La tómbola de los reencuentros y la vida
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Va camino de cumplir cuarenta años pero en la ciudad parece que le alcanza toda una vida. Porque, al fin y al cabo, celebrar primaveras es tachar un retorno (o una bienvenida) al calendario invariable de nuestra forma de ser, nuestra unidad de medida que ajusta sus manecillas en la lunas llenas, redondas de plata, de marzo o abril. Por el contrario, despedir primaveras es saberse también afortunado de haberla vivido, interpretada siempre al modo que nos procura un impulso espiritual y telúrico nacido de las entrañas de los tiempos.
Y, como movidos igualmente por un fin de ciclo estelar que escrupulosamente respetamos, acudimos en estos días a la margen aquella del Guadalquivir en que el mundo y la humanidad se contempla de otra manera. La llamamos la Tómbola, sin apellidos, porque por méritos propios ha adquirido esa entidad que solo la sustenta la personalidad, el tesón y el esfuerzo; es la Tómbola, y en torno al cántico de los premios, el chisporroteo de los peroles, las palmas y el arrullo del agua, inconscientemente escribimos un balance trascendental: qué ha sido de nosotros, qué hemos aprendido, qué nos deparará el futuro, la travesía en el desierto que es el verano hasta que las tardes vuelvan a estrecharse en la cintura de los ocasos.
La Tómbola, además, tiene sus propios tiempos, desde que atardece y la lámina del río se tiñe de naranja pastoso hasta que los farolillos morados, símbolo y cuerpo aéreo de la alegría, se apagan tras de nosotros arrastrando una estela de somnolencia, serenidad y quietud, pero con el ánimo aún batiéndose en pulso desbocado. No es necesario citarse en la Tómbola; la Tómbola está y a ella vamos, movidos por un espíritu de comunidad, como el que vuelve a casa tras un largo viaje en que todo ha sucedido. Alrededor de las mesas y bajo los espesos sauces nos encontramos con aquel hermano que solo saludamos de Viernes Santo en Viernes Santo mientras se forman las filas, o con el vecino que se fue y ahora vuelve antes de despedirse otra vez, quién sabe, si para siempre. Ocurre igual con el resto de cofrades: charlamos sobre aquel Domingo de Ramos, la Carrera Oficial, el costal y la corneta, o aquel manto que se estrenó, la situación de la fiesta, si es o no es cíclica, si todo alguna vez se acabará, si el futuro es más claro o más opaco...
Su edad, decíamos, se ha ido diluyendo cada año, y todos nosotros, mayores y jóvenes, pasados y futuros, disponemos el corazón y el aliento para marchar, un viernes más, a la calle Castilla, a la parroquia aquella de torre insobornable bajo los cielos rasos de Triana, epicentro de los años que están por venir y las primaveras que andarán por sepultarse. Ese solsticio de verano que en nuestro lenguaje, en el idioma de la ciudad, llamamos la Tómbola. La de la O, la de los reencuentros, la que siempre guarda el más preciado de los premios: el compartirla.
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