Cervezas para después de una guerra

Lo que el tiempo se llevó. Casa Baturones.

Iniciamos en este número una serie de doce entregas en la que desempolvamos una Sevilla que se fue para siempre y por la que desfilarán comercios, bares, librerías o cines que desaparecieron bajo el inexorable paso del tiempo y que lleva el título de 'Lo que el tiempo se llevó'.

Cervezas para después de una guerra
Cervezas para después de una guerra
Luis Carlos Peris

25 de junio 2017 - 02:34

Emblemático bar de la Sevilla de antes y después de la guerra civil, aunque se escribe Baturones, era vulgo Baturrones, un templo de la Cruz del Campo que adquiría su momento más glorioso cuando las familias iban en las noches de verano a gastarse la paga del 18 de Julio en cerveza y pescado frito. Situado en la Ronda de Capuchinos fue derribado, como todo el aledaño barrio de San Julián, en 1963 y ya en la década de los setenta su solar fue cine de verano, el cine San Julián que contaba con "servicio de ambigú y selecta nevería".

En Cervecería Casa Baturones, innumerables han sido los sevillanos que se tomaron su primera cerveza, quizás bajo los sones de alguna canción de Bonet de San Pedro, un fandango de Pepe Pinto, una zambra de Manolo Caracol o un bolero de Antonio Machín. Era como un oasis en aquella Sevilla que no acababa de salir de la posguerra y que en aquel punto fronterizo con el Moscú Sevillano se hacía más latente y doloroso que en ninguna otra parte de la ciudad.

Casa Baturones mostraba en su entrada una larga barra donde lucía un puñado de tiradores de cerveza que daban abasto a la numerosa clientela. A la izquierda, los servicios y a su cargo una mujer mayor que iba vestida con el hábito carmelita. Hay que aclarar que en aquel tiempo de nacional-catolicismo a ultranza, la mujer con hábito del Carmelo y el hombre con el del Gran Poder, camisa morada y cordón dorado, estaban perfectamente integrados tanto en el paisanaje como en el paisaje de la ciudad.

El punto fuerte de Baturones estaba en el interior, en un amplio patio descubierto lleno de mesas perfectamente alineadas y registraban el no hay billetes en esas noches de la canícula sevillana en que aún no había entrado el aire acondicionado. El aire acondicionado, o refrigeración Carrier, sólo estaba en los cines del centro. En las casas, había ventilador sólo en las más boyantes, por lo que el sevillano se tiraba a la calle no más acababa su jornada laboral.

El negocio fue fundado por dos hermanos, los Labat Baturones, en los años previos a la contienda civil y fue testigo de innumerables episodios trágicos de la guerra. Su ubicación propiciaba que gran parte de su clientela fueran trabajadores afiliados a la CNT, vecinos de San Julián que fueron, en gran número, masacrados en la gran barbarie que fue esa guerra entre hermanos con su lacerante propina de la posguerra más larga jamás conocida.

Decíamos que el pase de la firma del establecimiento estaba en el gran patio interior con su freiduría de pescado y su marisquería. Puntos que hacían las delicias de un público necesitado de alegrar el corazón y la barriga. Casa Baturones desarrolló un papel de capital importancia en aquel tiempo de negruras y penurias de todo tipo. Y el albero siempre recién regado de su patio rezumaba vida y le daba ganas de vivir a un público que se quitaba la pena como buenamente podía. Pero sobre todo estaba el consumo de una cerveza tan nuestra como la Cruz del Campo mediante tres medidas, el sevillano era una caña, la maceta aforaba el doble y el tanque eran palabras mayores.

Como todo aquel barrio estaba destinado a la piqueta y sus habitantes condenados al exilio a aquel Polígono de San Pablo que el sevillano veía lejísimos, como si ya no fuera Sevilla, Casa Baturones recibió por parte del pueblo el nombre de Alcázar por aquello de que no se rinde. Y es que fue el último edificio que fue abatido en San Julián. Fue tanta su importancia en la guía cervecera de la ciudad que le cundieron sucesores varios y en la actualidad hay un Baturrones en Pino Montano, otro en Fray Isidoro de Sevilla y otros quién sabe dónde. Y con Baturrones, el nombre que le puso el pueblo, no Baturones.

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