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Un ventisquero lleno de encanto

Matacanónigos. El tramo donde muere Placentines toma su nombre del bajón que pegan los termómetros sevillanos según se llega al cabo de la esquina del Palacio Arzobispal

Vista única de Matacanónigos desde la angostura de Placentines con fondo de tallo luminoso llamado Giralda.
Luis / Carlos / Peris

23 de marzo 2016 - 01:00

ESCRIBIÓ un día Antonio Burgos que Matacanónigos es Siberia con repiques de la Giralda. Hermosa, rotunda, gráfica y brillante definición de un lugar tan bello como paranormal, tan sevillano como raro en esta Sevilla de la que dicen algunos ignorantes que en ella no hace frío. Bueno, pues dése una vueltecita por Matacanónigos y va a enterarse de lo que vale un peine y de lo que puede pasarle como no se proteja con todo lo que tenga a mano ese día en que más que un rincón de la Sevilla más auténtica parece un ventisquero.

Matacanónigos es la cola de la calle Placentines cuando muere en la esquina del Palacio Arzobispal que mira cara a cara a la Giralda. Matacanónigos discurre entre la fachada occidental de Palacio y la parada de coches de caballos allí instalada, al parecer como antídoto del azahar que en este tiempo transminan los naranjos que festonean las Gradas. Y Matacanónigos es puerta de escape de las cofradías que vuelven de la Catedral hacia el centro, de ahí que entre de pleno derecho en esta sección donde se recogen los más variopintos enclaves de la gran ópera urbana que es la Semana Santa de Sevilla.

Ocurre que la característica principal de este trozo de Paraíso Terrenal y que le da nombre es por el frío que suele hacer en dicha revuelta. Es un sitio que el admirado Paco Robles, ese artífice del costumbrismo, ha definido como en el que se cogen las mejores pulmonías del mundo. No sé por qué no se instala allí un termómetro que contrarreste los efectos de esos nocivos telediarios que abren cuando la calor mostrando el que se encuentra junto al Caballo o el aún más desprotegido de Chapina y que no baja de los cuarenta grados en cuanto el personal tira para los baños.

Los vientos que corren por allí hacen que con el Salvador y la Gran Plaza forme la gran trilogía de neveros sevillanos y cuando en los días en que la corriente se hace más desabrida, por allí se echa de menos la figura del irrepetible calonge Bandarán calado con teja y manteo con el que embozarse a fin de no exponerse a lo peor. Y explicado el porqué de que Placentines acabe como Matacanónigos procede explicar algo de su pasado y mucho de su presente, sobre todo de la importancia capital que protagoniza en nuestra gran celebración.

Este tramo de Placentines parece que fue igual de angosto que el resto de la calle para que sucesivas actuaciones urbanísticas le dieran el aspecto que presenta en la actualidad. Por ejemplo, "el derribo de una casa-sobrado de la Iglesia de Santa María la Mayor y los ajimeces de las otras casas que estaban cerca de ella porque la dicha calle quedase abierta y desembargada para poder pasar por ella las cruces que van en la procesión y los pendones del Rey y de Sevilla", según reza un protocolo del año de gracia de 1410.

La construcción del Palacio Arzobispal en la segunda mitad del Siglo XVII y la desaparición de un arquillo que comunicaba las casas del arzobispo con la Catedral en el Siglo XVIII conformaron la Matacanónigos que conocemos. En los siglos XV y XVI estuvo enladrillada y posteriormente empedrada, lo que motivó, a mediados del XIX, una viva polémica entre los que la querían con ladrillos, los partidarios del granito y los que abominaban del intenso tráfago de la zona. Y como remate a esta descripción hay que dejar constancia de que Matacanónigos era el último tramo del Camino Real, ese que arranca en el Arco de la Macarena y que, San Luis adelante, se interna en la ciudad para llegar a donde tiene su meta, que es justamente en la Santa Iglesia Catedral.

Dicho lo dicho hay que centrarse en cuánto significa ese lugar como escenario excelso de la Semana Santa, pues la vista que se ofrece desde lo más angosto de Placentines con el fondo único de la Giralda la conforman como una de las postales imprescindibles de la fiesta. Una de esas postales que nos deja Matacanónigos dejó de existir hace cincuenta años. Fue cuando la Hermandad de los Estudiantes dejó Laraña para irse a vivir a la antigua Fábrica de Tabacos. Sesenta años ya de que el inconmensurable Cristo de la Buena Muerte no vuelve lleno de muerte dejando atrás la Turris Fortissima camino de Placentines. Claro que también falta a lista la zancada del Gran Poder, impelido a otros trayectos desde hace más de cuarenta años.

Pero son tantas las cofradías que siguen luciéndose en tan descomunal escenario que estamos en riesgo de dejarnos más de una atrás. Por allí ya pasó la Amargura con su andar sin arabescos; al poco, la figura del Cristo del Amor ya se entrecortó con la Giganta de fondo y extrañó el lunes al Cristo expirante como con prisas por volver al Museo.

Para hoy, Panaderos, Siete Palabras, la Lanzada... Mañana tenemos el momento cumbre de cómo ese Nazareno que esculpió Montañés para que viviese en el Salvador nos mueva a la contrición con la Giralda de fondo. Y todo lo que significa Montesión o la Virgen única del Valle y cuando la Madrugá esté a pique de amanecida, la Macarena. Qué más se puede pedir de un rincón con tanto frío, pero con tanto encanto. Matacanónigos para lo que guste mandar.

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