El Heraldo desafía a la lluvia y ya tiene las llaves de Sevilla para que entren los Reyes Magos
Cabalgata de Reyes Magos
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La ilusión es impermeable. Tanto o más que un chubasquero. Las ganas de fiesta hacen que el agua resbale y se escurra. El Heraldo de los Reyes Magos –encarnado este año por el periodista José Manuel Peña– ya tiene las llaves de Sevilla. Misión cumplida, pese a no tenerlo nada fácil. A este emisario no le hizo falta que el Cabildo Catedral le proporcionara cobijo en la Giralda –como bromeó un día antes en el desayuno informativo ofrecido por el Ateneo en el restaurante La Raza–, le resultó suficiente el acompañamiento de numerosas familias que aguantaron a pie parado y bajo un severo chaparrón para presenciar su comitiva. La alegría de una ciudad en vísperas de la Cabalgata, el mejor refugio para la lluvia.
Con 30 minutos de adelanto sobre la hora habitual, el Heraldo se pone en la calle desde la sede del Ateneo, en Orfila. La lluvia, en este momento, respeta un cortejo en una tarde amenazada por altos porcentajes de precipitación. Un riesgo que provoca que el público acuda con paraguas a presenciar el desfile, artilugio que, en esta ocasión, no está pensado para recoger caramelos, algo habitual cuando las condiciones meteorológicas son óptimas, sino para protegerse del líquido elemento.
Poco después de las 16:30 la calle Cuna presenta un lleno considerable. En la cercana cafetería Ochoa se apuran las últimas compras de roscos de Reyes, el dulce propio de esta festividad (bastante sobrevalorado, si me permiten la opinión). Un cartel advierte a los clientes de que hay “edición limitada”. Quedan unos cuantos ejemplares a esta hora en la vitrina.
“Ya están ahí los de Virgen de los Reyes”, apunta una madre con hija a punto de rozar la pubertad cuando alza la vista hacia la Plaza de Villasís y ve a los integrantes de la agrupación musical. El público infantil gana en volumen, aunque también es destacable la presencia de jóvenes y mayores. Una celebración que se disfruta en familia.
Frente al frío de días anteriores y el que se prevé para la jornada de la Cabalgata de Reyes, la temperatura a las cinco de la tarde resulta benévola. No se requiere demasiada ropa de abrigo. La humedad amortigua el termómetro.
Los niños –muchos de ellos con botas de agua por temor a acabar empapados– se hacen hueco en la primera fila, mientras que los adultos (siempre existen desagradables excepciones) retroceden una línea. Son los protagonistas de estas horas. Los hay (en cierta abundancia) que traen su carta para Melchor, Gaspar y Baltasar con los deseos que esperan ver cumplidos la mañana del 6 de enero.
Globos como colgaduras
En Cuna hay balcones repletos de globos. Colgaduras especiales de estas fechas. En esas alturas se tocan palmas y panderetas. Se canta y se lanza serpentina, esa otra lluvia que colorea suelo, ropa y sienes del público a pie (para enojo de quienes acaban de salir de la peluquería).
“No se puede pisar el adoquín vertical, que todos los años lo ponemos bien”, advierte con cierta guasa uno de los agentes de la pareja de policías locales que despejan el camino al séquito del Heraldo. El cordón de seguridad queda dibujado en esta calle que aún conserva la belleza polícroma del adoquín de Gerena, potenciada por el agua.
“Los caballos, ahí vienen los caballos”, grita con entusiasmo un menor al contemplar la Policía montada. Al poco de salir el emisario de Sus Majestades de Oriente cuesta encontrar un hueco en Cuna. La separación queda ajustada al espacio necesario para alzar los brazos y saltar cuando se escuchan los sones de la banda. En el arte de brincar hay mayores que ganan a los niños en ímpetu y ganas. Se trata de recobrar la edad perdida.
Llega la extensa comitiva de beduinos (irreconocibles sus rostros con tanto maquillaje negro) y se forma el alboroto. No sobrevive ningún globo en los balcones al pasar el Heraldo, que luce en su capa los alamares propios de los trajes de los toreros, en clara alusión a su condición de cronista taurino y en defensa de la fiesta nacional. Los caramelos que lanza llegan hasta los balcones. Un auténtico ejercicio de puntería.
La comitiva avanza hacia el Salvador bajo un cielo que ha comenzado a pintarse de nubes negras. Hasta ahí, la ilusión y la fiesta esquivan la lluvia.
Un mar de plástico
Los augurios meteorológicos finalmente se cumplen y el agua hace acto de presencia. Los paraguas pueblan la Avenida y el entorno del Ayuntamiento, ya con las luces navideñas encendidas. La lluvia se hace especialmente intensa mientras el público espera la llegada del cortejo, imposible de divisar desde lejos con ese mar de plástico.
A un escenario completamente empapado suben autoridades municipales, representantes del Ateneo y finalmente, el Heraldo, al que el agua duplica el peso de la capa. Le cuesta saltar. Se escuchan gritos pidiendo que se cierren los paraguas. La lluvia causa estragos en el sonido, que entrecorta el discurso del emisario real hasta hacer casi imposible su audición.
Peña se esfuerza en que el público y, especialmente los niños, se impliquen. Menciona en su intervención a la Virgen del Rocío y al Gran Poder. Elogia la cultura y el amor para lograr “una sociedad más justa”. Lo suyo es una auténtica gesta bajo un tremendo chaparrón, que aguantan estoicamente todos los que presencian la escena sobre las tablas. Su intervención acaba con el lanzamiento de globos de gran tamaño, por los que hay gente a la que no le importa mojarse con tal de hacerse con uno.
Arrecia la lluvia cuando el alcalde José Luis Sanz habla. El cortejo se recompone y continúa la marcha hasta el Ateneo. Los músicos de las Cigarreras ya están enfundados en su impermeable transparente. Abrigos y chaquetas empapadas de los concejales. La música sigue sonando. La de las bandas y la del agua incesante, que aprieta con fuerza. Las ganas de fiesta pueden con ella.
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