.
"Es un libro más memorial que de Memorias", dijo el periodista Ignacio Camacho en la Academia de Buenas Letras. Gómez Marín evocó la "concepción apasionada" de la diplomacia del cordobés Juan Valera; Camacho acudió a Paul Valery para reivindicar el lenguaje como "correlato de una facultad del alma". Entre Valera y Valery, este diplomático singular que antes hizo un viaje literario por la sierra de Cazorla y un encuentro con don Quijote.
Los tres grandes temas del libro son la Transición, que puso fin a más de siglo y medio de aislamiento; la entrada de España en la OTAN, mérito que atribuyó a Leopoldo Calvo-Sotelo, jefe del Gobierno en la cumbre de Bonn de junio de 1982; y el final de la peretroika, tiempos de Felipe González en la Moncloa, estudiante de Derecho de varias promociones después del que destaca "su perfil pragmático y su sentido de Estado". Además del gran predicamento sobre Gorbachov.
Cuenca Anaya vive desde primera fila la regularización de las relaciones diplomáticas con México, la Unión Soviética y los países del Paco de Varsovia. Con Fraga de embajador, estuvo destinado en Londres, eje de uno de los que llama "urgencias y dolores de cabeza": el contencioso de Gibraltar, episodio al que añade en su libro de "testimonios y confidencias" el conflicto del Sahara y la españolidad de las Canarias, flotando sobre ambos asuntos la ardua negociación para liberar a 38 pescadores retenidos por el Frente Polisario.
El embajador, que también lo fue en Sofía y en Atenas, desmiente la supuesta mediación de Adolfo Suárez en el conflicto árabe-israelí y la falacia de cierto gauchismo del político abulense según la cual se habría ganado la antipatía de los Estados Unidos por recibir a Yasser Arafat. En Moscú vio el tránsito de la bandera roja a la tricolor, la confesión por fuentes rusas muy autorizadas del fracaso del comunismo, convertido en "consumación del privilegio, el estancamiento y la pereza". En el libro hay un catálogo de cómo destituir a un ministro de Asuntos Exteriores: Martín Artajo cayó por los elogios del Papa Pío XII; Castiella, por la crisis de octubre de 1969 que provocó el cese de doce ministros; López Bravo, por una llamada de teléfono... de su sucesor, López-Rodó.
Castillo en los límites (del sultanato nazarí de Granada) y tierra fértil. Son las dos etimologías de Iznatoraf según el arabista Rafael Valencia, director de la Academia de Buenas Letras. El embajador ha vuelto a sus embajadas para contarlas con un lenguaje nada diplomático; al menos, no en la acepción que hizo Camacho como "forma delicada y galante de la hipocresía".
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