Y al tercer día, llovió
Martes Santo
Un chubasco sorprendió a tres cofradías en la calle y al Cerro cuando se disponía a volver de la Catedral. Los Estudiantes y Santa Cruz decidieron suspender su estación de penitencia a la hora de la salida.
HAN tenido que pasar tres días para que los malos augurios se cumplan. Los porcentajes se hacen realidad. Ayer se disipó el escepticismo que se había instalado en el ánimo de los sevillanos sobre el acierto de las meteórologos en sus predicciones. Llovió. No mucho ni por mucho tiempo, pero lo suficiente para romper el Martes Santo y desbaratar el puzzle de la jornada. Pasos mojados, nazarenos empapados y caras descompuestas. La peor estampa para las juntas de gobierno que desafían el dictado de los porcentajes de riesgo. El agua destroza un complicado día y lo rediseña a su antojo. Salidas retrasadas, cofradías refugiadas y Jardines de Murillo que se quedan huérfanos de goterones de cera.
La lluvia -esa vieja conocida- escribe su propio guión de la Semana Santa. La moldea a su capricho y la almacena en el recuerdo. Recorridos distintos, clámides prestadas y capotes de agua. La vieja conocida de esta fiesta regala momentos tan duros como bellos por emotivos. La Virgen de los Dolores a tambor por Carlos V. La larga avenida se atraviesa en varias chicotás. Andar largo de sus costaleros bajo un cielo de otoño. El palio toma San Fernando. La calle de veladores con guiris parece conquistada por el Cerro. Empiezan a caer gotas de agua. Aisladas y apenas perceptibles. Tramos de nazarenos agrupados al máximo. El Cristo del Desamparo y Abandono sigue adelante por la Puerta de Jerez. Los costaleros intentan esquivar el raíl del tranvía. Entra el palio en el Rectorado a los sones de la Virgen de la Angustia. La titular de los Estudiantes la recibe con toda su candelería encendida. Llegan los nazarenos de ruan a la lonja universitaria. Se mezclan con las madres del Cerro, las que dejaron por un día sus faenas domésticas y se echaron con la mochila a la calle. Estas mujeres se convierten en el baluarte de una Semana Santa perdida en aras de la sofisticación. Están las madres de la Plaza de Mayo y están estas madres del Cerro. Las que aportan ese pellizco de naturalidad a una fiesta que hace años volvió la espalda a la improvisación.
La Virgen de los Dolores del Cerro inicia su salida del Rectorado
Con sus bocadillos, sus botellas de agua y su pequeño botiquín de emergencia, conforman una vía de servicio paralela a las filas de nazareno y un cortejo apócrifo tras el manto.
Ellas esperan, ante la soberbia arquitectura del Rectorado, a que la Virgen vuelva a ponerse en la calle para dirigirse a la Catedral. No les importan las gotas de agua que en esos momentos caen. Ni qué decidan las otras cofradías de la jornada. Sólo les preocupa acompañar a su Dolorosa. Así tengan que esperar una hora o dos. El tiempo nunca pasa cuando se trata de ir junto a la Virgen de los Dolores. Sale de nuevo el paso hacia la Catedral y allá que van otra vez todas las vecinas, que cualquiera diría que son las huestes de Fernando III el día de la reconquista. Todas a una bajo un cielo que empieza a abrirse y en el que aún pespuntean algunas nubes. El Cerro no cabe en las cremalleras de una Semana Santa encorsetada. En una fiesta vallada para un público cada vez más ajeno al respeto. Es un verso suelto dentro de una celebración convertida en un poema de rima fácil, previsible y hueca.
Los Dolores del Cerro sale del Rectorado
La lluvia también es traicionera y deja imágenes para el olvido. La cofradía de San Benito avanzando por Luis Montoto mientras unas nubes teñidas de ceniza amenazan el agua que ya cae en las setas de la Encarnación, convertidas en el mirador gratuito de la fiesta. San Esteban se refugia en la Anunciación mientras el barco de la Calzá avanza hacia el Muro de los Navarros. El peor de los presagios ya es palpable. Se abren los paraguas. El agua es cada vez más persistente. Se vuelve el cortejo. El orden inverso nunca deseado. La cruz de guía se encuentra en la iglesia de Santiago y el Cristo de la Sangre -triste conmemoración de sus 50 años- cerca de la Puerta de Carmona. Los pasos llegan empapados a la parroquia. Los goterones que resbalan por el capote del Señor de la Presentación parecen perlas engarzadas. El público busca refugio en los soportales. Se disuelven las reuniones donde el botellín era el invitado estrella. Corriendo hacia un portal. Los chinos hacen su agosto vendiendo paraguas. Hay colas en los bazares para hacerse con uno. Paraguas y sillitas colocados en los escaparates como principal reclamo de la potencia amarilla que hace negocio en los días santos.
En la calle Feria la imagen no dista mucho de la que se contempla en Luis Montoto. Los Javieres regresan a Ómnium Sanctórum sin que apenas se contemple en la calle al último San Juan en subir a un palio. El Cerro se vuelve hacia la Catedral cuando sólo habían salido varios tramos de nazarenos. Un chaparrón de poco más de media hora ha dado al traste con la decisión de cuatro cofradías. El lunes se apostó por la cautela y no llovió. Ayer se arriesgó -se salió incluso cuando ya habían empezado a caer goterones- y salió mal.
Sólo los Estudiantes esquivó este efecto dominó. A la hora fijada para la salida decidió suspender la estación de penitencia. Sin petición de prórroga ni más demora en el tiempo para un cortejo en el que participan casi 300 monaguillos.
La lluvia adelanta la noche en esta Semana Santa de pocas horas de luz. La Candelaria retrasa su salida más de dos horas y lo hace por un recorrido distinto. Se cambia la Alfalfa por los Jardines. Para muchos hermanos, el agua ha obrado el milagro de evitar un enclave convertido desde hace años en la zona de ocio del niñateo. Santa Cruz tampoco sale. La Bofetá -lo del Dulce Nombre queda para los políticamente correctos- decide ponerse en la calle en una noche que parece robada a enero. Un frío que sólo rompe la belleza recuperada de la Dolorosa de San Lorenzo.
Acaba un Martes Santo con sólo dos cofradías en la carrera oficial y otra cobijada en la Catedral. Un martes escrito al dictado de la lluvia. Esa vieja conocida.
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