Coincidencias
La vida tiene coincidencias que a veces marcan a las personas. Al menos a mí ha pasado y, además, me ha servido para mi actividad profesional, es decir, la universitaria, y también para mi faceta en la vida pública durante mi etapa de diputado nacional. Me estoy refiriendo a mi relación con Soledad Becerril Bustamante, una "dama de la política", así la presenté en una ocasión en los Reales Alcázares con motivo del Congreso conmemorativo de la construcción de la Giralda, en unos momentos difíciles para la ciudad, y especialmente para ella, pues hacía pocas semanas que habían asesinado al concejal Alberto Jiménez Becerril y a su mujer Ascensión García Ortiz.
La coincidencia de mi actividad como vicerrector de Relaciones Institucionales y Extensión Cultural de la Universidad de Sevilla y la de Soledad Becerril como alcaldesa de Sevilla hizo que no sólo estrechara mi relación con ella personal e institucionalmente, sino que también me confirmó que la gestión y el servicio público debían ser altruistas, rigurosos y con un sentido amplio de la responsabilidad. Soledad, la alcaldesa, no admitía superficialidades, ni sobredimensiones del ego de los que se acercaban a su despacho de la Plaza Nueva. Así, si se le solicitaba un convenio con el Ayuntamiento, el objetivo tenía que ser y estar perfectamente definido para el bien de la ciudad y de sus ciudadanos y no para el lucimiento de los que se lo pedían. Yo fui testigo de este rasgo de su personalidad cuando negociamos la utilización del Pabellón de Brasil de la Exposición de1929 para uso universitario. Una vez que el ser y el estar del convenio estaban suficientemente explicados y desarrollados, la aprobación por la alcaldesa no se hacía esperar. Finalmente, tanto el Ayuntamiento como la Universidad firmaron el trascendental Convenio.
Su preocupación y su responsabilidad sobre la ciudad llegaba a límites que sólo desaparecían cuando dormía -eso me comentó en una ocasión- y yo creo que incluso durmiendo seguía pensando en la ciudad de la que ella era la máxima autoridad.
De mis ocho años de diputado sólo coincidí en los cuatro últimos, pues en los anteriores Soledad ocupaba un escaño en el Senado. La impresión que me había formado de ella en Sevilla no me defraudó en el Hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo. Parlamentaria excepcional, que nunca leía sus intervenciones, que intentaba el consenso siempre, que trataba con respeto al adversario y que, cosa que casi nadie sabe, lograba el apoyo mayoritario de la mayoría de los grupos parlamentarios.
Es decir, la coincidencia de mis primeros contactos con ella, y la coincidencia de mis últimas relaciones con la primera ministra de la Democracia, la primera teniente de alcalde y alcaldesa de Sevilla, la senadora, la diputada y la Defensora del Pueblo Español no han podido ser más positivas.
Incluso cuando me fui de la vida política española, en una tarde otoñal por la sevillana calle de San Fernando, dando un paseo con la "dama de la política", me comentó que se apenaba de que dejara la política, pero que entendía y respetaba mi decisión. Sin duda, yo no esperaba otra respuesta y me sirvió esta conversación para reafirmarme, por coincidencias de la vida, en la gran persona que había conocido bastantes años antes y que nunca tuvo una palabra disonante ni una frase inapropiada.
Hoy día estoy convencido de que su actividad como madre y abuela está llenando el vacío de la intensa vida que, durante largas y fructíferas décadas, ha dedicado tanto a la política local sevillana como a la nacional española.
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