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Isla Mínima: Una ínsula con 132 años de historia y algunos misterios

150 aniversario de la Junta de Obras del Puerto de Sevilla

El topónimo que puso de moda una célebre producción de cine encierra un relato que explica bien cómo ha mejorado la navegación por el río

Marismas del Guadalquivir, un paisaje de cine

El crucero La Belle de Cadix en el embarcadero de Isla Mínima. En estos momentos la compañía Croisi Europe aún no ha reiniciado su actividad a causa de la pandemia. / Antonio Pizarro
María José Guzmán

01 de agosto 2020 - 22:45

La estampa sorprende en medio de la marisma. Entre arrozales, pájaros, agua y cielo un crucero de 110 metros de eslora cargado de turistas asombrados por el portentoso paisaje asoma por el embarcadero de la Isla Mínima. Contrastes de un río por el que navegan también grandes buques, un tráfico para el que han sido necesarias numerosas transformaciones, una cirugía hidráulica que ha mejorado notablemente desde el siglo XVIII la navegación por el Guadalquivir y que no sólo regala postales de cine, también una actividad económica importante en el Puerto de Sevilla.

Este mes de agosto se cumplen 132 años de la construcción de la Corta de los Jerónimos, una obra de ingeniería que permitió a los buques que frecuentaban el Puerto de Sevilla evitar peligrosos bajos en la navegación por el río y que dio lugar a la Isla Mínima, una ínsula artificial que simboliza la transformación del Guadalquivir y su historia. La efemérides no es redonda, pero sí lo es otra: el 150 aniversario de la creación de la Junta de Obras del Puerto de Sevilla, que pretende divulgar curiosidades y misterios en torno a un río que sigue siendo un gran desconocido incluso para el sevillano.

El topónimo Isla Mínima se puso de moda a raíz del éxito internacional de la producción cinematográfica de Alberto Rodríguez que, de paso, nominó y acaparó todos los premios posibles para un paisaje oculto entre meandros y campos de cultivo, condenado durante años por inhóspito y por ser un lugar transformado con sudor y sangre por miles de braceros que desecaron y roturaron la marisma para convertirla en un productivo arrozal. Pero el relato de este territorio se remonta al siglo XVIII. En esa época la marisma era una gran extensión de terreno llano de casi 200.000 hectáreas, según reseñan algunos autores. Los sedimentos habían colmatado el estuario en el que el río desemboca formándose una planicie y expandiendo su cauce formando meandros e islas. En las marismas del Guadalquivir existían tres islas principales: Isla Mayor, Isla Menor y la Isleta de Hernando y la navegación era muy complicada, lo que restaba competividad al Puerto de Sevilla frente a otros.

Como solución se impulsaron importantes infraestructuras, nuevos canales de navegación cuyo cometido era estrangular los mayores meandros del río, acortando el recorrido y eliminando la posibilidad de formación de bajos. Es lo que se conoce como cortas: la corta Merlina (1975) a la altura de Coria del Río; la corta Fernandina (1816), aguas abajo de La Puebla del Río; y la principal: la corta de los Jerónimos (1888), un canal de 5,5 kilómetros que atravesó Isla Menor y dio lugar a la formación de la Isla Mínima, con una extensión de 2.300 hectáreas.

Coria de día, Coria de noche...

Quizás hayan oído la expresión. Era un dicho popular y se refería al tiempo que tardaban los buques en sortear uno de los meandros del Guadalquivir, a la altura de Coria del Río. Dicen que se podía comer, cenar y dormir y por la mañana volver a embarcar en el mismo sitio. La obra que acortó los tiempos de paso de los buques fue la primera modernización que acometió el puerto sevillano en el año 1794: la corta de la Merlina. La actuación del ingeniero Scipion Perosini facilitó la navegación hasta Sevilla al reducir un trazado de 10 kilómetros con una corta de 600 metros a la altura del Coria del Río. Posteriormente se acometieron otras obras, como la corta de la Fernandina y la de los Jerónimos.

