Una lluvia de flores

Literatura

El palio de la Virgen de la Palma volviendo a su templo / Rafa Del Barrio

Por las alturas de la calle Velázquez se precipitaban, diminutos y como proyectados por un cinematógrafo imaginado, cientos de pétalos. No era ni el lugar, ni la destinataria original ni el día, pero sucedió, sin más. En el aire aún pesaba esa atmósfera de Semana Santa extraña, impropia, como incumplida en sus propios tiempos. Los primeros capirotes quedan lejanísimos, pertenecientes a una fiesta remota y regenerada en la memoria. Es más, ni siquiera se respiraba esa carga de espíritu vacío y satisfecho a la vez, de melancolía voraz de la tarde del Domingo de Resurrección. Hasta de asumir nostalgias nos ha privado la lluvia.

Se avecinan tormentas (ahora ya figuradamente) de debates, balances, análisis y perspectivas. La ausencia de formación cofradiera, los excesos, la educación en comunidad, una sociedad en permanente estado de insatisfacción, nazarenos que no se visten. La Semana Santa necesita, requiere, una profunda reflexión que la salve del espectáculo y del consumo que, entre todos (hermandades incluidas) hemos provocado. Pero como fiesta viva que es, y superviviente por naturaleza, mantiene esa genética rebelde que la convierte en un ente inaprensible, que la aleja de la acción humana y de la propia naturaleza. Y mientras caían aquellos pétalos, concebidos para otro espacio y otro tiempo, todo se nos detuvo. Y en el breve espacio de unos segundos nos traspasaron todas las emociones y circunstancias posibles que no hemos conocido en esta Semana Santa: euforia, alegría, silencios, oraciones, ausencias. Incluso tristeza.

Todos los ojos se detenían -ascendían y descendían- en los verticales de aquella petalada polícroma. Sonaban cascabeles, platillos, bombos, aplausos. No nos compete ahora discutir sobre el formato, la idoneidad o el carácter más o menos penitencial del asunto. Solo sé que justo en ese instante, por milagro de una fuerza divina emergida de no se sabe qué sima de la ciudad, se nos asomó al espíritu aquella última virtud que se nos había marchitado días atrás. Aquella condición que nos hace invulnerables y sirve de bandera para los cofrades.

Fue, con marzo muriéndose en las hojas brillantes y puras del manto de la Virgen de la Palma camino de San Lorenzo, cuando nos regresó la ilusión por una nueva Semana Santa. Por amarla y defenderla para siempre. Fue cuando todo nos resucitó por dentro.

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