Babieca era un Dos Caballos
calle rioja
Oasis. En la ciudad de las franquicias, el bar Citroen es una rareza arquitectónica. Hijo de la Exposición del 29, se mantiene fiel a su condición de pórtico y refrigerio de visitantes.
EN las fotos antiguas se ve la palabra Restaurante. Sigue teniendo cocina, con tres platos diferentes. Un surtido de urgencia. La joven camarera apunta con tiza en la pizarra y borra lo que acaba de escribir: mini churrasco de pollo o cerdo. La alianza de las civilizaciones, que sabemos por José Álvarez Junco que es una entelequia que se inventaron un ex presidente del Gobierno de España y un presidente del Gobierno de Turquía.
¿Se imaginan al Cid Campeador recorriendo planicies y ganando plazas en un Citroen? Es verosímil. La marca francesa de automóviles homenajeó a Babieca con el Dos Caballos. El Citroen es una rareza arquitectónica en la mal llamada restauración sevillana, aunque una buena pitanza te restaura por completo y te quita todos los males.
Si una ciudad se llena de franquicias, la culpa no es de las franquicias sino de la ciudad. Cautivo y desalmado -sin alma-, el simbólico ejército de los ciudadanos entregó la cuchara a las huestes de la copistería. El lado más mezquino de la igualdad: al final va a resultar que todos los sitios son iguales. Todos menos el Citroen. Da igual que el churrasco sea de cerdo o de pollo o que no exista traducción al inglés para las gambas alioli, pero allí dentro o en su atmosférica terraza, con vistas a la Sevilla de Aníbal González, uno se siente en paz consigo mismo y sus congéneres.
En 1929 muy pocos españoles tenían automóvil pero se familiarizaron con esta marca francesa. En España siempre se condujo por la derecha, y no precisamente para llevarle la contraria a los ingleses. Por dentro, el bar Citroen es un hemiciclo para los camareros y un iglú para los clientes. Tiene una estructura de iglesia budista que cada Domingo de Ramos se llena de nazarenos de La Paz. La Plaza de España tiene dos torres y dos restaurantes más mellizos que gemelos: La Raza y Citroen, separados por el monolito de Rubén Darío. Ínclitas razas ubérrimas. Nicaragüense como los de Palacagüina. Modernista, afrancesado, maestro de muchos como Juan Ramón.
A un lado, más allá de la avenida de Portugal, el Consulado de ese país, otro lujo visual para el paseante. Al otro, la floresta del parque de María Luisa. Coches aparcados, algún Citroën con la diéresis, legiones de turistas y legionarios en calzón corto sudando la camiseta para llegar antes a ninguna parte. A los japoneses les encanta la Plaza de España. Y al vendedor de abanicos le gusta tratar de marquesas a todas las potenciales clientes.
Consumí una cerveza a deshora para trazar este retrato. Camareros diligentes, atentos a los que les piden información. Una foto de la estatua de Bécquer con las tres musas. Como las hijas de Elena. También hay un cartel de fiestas primaverales de 2007 con la firma de Arcenegui.
Los camareros del Citroen no están nunca en doble fila. Atienden en la terraza, un oasis en tiempos de sobresaltos, y la espera resulta siempre agradable. Llegan los camiones de reparto, carga y descarga. El local no tiene ninguna estrella Michelin, ni falta que le hace. Es Citroen. La ensaladilla invita a pedirla, tiene el color de los girasoles de Van Gogh. No pasará a la historia de la gastronomía, pero el bar sí forma parte de la historia de la convivencia. Un espacio para el bienestar con el mirador incorporado. El arquitecto que lo diseñó, muy cerca del Casino de la Exposición de Vicente Traver, conocía las tres dimensiones. El vaivén de clientes es permanente. Muy cerca está la parada del autobús de turistas. Debemos imitarlos en la emoción inefable de ver por primera vez una ciudad. Siempre hay que mirarla con esos ojos, aunque nunca se haya salido de ella. Es lo que tiene el Citroen. Que es como si nunca antes hubieras estado allí. Siempre te parece nuevo. Y es del 29, casi tan lejano pero no tanto como aquel 92 que hace 25 años presentó a Curro en esta misma plaza. Nos envejece lo que conocimos.
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