Estas importantes obras se iniciaron dos décadas antes, en 1860, cuando todavía no existía la Junta del Puerto. Ese año se abrió el cauce que tenía unas proporciones insignificantes, pues la creencia era que la acción sola de la corriente bastaría para verificar sucesivos acrecentamientos, pero hubo que hacerlo de manera artificial, según se desprende de las memorias ahora en poder de la Autoridad Portuaria que atribuyen las primeras obras para transformar al río a un proyecto del ingeniero Canuto Corroza.

Una inversión millonaria

Las obras se paralizaron en 1871, cuando ya se había fundado la Junta de Obras del Puerto. Para entonces ya se habían invertido en el río casi ocho millones de pesetas para mejorar la navegación, mientras que en el Puerto se habían desarrollado obras por casi seis millones en base a los proyectos de Pastor y Landero. La mitad de esta importante suma fue sufragada por el Estado mediante el establecimiento de convenios, y la otra mitad por la Diputación Provincial, el Ayuntamiento y los comerciantes sevillanos. Esto en teoría porque, en puridad, sólo estos últimos, además del Estado, cumplieron con el compromiso de entregar tres millones, cantidad mayor de la asignada en el acuerdo inicial.

Según reza en las memorias de la Junta de Obras del Puerto de Luis Gracián y Reboul, que fue quien acabó la corta, entre 1871 y 1879 quien se pone al frente de las obras es el ingeniero Jaime Font, “pero los desórdenes políticos y la mala situación económica provocaron un freno de la acción emprendida, limitándose a mantener el estado de la ría tal y como la había heredado”. De hecho, en 1879 finalizó el ensanche del cauce primitivo, con 45 metros de anchura y 3 de profundidad, dimensiones limitadas porque la Guerra Civil Carlista (1875) provocó una disminución de ingresos que obligaron a la Junta de Obras a reducir sus aspiraciones. En 1877 el Puerto decidió contratar un empréstito de dos millones de reales para terminar la corta. Y, por fin, el 22 de agosto de 1888 finalizó la obra que permitió que se pudieran cruzar sin inconveniente dos buques de los mayores que frecuentan el Puerto de Sevilla, acortar el recorrido en 12 kilómetros y, lo más importante, evitar los bajos de la Abundancia, la Mora y Arafes, que eran los más graves inconvenientes que ofrecía la navegación por el Guadalquivir.

Plano original. / Autoridad Portuaria.

A vista de pájaro, el plano de la Isla Mínima presenta una forma extraña: contornos sinuosos en los límites norte, oeste y sur frente al carácter rectilíneo del canal de navegación o corta de los Jerónimos que la cierra por el este. No son un capricho natural, sino obra de la mano del hombre.

De marqueses y caballos

Este territorio quedó totalmente aislado de Isla Mayor geográficamente, mientras que históricamente en 1900 comienza otro relato de marqueses y aparceros, de toros y caballos. Y, más recientemente, de turistas dispuestos a descubrir otros misterios de la Isla Mínima.

Según recoge el historiador José González Arteaga, en 1924 la Junta de Obras del Puerto era dueña sólo de 196 hectáreas, 44 áreas y 5 centiáreas de la Isla Mínima, mientras que el marqués de Olaso se había hecho con el resto. Este noble era dueño de la línea de vapores Sevilla-Sanlúcar y fue quien construyó en la Isla Mínima un suntuoso caserío que hoy se conserva. En 1927 la Isla Mínima fue adquirida por la Compañía Islas del Guadalquivir, conocida como la de los ingleses, desde la que pasó a la Compañía Hispalense de Valoración de Marismas, y, tras su desaparición, la propiedad fue adquirida por Rafael Beca. Según los datos de dicho historiador, en 1942, el ganadero andaluz José Escobar se hizo con la mitad sur, rodeada por los brazos central y de los Jerónimos y por canales de desagüe y con entrada única a través de una cancela.

Dicha familia y sus sucesivas generaciones mantienen en este territorio la explotación arrocera, la cría del toro bravo y del caballo cartujano, actividades que han convertido en un área cinegética y turística una ínsula artificial que morfológicamente no encierra misterios más allá de los generados por el thriller de ficción y el magnetismo de un paisaje de cine.

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