La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Una noche también amenazada por el confort
El Auditorio de la Cartuja, como otros contados edificios singulares de la ciudad, tiene la capacidad de funcionar como metáfora involuntaria de Sevilla. No sólo por su concepción como artefacto arquitectónico, sino por su historia. Su largo devenir. Un proceso que arranca el día mismo de su concepción –antes de la Muestra Universal– y que llega hasta ahora, cuando su futuro se plantea incierto debido al proyecto del Ayuntamiento para destruirlo –oficialmente se habla de una reconversión, pero este extremo está pendiente de definición– y alzar en su solar un polideportivo cuyo fin es acoger los encuentros del Mundial de Baloncesto.
Su carga simbólica reside en su capacidad para ilustrar cómo esta ciudad recibe, en ocasiones, regalos inesperados. Magníficas dotaciones que le vienen dadas generalmente gracias a administraciones no locales por azar o circunstancias totalmente ajenas a su propia iniciativa y que, como una suerte de condena cíclica, es incapaz no sólo de utilizarlas con cierta intensidad, sino incluso de conservarlas.
El Auditorio se suma así a otros activos –por utilizar el término patrimonial– de la Expo 92 que Sevilla no supo incorporar con éxito a su vida ordinaria. Una lista en la que, además del Pabellón de la Navegación –ahora en proceso de remodelación, casi 18 años después de su construcción–, figurarían el antiguo Pabellón de Los Descubrimientos –quemado justo antes de la Muestra y enterrado sin llegar siquiera a nacer–, el Pabellón de España –sede de Isla Mágica, uso poco acorde a su histórica condición de patrimonio público–, los jardines americanos de la Cartuja –destruidos por la desidia–, los antiguos pabellones temáticos del Futuro o del Siglo XV, con proyectos más o menos virtuales, a los que no se les ha sacado verdadero provecho durante casi dos décadas y, como quebranto máximo, el antiguo Cine Espacial Omnimax, destruido con el visto bueno tácito de todas las administraciones públicas.
El Auditorio es una pieza más de la larga crónica de la destrucción de la Cartuja que el 92 dejó en herencia a Sevilla. La adaptación de la Isla a sus nuevos usos urbanos –una suma de actividades tan improvisada como incompatible– ha estado presidida a lo largo de estos lustros por el corto plazo, la necesidad de hacer caja –en especial en lo que se refiere a Agesa, la sociedad hasta hace poco estatal que administraba las propiedades del Gobierno central en el antiguo recinto de la Muestra, de la que Monteseirín dijo en su día aquella célebre frase de que “no tenía alma, tan sólo cartera”– y una flexibilidad en lo que se refiere a la venta del suelo llamativamente incompatible con la férrea oposición mostrada por los actuales inquilinos del Parque Tecnológico ante la propuesta de construir viviendas en parte del antiguo recinto de la Expo. Una idea defendida por muchos urbanistas y que el director del Plan General de Ordenación Urbana de Sevilla (PGOU), Manuel Ángel González Fustegueras, intentó sacar adelante con valentía. No tuvo éxito ni el respaldo político suficiente.
El Auditorio, curiosamente, es desde su origen fruto de una renuncia: nació porque la idea de hacer un teatro de la ópera en el recinto de la Expo 92 se cayó. El teatro se hizo en el solar de la antigua Maestranza de Artillería –en el barrio de El Arenal– y, como resultado, tuvo que acometerse dentro de la Isla la construcción de una serie de dotaciones culturales para albergar el programa de espectáculos de la Exposición. Una de las aportaciones más importantes, junto con las infraestructuras, de la Muestra.
El edificio proyectado por Eleuterio Población fue la joya de esta familia de espacios escénicos. Era el más grande de todos. Fue también el más caro. Una inversión que en los últimos 18 años ha estado notablemente mal gestionada. El coste oficial del proyecto superó los 30 millones de euros. Una cifra –entonces– más que considerable. Tanto dinero no permitió hacer un edificio cubierto –lo que hubiera dado más opciones a la hora de reutilizarlo– pero legó a la ciudad, por primera vez en su historia, un espacio estable para acoger conciertos de aforo medio. Hasta entonces todos los conciertos de música se hacían en el Prado de San Sebastián –donde el Consistorio habilitó un singular espacio efímero para la célebre Cita en Sevilla– o en el solar de la antigua Maestranza. Para eventos de mayor asistencia había que negociar obligatoriamente con el Betis o el Sevilla.
El edificio de Eleuterio Población, ahora denostado por el Consistorio, tiene uno de los escenarios más grandes del mundo –2.600 metros cuadrados, capaz de albergar óperas–, una colina natural que funciona como graderío informal –hasta 2.000 plazas– y un patio de butacas adaptable para 4.190 personas. Aforo que todavía puede crecer alrededor del escenario. Todo ello dentro de una pieza formalista y sobria de mármol blanco.
De la red de espacios escénicos de la Expo, el Auditorio siempre fue la dotación con mayor vocación de permanencia. Algo llamativo si se tienen en cuenta los planes del gobierno local. Ni el Palenque ni el Cine de la Expo –los dos equipamientos que han desaparecido ya del mapa cultural de la Cartuja– se concibieron para durar. El único espacio, junto al Auditorio, con vocación de futuro fue el Teatro Central. Costó 15,6 millones de euros. Hoy pertenece a la Junta. Rara paradoja: desde la actual óptica municipal, el edificio de Eleuterio Población es más prescindible –pese a contar con mayor potencialidad escénica e infraestructuras– que el centro de nuevas tendencias teatrales de la Expo 92.
En el caso del Cine Expo, cuyo solar es un aparcamiento en superficie, su condición efímera explica su humilde coste: 2,3 millones de euros. En el caso del Palenque –foro oficioso de la Exposición– no tanto. Construirlo costó 15 millones de euros. Concebido desde el principio como temporal, duró más de lo previsto –hasta hace unos años–, cuando Agesa decidió destruirlo con el fin de hacer un edificio de oficinas para ampliar el Parque Tecnológico. Su devenir reciente lo liga al Auditorio: la misma empresa ha gestionado ambos recintos –primero con el Estado como propietarios; después con el Ayuntamiento como titular– y, en lo que al Auditorio se refiere, no parece haber sido capaz de mantener una programación de calidad, estable y a la altura del edificio con el que ahora quiere hacerse tabla rasa.
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