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Muere La Esmeralda de Sevilla, un ser libre en tiempos del ordeno y mando

Obituario

Alfonso Gamero Cruces cantaba coplas y contaba chistes verdes vestido de flamenca

Jesús Romanov: "La Esmeralda debe tener una calle en Sevilla. Y ya vamos tarde"

Alfonso Gamero Cruces, conocido como La Esmeralda. / M. G.

Todo en ella era un misterio. Todo en él también. Porque la Esmeralda se llamaba Alfonso Gamero Cruces, tan sevillana como la Giralda o el Archivo de Indias o el adobo de Blanco Cerrillo. Estos tiempos que parecen nuevos, con los políticos alborotados a cuenta de las identidades (de sexo, de patria, de mascotas) se hacen viejos a la vista de la irresistible ascensión, parafraseando a Bertolt Brecht, de esta precursora del travestismo. Recorrió un camino difícil con la soledad de la incomprensión pero con la compañía de un respeto y un afecto ganados a pulso. Se convirtió en un personaje, algo que está al alcance de muy pocos. La veías caminar por la calle y a nadie dejaba indiferente.

Su caseta de Feria, en la linde que separaba el real de la calle del Infierno, en Pascual Márquez esquina con Costillares, se convirtió en toda una institución. No hacía distingos ni conjugaba victimismos. Se convirtió en una ong de las almas descarriadas, con una personalidad como la de Lili Marlen o la Liza Minnelli del Cabaret de Bob Fosse. Era un palimpsesto de la Sevilla múltiple en la que podías ver a Nazario y a Paco Gandía tomando calentitos en La Centuria.

Artista irrepetible, puro realismo mágico de un Macondo en bata de cola, grabó con Senador un disco de sevillanas cargadas de humor y doble sentido, con más soldados que en Cerro Muriano. Un par de ellas se las compuso Manuel Melado. Fui testigo de lo que disfrutaba con las sevillanas de la Esmeralda, con su malditismo entre Fassbinder y Rafael de León, el pintor Manuel Salinas, que se perdía en el abstracto de sus lienzos con el román paladino de los chistes de la Esmeralda.

Una vez la entrevisté en su caseta para un programa de televisión que presentaba Alfonso Eduardo Pérez Orozco. Le fascinaba la barba sumeria de Julio Anguita y no se casaba con nadie a la hora de repartir estopa. Una vez Isabel Pantoja, acompañada de Paquirri, asistió al teatro Lope de Vega para una gala de antiguas alumnas de la academia de Adelita Domingo. La cantante del Tardón estaba en avanzado estado de gestación. La Esmeralda le tocó la tripa y le dijo: “y eso que es Poquirri”.

Otra vez visitó el mismo escenario la duquesa de Alba acompañada por Jesús Aguirre. “Parece el mudo de los hermanos Marx”, sentenció ante el glamour de la inquilina del palacio de Dueñas. Bromas nada malintencionadas de un personaje del Ambiguo Testamento que sobrevivió de puro milagro en un mundo todavía instalado en el ordeno y mando.

Una rebelde con causa o sin ella, como el plomo de las gasolineras, que se hizo a sí misma. Juglar de chistes, muchos de los cuales la tenían a ella como principal protagonista. Su edad era un misterio. En su caseta me repitió la respuesta que le dio a Jesús Quintero cuando le preguntó si era gay, mariquita u homosexual. “Soy maricón con acento en la o”. Para que se enteren los académicos que ningunean con las tildes.

Félix Machuca dijo de ella que la Esmeralda se inventó el mundo de Pedro Almodóvar. Ella nunca fue una chica del montón. Fue la ayudante de Marifé de Triana, su mozo de espadas. En una sociedad con una ley de Vagos y Maleantes en la que encontró resquicio para convertir en risas sus lágrimas. A Fellini le molestaba que en una visita a Estados Unidos le presentaron personajes fellinianos. La Esmeralda sería uno de ellos. Pura transgresión, como el minero de una canción de Juanito Valderrama que abría agujeros en la moral sin moral para encontrar resquicios y un hábitat de supervivencia. Todos al subsuelo.

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