María Jiménez. La verdad en una tarde de primavera
Semblanza
Le tocó abrirse paso en un panorama musical de grandes voces femeninas, pero su autenticidad al cantar la elevó a las cotas más altas del arte
Supo reinventarse como pocas artistas: de mito erótico de la Transición a la mujer posmoderna de Sabina
Así será el último adiós de Sevilla a María Jiménez
Lunes de Pentecostés de 2015. Casa que un reconocido hostelero de Huelva posee en El Rocío. Cerca de la calle Sanlúcar. Patio encalado, repleto de macetas en muros y suelo. Cae el sol de mediodía. De la marisma llega una brisa fresca que alivia el incipiente calor que empieza a sentirse en el ambiente. El almuerzo se alarga. Platos de arroz que todavía no se han apurado. En las manos, catavinos y vasos con cerveza. Llega el momento de la sobremesa. El de la charla distendida y amena. En mitad del murmullo, se hace el silencio. Habla María. Su estatura, empequeñecida con los años, no le impide convertirse en la autoridad sonora del momento.
En mitad de aquel verdor que aportan las pilistras está colocado un piano de cola. Lo toca Arturo Pareja-Obregón de los Reyes, hijo del famoso compositor. La Jiménez pide silencio y que los teléfonos de última generación no graben. Su compañía de discos se lo tiene prohibido. La sevillana se arranca con un tema. Medio lo canta, medio lo recita. Ha perdido voz en los últimos tiempos. Pero ha ganado en una cualidad de la que ha hecho gala en toda su trayectoria musical: la verdad.
Ella misma lo defiende. "No soy la mejor voz, pero sí la más auténtica". Estos minutos lo enmudecen todo. Hasta el viento de Doñana parece silenciarse en un mediodía de principios de junio. La Jiménez tiene un quejío que para el tiempo. Lo detiene y hace pellizcarte en los adentros, donde pocos, sólo los elegidos, alcanzan. Nunca la había escuchado en directo. Tan cerca. A tan pocos metros que sus palabras pueden acariciarse. Aunque esta cantante es más de arañar. De rasgar las comisuras del alma para seguir viviendo.
La letra habla de un amor fracasado, de esos que dejan heridas que ni el paso de los años cura. A sus temas hay que echarle compás, pero también honestidad. Mucha. Y si en la Jiménez hay algo que no extrañamos es la impostura. El engaño. Desborda autenticidad arriba del escenario o en el tú a tú. Bajo los focos o en las distancias cortas.
El desgarro en la voz
Pasada la época de vestidos prestos a enseñar más que a tapar y de gestos que rayaban la obscenidad de la época, esta artista, girada la esquina del tiempo, se revuelve ahora sobre ella misma sin apenas sacudirse el cuerpo. La vida. Hay mucha vida tras cada palabra a medio cantar. No le hace falta irse a lo alto. Acuna cada verso con las cicatrices que le han dejado los años. En tono bajo se canta lo contado y lo que nunca se contó. Como suave caricia con uñas largas, de esas que desgarran la piel sin que apenas te des cuenta.
Observo a mi alrededor. Las miradas comparten un único punto de fuga. Todas se dirigen hacia ese volcán de fuego que sale por su boca. Nadie desobedece su orden. Ningún teléfono móvil en alto. La escena recrea esos antiguos tablaos flamencos donde esta gata trianera comenzó a quitarse las penurias del hambre. Nadie habla. Ni hace el más mínimo gesto. Respeto absoluto. Ganado con los años. Acreditado con el arte.
Aquella mujer del descaro en la Transición, que abogó por el andalucismo (nunca recompensado con una medalla de Andalucía), la que llenó las Camas Vacías cuando supo reinventarse a pie de letra de Sabina, la que rompe los audímetros de la tele en cada aparición en plató, la que ignora la mesura, es ahora, en esta sobremesa de quietud, una pobre fiera con las garras escondidas, pero aún capaz de morder el alma.
Atesora ese "ángel" que Dios reserva a los escogidos. Le tocó hacerse hueco en el panorama musical patrio con el podium de las voces femeninas. La Jurado, la Pantoja... Pero la Jiménez siempre fue de autenticidad más que de perfección. Esa parcela privilegiada que otorga el pueblo sin que medie reclamo comercial alguno.
A golpe de superación
La joven rubia de trajes con escasos metros de tela (al borde de los dos rombos) ha mutado en esta mujer de blusones anchos, estampados vivos y pantalones cómodos. Siempre con un buen golpe de maquillaje. Labios enrojecidos al máximo. Y esos complementos de bisutería que le proporcionan un punto exótico.
María se había sentado previamente en un sillón del salón y hablaba con la profunda perspectiva que, a golpe de superación, le ha dado la vida. Hasta se atrevía a aconsejar a invitados veinteañeros con mal de amores. "No te enamores tan pronto, que no es bueno. Disfruta en la cama hasta cansarte pero sin engancharte, que luego los hombres sólo dan dolores de cabeza", refería a un onubense homosexual al inicio de la velada.
En el punto exacto
Palabras que en este punto exacto de la tarde atrapan las teclas de un piano, convertido en apéndice de su garganta. La voz de María ya no presume del vigor de antaño. Pero a menos fuerza, más autenticidad. Más vida exprimida entre cada quejío que asoma las lágrimas. Ahí está la mujer que se remangaba la falda hasta el triángulo exacto del escándalo. La que mordió el dolor al perder una hija adolescente. La que resucitó en la música al alba de un nuevo siglo.
La canción termina en el momento justo. El que deja la miel en los labios y no empalaga. Hasta en eso la trianera imparte cátedra. Han sido pocos minutos. Ni siquiera cuatro. Lo suficiente para dar cabida a esta primavera expirante. Salgo de cualquier duda tras escucharla. ¿La verdad? La verdad es lo que sientes cuando canta la Jiménez.
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